Al Oeste Con La Noche (15 page)

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Authors: Beryl Markham

No supo qué le hizo temblar aquella mañana al ver a la potra castaña, o cómo sucedió que de repente llegó a sus propios oídos una voz salida de su garganta, extraña y distante, sobresaltándole.

Vio que su dignidad resbalaba como resbala una manta de su grupa, y el orgullo, el cual jamás le había abandonado, se desvaneció vergonzosamente en un instante.

Vio a la potra tersa, joven, en actitud de paso lento, de pie en el campo abierto, atendida por cuatro hombres negros. Sin ninguna razón le habían llevado a ese campo y sin ninguna razón hacía un gran esfuerzo contra el dominio que ejercía esa potra.

Camciscan la llamó con un tono extraño, tanto para él como para ella, pero debía haber en él algún peligro. Era un sonido nuevo que ni él mismo conocía. Se dirigió hacia ella con la cabeza alta, levantando sus patas fuertes, y la potra se deshizo a coces de las correas que la sujetaban y huyó, gritando con una voz tan apremiante como la del caballo.

Por primera vez había intercambiado con alguien la soledad de su vida, pero lo único logrado con su buena voluntad fue la humillación del rechazo y el desdén. Pudo entender eso, pero no más.

Volvió a su cuadra sin temblar. Volvió caminando con pasos tranquilos, uno igual al otro.

Cuando llegó la muchacha como hacía siempre y con sus dedos flexibles formó una masa con los pelos desprendidos de su piel brillante y le pasó el cepillo, él volvió la cabeza y la miró aceptando la caricia suave de su mano, pero sabía que la antigua furia le poseía de nuevo. Había llenado su corazón hasta hacerle estallar y le hizo dar la vuelta, agarrar con los dientes su espalda delgada, morderla hasta que el cepillo cayó de su mano y arrojar su cuerpo contra la pared más apartada del box. Permaneció allí tumbada durante mucho tiempo, acurrucada en la cama pisoteada, y él se quedó de pie sobre ella, temblando, sin tocarla con ninguna de sus patas. No la tocaría. Habría matado a cualquier criatura viva que la tocara, pero no sabía por qué era así.

Un rato después, la muchacha se movió y se arrastró hasta el exterior del box y él arañó la cama hasta llegar al suelo de tierra, sacudiendo la cabeza arriba y abajo para dejar escapar su furia.

Pero al día siguiente allí estaba otra vez la muchacha, en el establo. Le limpió como le hubiera limpiado cualquier otro día y el tacto en su cuerpo era el mismo, salvo que había en él una firmeza nueva y Camciscan sabía, sin saberlo, que era un desafío a su fuerza, a su furia y a su soledad.

Nada fue distinto durante el paseo de la mañana. Los hombres negros trabajaban con los demás caballos y alrededor de los establos en sus puestos habituales, con sus movimientos habituales. El gran árbol contra el que había arrojado a la muchacha seguía estando allí, formando el mismo charco de sombra; las abejas, como balas de oro, entrecruzaban el aire sin resistencia; los pájaros cantaban o simplemente se sumergían en el cielo y salían de él. Camciscan sabía que la mañana transcurría lenta por ser tan tranquila. Pero también sabía que eso sucedería; sabía que aparecería su rabia y se encontraría con la rabia de la muchacha.

Para entonces comprendió, a su manera, que la chica le quería. También ahora comprendió por qué cuando yacía lastimada en su box no pudo pisotearla con los cascos, ni permitir que ningún otro ser vivo la tocara, y la razón le asustaba.

Llegaron a una zona llana en la verde colina y él se detuvo de repente, le escocía el sudor en el cuello color bayo rojizo y en los ijares color bayo rojizo. Se detuvo porque éste era el lugar.

La chica montada a su grupa le habló, pero él no se movió. Sintió la rabia de nuevo y no se movió. Por vez primera los talones se clavaron en sus costillas con brusquedad, y permaneció inmóvil. Sintió cómo la mano relajaba las riendas que le sujetaban la cabeza, de forma que casi estaba libre. Pero ella no habló; le golpeó con los talones brutalmente, y le hizo daño, y él se dio la vuelta y, descubriendo sus dientes, intentó hundirlos en la pierna de la muchacha.

La muchacha le golpeó en el hocico con una fusta, fuerte y sin piedad, pero fue el acto más allá del dolor lo que le sobresaltó. La alquimia de su orgullo transformó el dolor en una rabia ciega. La mordió de nuevo y ella le golpeó de nuevo haciendo arder la fusta contra su carne. Giró hasta que su mundo fue un cono de polvo amarillo, pero ella se agarró a su lomo, ingrávido, y le azotó con un ritmo infatigable.

El caballo se empinó, cortando la nube de polvo con los cascos. Corcoveaba y daba coces, y sintió el mordisco del fino látigo en sus cuartos traseros, una y otra vez, hasta que quedaron enrojecidos de dolor.

Sabía que podría aplastarla con su peso. Sabía que si se levantaba demasiado, caería hacia atrás, y eso le horrorizaba. Pero ni la muchacha ni el terror lo dominaban. Se empinó hasta que el suelo desapareció ante él y sólo vio el cielo a través de sus ojos hinchados y, pulgada a pulgada, volcó sintiendo la fusta en la cabeza, entre las orejas, contra el cuello. Empezó a caer, y volvió el terror, y cayó.

Cuando supo que la muchacha no había quedado atrapada bajo su peso, su rabia desapareció con la misma velocidad con que el viento sacudiera el polvo. No había razón, pero así fue.

Se levantó, revolviéndose torpemente en el aire, y la chica se quedó mirándolo, sujetando todavía las bridas y la fusta, y con polvo enredado en su pelo pajizo.

Se volvió hacia él, le tocó las partes heridas de su cuerpo y le acarició el cuello, y la garganta, y la zona entre los ojos.

Al rato saltó de nuevo sobre su lomo y se fueron por la conocida carretera, despacio, sin ningún sonido salvo el de los cascos del caballo.

Camciscan siguió siendo Camciscan. Con respecto a él, nada cambió, nada fue distinto. Si en la granja había caballos que relinchaban ante la proximidad de algunos hombres, o abandonaban su nobleza característica ante los presentes normales de criaturas normales, él no era uno de ellos.

Conservaba una herencia de arrogancia y la amaba. Si en una ocasión se había rendido a una voluntad tan terca como la suya propia, ni siquiera eso había hecho mella en su espíritu. La muchacha había triunfado, pero en algo tan pequeño...

Cada mañana se retiraba al rincón apartado de su establo mientras ella trabajaba. A veces temblaba todavía y una vez, una noche de tormenta y de viento nervioso, llegó ella y se tumbó en la cama limpia bajo su pesebre. Él la observó mientras había luz, pero al oscurecer y cuando seguramente ella ya estaba dormida se acercó, bajó un poco la cabeza, respiró con calor por sus ollares dilatados y la olfateó.

Ella no se movió y él tampoco. Durante un momento le agitó los cabellos con sus belfos suaves.

Y después levantó la cabeza tan alto como nunca lo había hecho, y permaneció quieto, con la chica a sus pies, durante toda la tormenta. No pareció una tormenta fuerte.

Al llegar la mañana, ella se levantó, lo miró y le habló. Pero él estaba en el rincón más apartado, donde siempre. No la miraba a ella sino al amanecer y a las nubes calientes de su aliento contra el frío.

X

¿HUBO UN CABALLO CON ALAS?

Sobre el escritorio de mi padre reposa el libro negro, voluminoso e importante. Tiene las tapas un poco dobladas; el peso de sus dedos y de los míos han abarquillado sus páginas, pero no están amarillas. La escritura es audaz, incluso orgullosa en algunos sitios, como al registrar nombres como éstos: Little Miller - Ormolu - Véronique. Todos ellos pertenecen a yeguas pura sangre de un linaje tan antiguo como las rocas de una colina inglesa.

El nombre de Coquette está inscrito con más gravedad, sin ostentación, casi con duda. Es como si dijera: aquí hay una chica, bonita como ninguna, pero introducida por matrimonio en una familia cuya respetabilidad está por encima de su linaje o de sus máximas esperanzas.

De hecho, la breve carrera de Coquette tiene muy pocos altibajos; sus antecedentes, aun sin ser oscuros, indican una clase un tanto inferior a la finura deslumbrante de sus compañeros de cuadra.

Sin embargo, el hecho de no ser inglesa apenas está considerado como una fatalidad, ni siquiera por parte de los ingleses, aunque sí resulta lo suficientemente grave como para justificar la compasión. Coquette es abisinia. Es pequeña y de color amarillo oro, con la cola y las crines de un blanco inmaculado.

Coquette llegó de Abisinia de contrabando, porque los abisinios no permiten la salida del país de las buenas yeguas nativas. No recuerdo quién hizo el contrabando, pero supongo que mi padre le perdonó al comprarla. Debió de hacerlo con un ojo cerrado y el otro fijo en las líneas del cuerpo vigoroso de la yegua.

Mi padre era, y es, un ciudadano del reino observador de la ley, pero si alguna vez se desvía del camino de la rectitud, no será el oro o la plata lo que le seduzca sino, con mayor probabilidad -creo-, los contornos irresistibles de un caballo magnífico pero difícil de conseguir.

Para él, un caballo bonito es siempre una experiencia. Es una experiencia conmovedora de esas que se echan a perder con palabras. Siempre ha hablado de caballos, pero su amor por ellos nunca se ha deshecho en una madeja de adjetivos vulgares. A los setenta años, compitiendo con los entrenadores favoritos de Sudáfrica, su nombre encabeza la lista de ganadores del centro de apuestas de carreras de Durban. A la vista de estas y otras cosas pido disculpas por sentirme tan evidentemente impresionada por mi propio padre.

Salió de Sandhurst con un conocimiento de tanto peso del griego y del latín que habría abrumado a un hombre de menor categoría. Podría haber sucumbido como un nadador en el mar, luchando con una tablilla alejandrina debajo de cada brazo, pero nunca permitió que su educación le venciera. Ganó todos los premios que había con sus traducciones de Ovidio y de Esquilo y después se dedicó a las carreras de obstáculos, hasta convertirse en uno de los mejores jinetes aficionados de Inglaterra. Se arriesgó con África y con los caballos; nunca se lamentó por las pérdidas, ni se vanaglorió de las ganancias.

A veces soñaba con el libro negro y voluminoso, casi como sueño yo ahora, ahora que los nombres no son más que nombres y los bisnietos de aquellas madres elegantes y aquellos sementales auténticos están dispersos, como una familia rota.

Pero todos los grandes personajes reviven al recordarlos, incluso los grandes caballos.

Coquette fue grande a su manera. Ganó carreras, a pesar de que nunca sintió curiosidad por el mundo, y me dio mi primer potro.

Todo se remonta al libro negro y voluminoso. Y hay que retroceder mucho.

Reposa allí, impecable, porque está demasiado sobado, y yo ya soy mayorcita y estoy cargada de deberes inflexibles como los de un sargento de instrucción, pero más agradables. Kibii es mi cabo, pero en estos días suele marcharse de la granja, ocupado en tareas nuevas y enigmáticas.

Mi personal está compuesto por dos hombres: el flaco Otieno y el gordo, gordo Toombo.

Es una mañana de noviembre. En noviembre algunos lugares del mundo son grises como un mar septentrional, y más fríos. Algunos están plateados por el hielo. Pero no Njoro. En noviembre, Njoro y todas las Highlands esperan su ración de lluvia suave y templada que ofrecen con regularidad uno u otro de los dioses nativos -kikuyu, masai, kavirondo- o el Dios del hombre blanco, o tal vez todos los dioses conocidos trabajando en amor y compañía. Noviembre es un mes de bendición y nacimiento.

Abro el libro negro y paso el dedo por una de sus páginas más recientes. Llego a Coquette.

El libro dice:

COQUETTE

Fecha de apareamiento Semental

20/1/1917 Referee

Once meses para una yegua. Cruzada con Referee -pequeña, perfecta, valiente como un guerrero, suave como una moneda-, Coquette tiene que parir en cuestión de días. Cierro el libro y llamo a Toombo.

Llega, o mejor, aparece; es una aparición de ébano. En este mundo de cosas extremas no hay nada más negro que Toombo, nada más redondo que su vientre, nada más amplio que su sonrisa.

Toombo es el genio bueno, el que nunca se quedó encerrado en la botella. De repente llena la puerta de entrada como si se hubiera encajado en ella, como una piedra fina engastada en un dije.

-¿Me llamas, Beru, o es a Otieno?

No importa cuántas veces el oído del nativo o del indio escuche el nombre de Beryl, de sus labios sale Beru. Por muy suave que sea una palabra en inglés, no existe ninguna que traducida al swahili no pueda suavizarse más.

-A los dos, Toombo. El día de Coquette está muy cerca. Hemos de empezar la vigilancia.

La sonrisa abierta de Toombo se extiende por su cara amplia como una onda en un estanque.

Para él, nacimiento y éxito son sinónimos; la ruptura del cascarón de un huevo de gallina es un triunfo, o incluso el estallido de una semilla. Su propio nacimiento es el mayor éxito de su vida.

Sonríe abiertamente hasta que ya no queda sitio para la sonrisa y los ojos, por lo que los ojos desaparecen. Se da la vuelta, atraviesa la puerta arrastrando los pies y le oigo gritar a Otieno con su voz grave.

Los misioneros ya han montado sus tiendas en el país de los kavirondo, que es el hogar de Otieno. Ya han librado un torneo con los antiguos dioses negros e incluso han derribado a unos cuantos. Han trocado una Biblia tangible por un puñado de supersticiones intangibles; la mente de los kavirondo es un campo fértil.

La Biblia de Otieno (traducida al jaluo, idioma que él lee) le ha convertido en cristiano y en búho nocturno. Noche tras noche, se sienta en el círculo amarillo de su quinqué y hojea las páginas.

Es infatigable, insomne, seguro como la luz del día... y medio místico. Dejo que se encargue, junto con Toombo, de la vigilancia nocturna del box de Coquette, sé que nunca da cabezadas.

Acepta la tarea con una gravedad piadosa, como debe ser. Alto y de ojos oscuros, está donde está Toombo. Si no fuera por la mañana, y si no hubiera trabajo que realizar, y si aquél no fuera el estudio de mi padre, Otieno se acariciaría con timidez la pantorrilla de su pierna negra con la planta de su pie negro y me contaría la historia de la mujer de Lot.

-He leído en el Libro -empezaría- un acontecimiento extraño...

Pero pronto va a suceder algo más habitual, aunque tal vez igual de extraño, y Otieno sale, y yo cierro el libro negro y le sigo hasta los establos.

¡Ah, Coquette! ¿Cómo una criatura digna de un nombre tan alegre puede volverse tan desaliñada? En cierta ocasión fue pequeña, vivaracha y dorada, pero ahora carece de atractivo y forma, con el peso del potro que le dobla las delgadas cuartillas y con los menudillos que parecen estar a punto de tocar el suelo; sus cascos son de plomo. Ha visto tantas cosas; las colinas y las llanuras salvajes de Abisinia, toda esa tierra profunda y agreste camino de Njoro, todos aquellos pueblos diferentes, aquellas razas diferentes, aquellos árboles y aquellas rocas diferentes. Coquette ha visto el mundo, pero sus ojos brillantes y juiciosos ahora no son tan brillantes. Pronto serán más juiciosos.

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