Al Oeste Con La Noche (18 page)

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Authors: Beryl Markham

Y éstos fueron la perdición de Bombafu. Pensó que los perros eran cosas simples, controladas por un solo sonido. Un hombre solía quedarse en la puerta de acceso a la casa, reproducía ese sonido con los labios y la jauría llegaba.

Pero, ¿quién si no Bombafu podía reproducir sonidos? ¿Iba a ser él un pájaro encima de un palo durante toda su larga, larga vida? ¿No iba a haber nada más que semillas y agua, agua y semillas, para un ser tan elegante como él? ¿Quién tenía esas plumas? ¿Quién poseía ese pico?

¿Quién no podía llamar a un perro? Bombafu podía. Lo hizo.

Practicó semana tras semana, pero con una inteligencia tal, que raras veces lo oíamos; practicó el abracadabra de la llamada de los perros hasta saber, tan bien como se sabía la forma de la barra en donde se agarraba, que ningún perro podría resistirse a sus llamadas. Y no se equivocó.

Llegaron.

Una mañana cuando la casa se quedó vacía, Bombafu se deslizó de su percha y llamó a los perros. Yo también lo oí. Oí el silbido rápido y urgente, que era el silbido de mi padre, aunque mi padre se encontraba a una milla de distancia. Miré hacia el patio y vi a Bombafu, resplandeciente, confiado, casi dominante, mientras pisaba el umbral de la puerta con sus dedos ganchudos e impacientes, su pecho brillante, hinchado y levantado, y su cabeza verde y excesivamente hueca, erguida con insolencia. -Vamos, venid todos-, decía su silbido, ¡soy yo, Bombafu, quien llama!-.

Y llegaron -perros grandes, perros pequeños, perros veloces, perros hambrientos- corriendo desde los establos, las cabañas, la sombra de los árboles donde dormitaban, mientras Bombafu bailaba bajo el pórtico de su perdición y silbaba más fuerte.

En aquellos días yo corría mucho, pero no tan deprisa. No tan deprisa como para evitar que la frustración de un perro que se adelantó cuajase en forma de furia, a la vista de aquella pelambrera orgullosa de plumas llamativas falsificando la voz de su amo, insultando al reino de los perros con toda su cara, ridiculizando al clan canino, prometiendo incluso (¿qué podría ser peor?) un trozo de carne, o un hueso, ¡y sin dar nada! Ése fue el quid; ésa fue la injuria colmada de insulto.

Bombafu sucumbió, se hundió, desapareció sólo para levantarse otra vez pluma a pluma. Su llamarada de gloria no fue abstracta. Flotó en el aire en sombras carmesí, amarillo cromo, verdes, azules y en sombras más sutiles, un estallido, una galaxia, la cola de un cometa en trozos y piezas.

¡Pobre pájaro! ¡Infeliz pájaro! Vivió, se sentó de nuevo en su percha, con los ojos medio cerrados y tristes, una sola ala hecha jirones para ocultar su desnudez y un momento único para recordar.

Y la frase inmortal tan justamente suya, la única palabra que podría haber pronunciado, también se la habían robado. Y vaya tragedia -vaya ironía- el que no fuera Bombafu, sino un cuervo severo y mórbido, una criatura sacada de una página impresa, un don nadie nocturno, quien hubiera descubierto por vez primera el dramático poder de esos tonos obsesionantes, de esas dabas significativas, de esa expresión final: Nunca. ¡Nunca más!

Así sufrió Bombafu y sigue sufriendo por lo que yo sé. Los loros son eternos, aunque sospecho están dotados de una memoria demasiado débil como para que resulte fatídica.

Mientras pienso en él, la senda por donde voy se encuentra con el borde de la meseta, serpentea por ella y Pegaso y yo entramos en un lugar que ya no es África.

Un país bañado por arroyos de hielo, con valles estrangulados por helechos, con colinas revestidas del brezo verde al que cantan los escoceses errantes, casi no parece África. Ni una sola piedra tiene aspecto familiar; el cielo y la tierra se encuentran como si fueran desconocidos y el roce del sol es tan desapasionado como la mano de un hombre que te saluda mientras piensa en otra cosa.

Así es Molo. El primer vistazo presagia el carácter que posteriormente conocí, un país austero, alto y frío, el cual pide a quienes viven de él una décima parte de su trabajo, una recompensa que va más allá del límite y un valor enérgico contra la obstinada virginidad de su tierra.

Aquí hay ovejas, pero son nativas con el tiempo en la sangre. El ganado pasta, rumiando los bolos de hierba dulce, mirando la plenitud del día con ojos tranquilos. Hay animales salvajes: antílopes esparcidos, impalas, cosas más pequeñas que hacen crujir los helechos pero no salen nunca de ellos; de vez en cuando un búfalo surge de un bosquecillo para escudriñar las colinas frescas con dudosa aprobación, después se da la vuelta, y se abre paso por un camino hacia niveles más familiares y no tan austeros.

Hay granjas y granjeros esparcidos como los constructores de una nueva tierra, cada uno abrazado a todo lo que se extiende desde la puerta de su cabaña hasta el horizonte, que señala con un recorrido de su brazo.

Sí, esto también es África.

Desmonto, le saco a Pegaso el bocado de la boca y lo dejo beber en un arroyo que viene de ninguna parte y lava rocas inmaculadas desde hace siglos, rocas redondeadas, lisas y brillantes por el desgaste del agua. Las toca con las patas, resopla unas burbujas en el remolino claro que escuece de tan frío como está, y lo absorbe.

No es su tierra, no es la tierra que conoce o que le gusta. Retrocede, se aleja del arroyo y examina con las orejas inclinadas y audaces y los ojos transparentes lo que ve y oye. Araña el suelo y baja la cabeza para acariciar mi hombro, imagino que intentando engatusarme porque quiere volver por donde hemos venido.

Pero éste es el sitio para nosotros durante un tiempo, un buen sitio también, un lugar de buen augurio, un lugar de cosas empezando y cosas terminando, cosas que yo nunca pensé terminarían.

XII

¡HODI!

Los árboles que resguardan la cabaña de paja en donde vivo están dispuestos en filas desorganizadas, un regimiento en posición de descanso, y extienden sus sombras sobre el suelo como lanzas llevadas demasiado tiempo.

Son árboles altos que empujan al sol tardío antes de que su luz se agote, incitando a la noche hasta el interior de su círculo. Los rayos del sol fisgonean a través de la estrecha protección y llaman a la puerta de la cabaña, o a la ventana, o a la chimenea, pero son tan débiles como el resplandor de mi quinqué, confiado y poco elegante, en el centro de la mesa de cedro. En Molo la noche llega pronto. En mi casa llega todavía antes, pero los establos no están cubiertos de sombra y los veo desde donde estoy sentada. Puedo ver las puertas herméticamente cerradas, una parte de la valla de los paddocks, un mozo de cuadra cansado que se marcha a cenar. El día de trabajo ha terminado, ha muerto como la hoja del calendario con su número. Pero el año está lleno de otras hojas, lleno de otros trabajos.

Hay encargos para mañana. Collarcelle necesita otra silla de montar porque la cincha le ha hecho una rozadura, un asunto para su mozo de cuadra. También está Wrack, el potro castaño, lo enviaré a una milla y cuarto, a tres cuartos de velocidad; lleva la cabeza demasiado baja para correr con filete de cadena con amarra, sólo anillos.

Está Welsh Guard. Él lo hará, es el hijo de Camciscan. ¿Botas para los tendones? Sus patas son firmes como bisagras de acero. Mañana día de galope, pero no para él; tiene el cuello pesado -trabajo lento con capucha para sudar-. Tirará, los buenos siempre tiran. Llevaré a Welsh Guard y así hacen tres.

Hay otros dos. Los entreno a cambio de la cabaña y sitio en la cuadra. Caballos estúpidos, demasiado viejos y desfavorecidos, pero un puesto de trabajo es un puesto de trabajo. Veamos...

Pienso. Garabateo notas. Me maravillo por los precios de la comida y muerdo el lápiz. Soy entrenadora de caballos, ya he conseguido la licencia. Seis semanas para el encuentro hípico de Nairobi, los pequeños hoteles llenos, las calles repletas de ruidos, todos los días las tribunas abigarradas con las ropas y el color de una docena de tribus y pueblos. Ganadores. Perdedores.

Dinero que cambia de mano. Entrenadores con el pecho hinchado, entrenadores con el pecho deshinchado explicando cómo podía haber sucedido, salvo por esto. Todos hombres. Todos sobrepasan mis dieciocho años, altivos por ser hombres, seguros de sí mismos, engreídos, tal vez desenvueltos. Tienen derecho a serlo. Conocen lo que saben, cosas que todavía debo aprender, pero no demasiadas, creo, no demasiadas, espero. Ya veremos, ya veremos.

Morder el lápiz no conduce a nada. Mis garabatos han finalizado, el precio de la comida es inflexible; es una pena que no pueda cambiarse por pensamientos.

Me levanto de la silla, me estiro y vuelvo a mirar hacia las cuadras, hacia el regimiento sin gracia de los árboles que me rodean. Pero no está tan mal. La semana próxima me han prometido dos caballos más para entrenar, mi cuadra va en aumento. Solo el trabajo crece demasiado.

Estoy encantada con mis mozos de cuadra. Me han seguido desde Njoro, sabiendo que los sueldos tardarían en llegar y no tendrían tanta comida ni otras cosas como antes. Pero, no obstante, me siguieron descalzos por el camino largo y desigual, se presentaron tímidamente buscando trabajo y, por supuesto, lo encontraron.

Sin embargo, los mozos de cuadra sólo pueden hacer ciertas cosas. Son chicos de establo; saben montar a caballo, almohazar, limpiar lo que haya que limpiar. No saben aplicar una venda de presión, ni tratar la cojera, ni juzgar la aptitud, ni manejar un caballo demasiado complaciente, ni siquiera uno enfadado. Esas cosas son mías, pero desde las cinco de la mañana hasta la caída del sol, por mucho tiempo que parezca, no es demasiado. Si hubiera alguien en quien confiar, alguien a quien conociera. Pero por supuesto no lo hay. Ahora no. Esto no es el Njoro de tiempos pasados cuando yo era una niña y tenía uno o dos amigos. Esto es el Molo de los nuevos tiempos, con nuevos amigos todavía en potencia. ¿Dónde están los antiguos? ¿Dónde están?

Retiro el despertador del estante que está junto a mi cama de hierro y empiezo a darle cuerda.

El quinqué de la mesa ya no tiene la competencia del sol. Se agazapa en la corona ámbar de su luz casi inútil y hace que las sombras decentes se retuerzan en sombras torturadas, vertiendo el color amarillo sobre las paredes de la cabaña de paja, la silla, el suelo de tierra.

Una lámpara antigua que no es de mi propiedad. Su base es de metal barato, con algunas muescas, el tubo manchado de hollín. ¿Cómo ha alumbrado las horas de cuántos hombres?

¿Cuántos hombres han garabateado, han comido y se han emborrachado bajo su luz? ¿Ha visto alguna vez el éxito?

Creo que no. Está arrugado y abandonado, está acostumbrado al fracaso, como si ningún hombre con una esperanza entre los dedos hubiera despabilado jamás su mecha. Su luz es triste. Es un ojo disoluto. Observando cómo arde, al final me he deprimido. Hago de él el símbolo de la desesperación, sólo por no ser más brillante, quizá porque no puede hablar.

Pero por lo menos yo puedo hablar aunque sólo sea sobre el papel. Hurgo en una alforja colgada de un clavo en la pared, encuentro la última carta de mi padre desde Perú, la abro para releerla y responderle.

Nunca el silencio es tan impenetrable como cuando el susurro del acero se esfuerza en atravesar el papel. Me siento en un laberinto de soledad pinchando sus bastiones con la punta de una pluma, pinchando, pinchando.

Como siempre mi puerta está abierta. También puede estar cerrada, no hay nada que ver salvo la noche. No hay nada que oír durante largo rato y luego oigo el sonido de unos pies descalzos que se dirigen hacia mí. Pero no hay cautela, tampoco hay ruido. Es el sonido franco de alguien acostumbrado a la oscuridad atravesando la guardia de árboles de mi palacio.

No levanto la pluma del papel, ni la cabeza. Espero una palabra y llega.

-Hodi.

La voz es suave, profunda, con un timbre que casi recuerdo, pero que no conozco. Es respetuosa y cálida, y encierra timidez. La única palabra en swahili dice: Estoy aquí, y su eco añade: ¿Puedes recibirme?

No necesito pensarlo. Ahora dejo la pluma y levanto la cabeza de la hoja de papel semitapiada.

Por alguna razón, siempre es una palabra de fiar. Hodi. Los que la hemos empleado sabemos que quemaría los labios de un embustero y convertiría en cenizas la lengua de un ladrón. Es una palabra tranquila, una palabra de honor, que pide una respuesta tranquila. Y hay respuesta.

Me levanto de la silla, miro a través de la puerta, no veo a nadie y doy la respuesta.

-¡Kaaribu!

He dicho: Ven, eres bienvenido.

No conozco al hombre que aparece, al joven detenido en el umbral envuelto en una shuka de guerrero. Es alto, lleva un cinturón de cuentas del que cuelgan un garrote y una espada con la vaina de color rojo brillante. Colas de monos Colobus rodean sus tobillos; en su cuello se balancea la mandíbula hueca de un león colgado de una cadena. Es alto y tan silencioso como la noche a sus espaldas. No avanza, permanece en el umbral.

No tengo nada que decir. Me quedo de pie y espero, dejando que la luz engañosa ponga en ridículo mi memoria. Me adelanto hasta la mesa de cedro. Miro su cabello oscuro, que forma una espesa trenza, la barbilla prominente -los ojos-, las mejillas, las manos...

Mi propia mano se adelanta como si no formara parte de mí. El joven dice:

-He venido a ayudar, a trabajar para ti si puedes emplearme. Soy Arab Ruta.

Y ahora veo, ahora sé.

Es el pequeño Kibii del secreto de la Garceta, el Kibii de los días desvanecidos, nacido de nuevo.

Ahora me pregunto ¿cuánto tiempo estuvimos hablando, cuánto tiempo estuvimos en la mesa de cedro, junto a la lámpara -la buena lámpara, la lámpara alegre transformada en personaje, no ya doblada, sino inclinada hacia nosotros para prestar su luz a unos viejos compañeros? Tal vez una hora, tal vez tres. Cada uno de nosotros teníamos un diario para leer que, aun sin estar escrito, recordábamos bien y también un receptor.

Le hablé de Njoro, del fin de la granja, de cosas sucedidas y de cosas que esperaba sucediesen.

Nos reímos de algunas porque éramos mucho mayores; hablamos en serio de otras porque éramos todavía tan jóvenes...

Él habló de su vida desde que le entregaron esa lanza tan deseada y que había hecho de él un murani. Kibii era alguien a quien él apenas conocía. Kibii se había marchado, Kibii era literatura.

Éste era un guerrero y un hombre de ideas serias.

-El mundo es un lugar grande -dijo-. He ido hacia el norte, hasta el Uasin Gishu, al sur más allá de Kericho, y he pisado las laderas del Ol Donia Kenya. Pero vaya donde vaya el hombre siempre queda más mundo en sus hombros, o tras sus espaldas, o ante sus ojos, por eso es inútil continuar.

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