Read Al Oeste Con La Noche Online
Authors: Beryl Markham
He cazado búfalos y leones, y he comerciado con ovejas junto a un lugar llamado Soyamu, y he hablado con otros hombres en todos estos sitios. Después un hombre vuelve a su hogar y no es mucho más sabio.
-Entonces, ¿estás decepcionado, Arab Ruta? Cuando eras un niño, cuando eras Kibii, no hablabas así.
-Un niño no habla como un hombre. El mundo no me ha enseñado más de lo que me enseñó mi padre, y no más de lo que aprendí de Arab Togom.
-No conozco a Arab Togom.
-Fue a quien mi padre eligió para prepararme para la circuncisión y creo que me preparó bien.
Es un murani de la edad de mi padre y un hombre muy sabio. Me contó la historia de mi pueblo y me dijo cómo un hombre debe vivir su vida, hablar en voz baja y guardarse la furia hasta que la necesite, como esta espada que cuelga de mi cinturón. Me contó cómo Dios entregó la primera semilla de todo el ganado que vive a cargo de mi pueblo y que mi tribu no puede morir si economiza este regalo. Me habló de la guerra, de cómo el alma de un hombre se marchita, al igual que el rostro de una vieja si pierde el deseo de luchar. Arab Togom me dijo estas cosas. Cómo come un hombre y cómo ama un hombre para seguir siendo un hombre y no un toro de la manada, o una hiena que desgarra una presa.
-Ahora finalmente estoy casado, pero primero aprendí estas formas de vida. Entre ellas está la obediencia a la ley; la obediencia a mi corazón forma parte de ellas. He conocido a hombres los cuales han visto más mundo que yo. Conozco a uno que incluso se ha metido hasta las rodillas en el agua que nunca termina y sabe a sal; otro ha vivido en un pueblo tan grande que sólo un hombre de cada cien conoce el nombre de su vecino. Estos hombres también tienen sabiduría. Es otra sabiduría y no creo sea mala, pero lo que he aprendido de mi padre, Arab Maina, a quien recuerdo bien, y de Arab Togom, me parece suficiente para vivir.
-¿Has aprendido tú, Memsahib, durante estos años más de todo esto?
De Kibii a Arab Ruta -¡de Beru a Memsahib!- esta palabra pomposa que termina con mi juventud y siempre me recuerda su fin...
Lo que un niño no sabe y no quiere saber de raza, color y clase, lo aprende demasiado pronto, pues al crecer ve que a cada hombre se le introduce inexorablemente en alguna ranura predestinada, como se mete un penique o un soberano en una bandeja para monedas. Kibii, el niño nandi, era mi buen amigo. Arab Ruta, el que se sienta ante mí, es mi buen amigo, pero el apretón de manos será más corto, la sonrisa no será tan amplia en sus labios y, aunque por un momento el camino es el mismo, él ahora andará detrás de mí cuando, una vez, en la sencillez de nuestra juventud andábamos juntos.
No, amigo mío, no he aprendido más. Ni en todos estos años he conocido a mucha gente que haya aprendido tanto.
Así pues, los días en Molo se hicieron más fáciles. Arab Ruta no había olvidado lo que sabía sobre caballos. Se hizo cargo de parte de mi trabajo; con el tiempo se trajo a su mujer a vivir allí. Mi responsabilidad aumentó de cinco a ocho caballos, después a diez, hasta que mi cabaña de paja, los modestos establos, incluso los alojamientos de Ruta y los mozos de cuadra ya no nos parecían lugar para nosotros y pensé en otros lugares. Pensé en Nakuru, en pleno valle de Rift, un sitio donde el tiempo era más cálido, las cuadras mayores y había una especie de pista de carreras. Y en esto le di la razón a Pegaso, la razón que él nunca abandonó, sino que mantenía día tras día siempre que lo montaba, cuando lo llevaba hacia casa, hacia el camino que nos trajo hasta Molo, en un esfuerzo obstinado. Él seguía diciendo: ¡Éste no es sitio para nosotros!.
Pero siguió siéndolo, porque ocurrió una cosa.
Soy incapaz de hacer una observación profunda sobre la forma de actuar del Destino. Por lo que parece, se levanta a primera hora, se acuesta muy tarde y actúa con la máxima generosidad con la gente que le aparta de su camino cuando se lo encuentra. Es una conclusión cómoda y no servirá para dejar a un lado las restantes especulaciones al respecto, pero ahora, siempre que pienso en Molo, me veo obligada a pensar un poco en el Destino, y no consigo explicarme nada. Al menos me parece extraordinario que, caso de no haber ido a Molo, nunca habría ido a Nueva York, ni aprendido a pilotar una avioneta, ni a cazar elefantes ni, en realidad, hubiera hecho otra cosa salvo esperar la sucesión de los años, uno tras otro.
Siempre he creído que los cambios importantes y emocionantes de la vida se produjeron en algún cruce de caminos del mundo, en donde la gente se encontró, construyó edificios altos, comerció con las cosas fabricadas por ellos mismos, rió, trabajó y se aferró al tiovivo de su civilización como las cuentas en las faldas de un derviche. En el mundo que yo imaginaba todos iban jadeantes; todos se ponían en marcha al compás de una música precipitada, la cual yo esperaba no oír jamás. Nunca lo he anhelado demasiado. Su carácter era literario e inalcanzable, como el recuerdo infantil de la Bagdad de Scherezade.
Pero Molo estaba al otro extremo del sueño, en el extremo despierto. Era alcanzable, era plácido, era aburrido.
¿Qué otra cosa aparte de vulgaridades podría derivar del encuentro de dos personas en aquel pedazo elevado de tierra? ¿Cómo puede cambiar el curso de una vida por una palabra que se pronuncia en una polvorienta carretera, una carretera como el arañazo de un alfiler, efímera y débil de por sí en la dura corteza de una montaña de África? ¿Dónde caería la palabra salvo en el viento?
Un día, íbamos Pegaso y yo por la carretera y nos encontramos con un desconocido. No llevaba caballo. Estaba de pie en el sendero junto a un automóvil atascado e impotente, intentando con las manos llenas de mugre arrancar un rugido de vida a su motor muerto. Trabajaba en un revoltijo de sol y grasa y sudor, la única figura móvil en una escena de pequeña frustración sin ninguna inspiración. Sin embargo, sus manos eran pacientes. El hombre era joven y permanecía impasible, pero su comportamiento era similar al de cualquier otro hombre que estuviera inclinado haciendo lo mismo que él.
En África la gente aprende a ayudarse mutuamente. Viven de las balanzas de pago de pequeños favores concedidos por ellos y que algún día pueden pedir su devolución. En cualquier país casi vacío de seres humanos, el ama a tu prójimo no es tanto un mandato piadoso como una norma de supervivencia. Si te encuentras con alguien con problemas, párate; otra vez puede pararse él.
-¿Puedo ayudarlo?
Me había bajado de Pegaso; las patas del poney estaban rígidas y tensas; miraba con miedo y desconfianza la aparición singular de acero y goma. Yo ya había visto motores antes -los grandes motores del molino de Njoro- y, en lo que respecta a los coches, mi padre tuvo uno de los primeros y había visto otros en visitas esporádicas a Nairobi. Los había a raudales, pero pocos llegaban a una altura como la de Molo. Yo sabía lo que pasaba; sabía que se quedaban sin gasolina, o se les desinflaban las ruedas o, simplemente, se estropeaban.
El desconocido se dio la vuelta, sonrió y negó, con la cabeza. No, no podía ayudar. Los motores eran objetos caprichosos. Se debían cuidar. Llevaba semanas cuidando a éste y se había acostumbrado a él.
-¿No le parece aburrido?
Limpiaba la grasa de unos alicates y se encogió de hombros, mirando al sol de reojo. No.
Bueno, sí, a veces, por supuesto. En ocasiones, le resultaba horriblemente aburrido. Pero se necesita tener algo por lo que preocuparse, ¿no? No se puede sentar uno en este antepecho de África y ver cómo pasan las nubes.
-Supongo que no.
Me senté en un montículo de hierba, sujetando las riendas, casi apoyada contra las piernas de Pegaso. No había sitio para atar un caballo; no había nada, salvo praderas con ondulaciones que se sucedían como olas pausadas hasta romperse contra la pared del cielo. No había nubes para observar. El automóvil, un dibujo chocante en este lienzo sencillo, era un intruso; era como si un niño hubiera pegado la foto de un juguete absurdo en un cuadro conocido desde hace tiempo. El joven dejó caer los alicates y se sentó sobre sus talones. En sus ojos inteligentes brillaba una chispa de humor. Tenía unos seis o siete años más que yo, pero tuvo la amabilidad de demostrar tolerancia.
-Sé lo que está pensando. El coche aquí parece ridículo; su caballo parece natural. Pero el progreso no se detiene, ¿sabe? Un día, cuando se construyan carreteras, en todo este país retumbarán trenes y coches y nos acostumbraremos.
-No creo que nos acostumbremos. Los trenes que yo he visto son asquerosos y ni siquiera usted puede tener muy buen concepto del coche.
Su sonrisa indicó que estaba de acuerdo.
-No demasiado. Tengo una pequeña granja junto a Eldama Ravine. Si alguna vez la pago, me compraré un avión; volé en uno durante la guerra y llegó a gustarme; mientras tanto, el coche me mantiene ocupado...
Yo había oído hablar de los aviones; éstos también pertenecían a Bagdad. La gente hablaba de ellos, mi padre había hablado de ellos, la mayoría de las veces agitando la cabeza. Parecían inventos interesantes y había hombres que se subían en ellos e iban de un lugar a otro, nunca supe por qué.
Parecía algo tan distante, tan lejos del calor y del curso de la vida y del ritmo que fluye con ella.
Se apartaba demasiado de las cosas conocidas como para que pudiera gustar, o como para creer en ello. Un hombre no era un pájaro -cómo se hubiera reído Arab Maina de eso-, ¡hombres deseosos de tener alas! Le habría recordado una leyenda.
-Cuando vuelas -dijo el joven- te invade un sentimiento de posesión que no tendrías aun siendo el dueño de toda África. Sientes que todo lo que ves te pertenece, todas las piezas se unen, y el conjunto es tuyo, pero no es tuyo porque lo quieras sino porque cuando estás solo en un avión no hay nadie para compartirlo. Está allí y es tuyo. Te hace sentirte superior a como eres, más cerca de ser algo que has percibido serías capaz de ser, pero que nunca has tenido el valor de imaginártelo en serio.
¿Qué habría dicho Arab Maina a eso? Arab Maina, con su deseo de caminar por un sendero uniforme con los pies descalzos, con los ojos en la tierra, su gran lanza en la mano y su vanidad sepultada en el corazón. Habría encontrado una leyenda para ello.
Habría dicho: ¡Escucha, Lakwani! Había una vez un cachorro de leopardo que encontramos por los caminos, de esos demasiado pequeños para vivir solos... y un día ese cachorro de leopardo. . . .
Eso es lo que habría dicho Arab Maina, eso y más. Pero yo no dije casi nada. Vi cómo aquel hombre arreglaba su motor estropeado en aquella carretera como el arañazo de un alfiler, bajo un sol que hacía arder el metal en sus manos y vi que no estaba loco, como máximo era un soñador.
Decía esas cosas no para mí, por supuesto (yo era únicamente el auditorio de su sueño), sino para sí mismo. Y sus sueños eran serios. Eran sueños serios y, con el tiempo, los hizo realidad.
Tom Black no es un nombre que buscara a tientas la gloria en un titular o que diera de lado a otros nombres para tener espacio y pavonearse. Puede encontrarse en las breves listas de los hombres que calculaban los vuelos en términos de horas o días, en vez de en palmos de columnas.
Fue un gran triunfo cuando en 1934, él y Charles Scott hicieron un recorrido de once mil millas por el mundo, en el rojo y brillante Comet. Hubo otros vuelos que encontraron la aceptación del público. Todos ellos fueron diversiones. Si un hombre posee algo de grandeza, ésta sale a la luz no en una hora especial, sino en el libro mayor de su trabajo diario.
Vi el libro escrito. Pero después de aquel día en la carretera de Molo transcurrieron muchos otros, pasaron tantos antes de volver a encontramos...
Monté en Pegaso y dije adiós con la mano; a mis espaldas oí que el motor cansado despertaba a la vida y cantaba con voz cascada y sin música. Y el chapucero feliz que lo había hecho revivir era empujado de nuevo por su camino de sueños, envuelto en una nebulosa de polvo.
Había sido generosa con un desconocido. Me había dejado una palabra, me había lanzado la llave de una puerta cuya existencia ignoraba y que todavía debía encontrar.
Todas las piezas se unen y el conjunto es tuyo... Una palabra crece hasta hacerse pensamiento, un pensamiento hasta hacerse idea, una idea hasta hacerse acto. El cambio es lento y el Presente es un viajero perezoso que holgazanea por el sendero que el Mañana quiere tomar.
Pensamientos revueltos -pensamientos sin reposo-, ¡pensamientos absurdos! Júntalos. ¿Quién ha oído que el Destino lleve unos alicates en la mano?
-Venga Pegaso, estira esas bonitas patas, ¡ya casi es la hora de comer!
XIII
NA KUPA HATI M'ZURI
El ruso de la mandíbula roja mira con los ojos entrecerrados por encima de su vaso de vodka, traga y resopla desde el fondo de su vientre.
-¿Leopardos? -dice-. ¡Bah! Yo he luchado con lobos de Siberia con una navaja. Escuche, amigo, una vez en Tobolsk...
Yo en Oxford -dice el hombre que está a su lado-, ¿cantamos?
-Espere a que pare la orquesta.
-¿Cazador blanco? Usted querrá lo mejor, viejo. Coja a Blixen si puede, o a Finch-Hatton. El valle de Rift no es Hyde Park, sabe...
-En América hacemos lo más grande que hay. Mire Chicago ahora...
-¿Champagne, Memsahib?
-Sólo un poco... gracias. ¿Qué estaba diciendo? ¿Ese de las gafas es Lord Delamare?
-No. El del pelo largo. Nunca falta a un encuentro hípico. Nunca falta a ninguno.
-¡El viejo Muthaiga Club!
-¡El viejo Haig and Haig!
-¡La vieja Harrow!, ¡Un brindis por Harrow!
-Eton, querrá decir -bailemos, bailemos juntos-, firmes para el saludo...
-Hace cuarenta años...
-¡Señores! ¡Señores! -un tipo algo borracho que hacía eses como una palmera mecida al viento, mira severamente por encima del mar de la juerga y pide que se calme, pero no tiene poder. El mar se encrespa, lo engulle en un solo trago de risas, y rueda y rueda.
Que suene la música. Y hay música.
-¡Beryl! Te he estado buscando...
La figura tranquila y delgada de Eric Gooch aparece a mi lado.
Hay sencillez en las líneas rectas de su rostro, sus ojos son azules, cándidos y exentos de preocupación. Es un granjero dedicado desde hace años a la crianza sin quejarse. Le gusta. Le gustan todos los animales y, en especial, los caballos. Su potra, Wise Child, está en mi cuadra.