Al Oeste Con La Noche (14 page)

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Authors: Beryl Markham

La ligereza de las danzas kikuyu siempre chocaba a Kibii. Pensaba que las danzas emotivas parecían carnales y las puramente espirituales carecían de dignidad. Pero creo que en su impaciencia había un toque de vanidad tribal.

En cualquier caso fueron pocos los ingomas kikuyu en cuyo auditorio no estuviéramos incluidos Kibii el crítico y yo.

Cuando el borde de la luna se recortaba en la noche y en la pradera, llana y cubierta de hierba, situada tras la loma del Rancho Ecuador, había luz suficiente como para recibir las sombras de los cuerpos en movimiento, los bailarines formaban un corro. Las chicas iban rapadas y las cabezas de los muchachos resplandecían en largas trenzas adornadas con plumas de colores. Los jóvenes llevaban en las piernas cascabeles metálicos en forma de conchas de caurí y de sus nalgas colgaban y se balanceaban pieles de gatos cervales. Llevaban colas blancas y negras de monos Colobus que, cuando el baile estaba en marcha, retorcían como si de serpientes se tratara. Las voces de los cánticos formaban parte de África hasta tal punto y con tal rapidez armonizaban con la noche, el campo abierto y tranquilo, y los laberintos del bosque que formaba su origen, que parecía una música sin sonido. Era como una voz sobre otra voz, cada una del mismo timbre.

Los jóvenes y las muchachas formaban un amplio círculo, con los brazos de unos sobre los hombros de otros. La luz blanca de la luna bañaba sus cuerpos negros y los oscurecía más. En el centro del corro se quedaba solo un cabecilla y empezaba el canto; hacía saltar la chispa de su canción, la cual prendía en la chispa de su juventud y recorría el círculo como una llama. Era una canción de amor, del amor de este hombre y de aquél. Era una canción que variaba tantas veces como jóvenes hubiera para proclamar su virilidad y duraba mientras hubiera muchachas que vibraran en aplausos.

El cabecilla se agitaba en el centro del círculo. El volumen del coro aumentaba, los pies de los danzantes iniciaban su machaqueo rítmico, el compás de la canción crecía. El cabecilla cantaba y daba saltos en el aire juntando los talones, dando ritmo a la canción. Sacudía la cabeza de un lado a otro con el cuello rígido; los pechos de las chicas subían y bajaban con la energía de la danza mientras el coro tomaba la última frase de cada verso, y ésta pasaba por cientos de gargantas una y otra vez.

Cuando el cabecilla estaba agotado otro le sustituía, y después otro, y otro, pero el que más tiempo aguantaba y el que saltaba más alto era el héroe de la noche, cuya corona forjaban las sonrisas de las muchachas.

El baile terminaba casi siempre al amanecer, pero, a veces, Kibii y yo nos íbamos de noche.

Nos gustaba caminar en la oscuridad, pasar por la linde del bosque y escuchar el grito estridente del hyrax
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y el ruido de los grillos, que sonaba como el golpeteo de un millón de tijeras.

-Cuando empezó el mundo -decía Kibii- todos los animales, incluso el camaleón, tenían una tarea que desempeñar. Lo aprendí de mi padre y de mi abuelo, y todo nuestro pueblo lo sabe.

-El mundo empezó hace mucho tiempo -decía yo-, mucho más tiempo del que nadie podría recordar. ¿Quién puede acordarse de lo que hacía el camaleón cuando empezó el mundo?

-Nuestro pueblo recuerda -decía Kibii- porque Dios se lo dijo a nuestro primer ol-oiboni, y éste se lo dijo al siguiente. Cada ol-oiboni antes de morir repetía al nuevo lo que Dios había dicho y por eso sabemos estas cosas. Sabemos que el camaleón está maldito por encima de los demás animales porque, de no haber sido por él, no habría muerte.

-Fue así -decía Kibii:

Cuando el primer hombre fue creado vagaba solo por el gran bosque y por las llanuras, y estaba muy preocupado porque no podía recordar el ayer y no podía imaginar el mañana. Dios lo vio y envió al Camaleón al primer hombre (que era un nandi) con un mensaje, diciendo que nunca habría cosas como la muerte y que el mañana sería como el hoy y los días nunca se pararían.

Mucho después de haber salido el Camaleón -decía Kibii- Dios envió una Garceta con un mensaje distinto, en el que decía que habría una cosa llamada muerte y que, en algún momento, ya no existiría el mañana. "El mensaje que antes llegue a oídos del hombre -advirtió Dios será el mensaje válido."

Pero el Camaleón es un animal perezoso. Sólo piensa en comida y únicamente mueve la lengua para conseguirla. Se retrasó tanto en el camino que llegó a los pies del primer hombre un momento antes que la Garceta.

El Camaleón empezó a hablar, pero no pudo hacerlo. Con la emoción de intentar dar las noticias de una vida eterna antes de que hablara la Garceta, el Camaleón lo único que hizo fue tartamudear y cambiar de color como un estúpido. Entonces, con voz tranquila, la Garceta dio el mensaje de la muerte.

Desde entonces -decía Kibii- todos los hombres han muerto. Nuestro pueblo conoce este hecho.

En aquellos tiempos, yo era lo bastante ingenua como para meditar sobre la veracidad de tales fábulas.

Con el transcurso de los años he leído y oído comentarios más eruditos sobre temas similares; Dios ha pasado a ser una entidad desconocida, el Camaleón se ha convertido en x y la Garceta en y.

La vida continúa hasta que la muerte la interrumpe. Las preguntas son las mismas, pero los símbolos diferentes.

No obstante, el camaleón es un tipo alegre, si no perezoso, y la garceta es un pájaro bonito. Sin duda existen mejores respuestas, pero, de todas formas, actualmente prefiero las de Kibii.

IX

EXILIADO REAL

Para un águila o para un búho o para un conejo, el hombre debe parecer un animal dominante y, sin embargo, triste; sólo tiene dos amigos. En su casi universal impopularidad señala con orgullo que éstos son el perro y el caballo. Con su inocencia característica cree que ellos están también orgullosos de esta supuesta confraternidad. Él dice: Mirad a mis dos nobles amigos: son tontos, pero son fieles. Yo sospecho desde hace años que únicamente son tolerantes.

No obstante, y aun sospechándolo, toda la vida he dependido de dicha tolerancia e incluso ahora si no tuviera un perro o un caballo a mi cargo, creería haber perdido contacto con la tierra.

Estaría tan preocupada como un monje budista que hubiese perdido contacto con el Nirvana.

Los caballos en particular han formado parte de mi vida tanto como mis cumpleaños. Los recuerdo con mayor claridad. No me acuerdo de ninguna etapa de mi niñez en la que no tuviese un caballo en propiedad o en propiedad de mi padre, o no conociese a alguno. No todos eran mansos y buenos. No todos eran iguales. Con unos mi padre ganó carreras y con otros las perdió. Sus colores negro y amarillo cruzaron veloces la línea de meta desde Nairobi hasta Perú, hasta Durban.

Algunos fueron traídos sólo para la reproducción atravesando miles de millas desde Inglaterra.

Camciscan fue uno de ellos.

Cuando llegó a Njoro, yo era una chica de pelo pajizo y piernas larguiruchas y él un semental procedente de un registro genealógico enorme y parcialmente parido por el fuego. Recuerdo con toda claridad la impresión que me produjo su llegada y las primeras semanas tras ella.

Pero a veces me pregunto lo que pensaría él.

Llegó a primeras horas de la mañana y descendió por la rampa del tren, pequeño y ruidoso, con el paso lento de un exiliado real. Mantenía la cabeza por encima de las cabezas de quienes le llevaban y olía la tierra extraña y el aire espeso de las Highlands. Para él, era un olor desconocido.

Tenía una estrella blanca en la frente y los ollares amplios y rojos, como los ollares esmaltados de un dragón chino. Era alto, de dimensiones anchas, el pecho delgado sobre unas patas fuertes como el mármol.

No era de color castaño, ni marrón, ni alazán. Se resistía vacilante ante el terreno desconocido, un semental bayo, ágil, envuelto en la luz del sol y en un brillo de oro rojizo.

Sabía que esto era de nuevo la libertad. Sabía que la oscuridad y el movimiento terrorífico del barco, que encorvara sus patas y magullara su cuerpo contra unas paredes demasiado estrechas, ya habían desaparecido.

La red de cuero descansaba sobre su cabeza en esos mismos lugares, y las bridas largas que había aprendido a seguir colgaban de aquella cosa que llevaba en la boca y que no podía morder.

Pero ya estaba acostumbrado. Podía respirar y sentir la primavera de la tierra bajo sus cascos.

Podía agitar el cuerpo y ver cómo aquí había distancia y una tierra amplia en la que él encajaba.

Abrió los ollares y olió el calor y el vacío de África, se llenó los pulmones y dejó escapar otra vez una bocanada de aire, con un murmullo bajo y ondulante.

Conocía a los hombres. En los tres veloces años de su vida había visto más hombres que individuos de su propia especie. Comprendió que los hombres estaban para servirle y él, a cambio, iba a concederles la satisfacción de caprichos nimios. Se subían a su grupa y, la mayoría de las veces, les dejaba quedarse allí. Le frotaban el cuerpo y le hacían cosas en los cascos que, en realidad, no eran molestas. Les juzgaba por el olor y por la forma de tocarle. No le gustaba una mano temblorosa, o una mano dura, o una mano que se moviese con excesiva rapidez. Desconfiaba del hombre que no oliera parcialmente a tierra y a sudor. Las voces de los hombres eran desagradables, pero podía soportar aquellas no demasiado fuertes, aquellas que llegaban a sus oídos con suavidad, sin insistencia.

Un hombre blanco se acercó a él y dio una vuelta a su alrededor. Otros hombres, todos ellos muy negros -tan negros como sus propias crines-, formaron un círculo y observaron al primer hombre. El semental estaba acostumbrado a ello. Era siempre igual y le impacientaba, por lo que dobló el arco elegante de su cuello y hundió los cascos en la tierra.

El hombre blanco puso una mano sobre la paletilla del semental y pronunció una palabra que conocía, porque era una vieja palabra y casi todos los hombres la decían al tocarle o al verle.

El hombre blanco dijo: Así que tú eres Camciscan, y los hombres negros repitieron más despacio: Camciscan, uno tras otro. Y una muchacha, también blanca, con el pelo pajizo y las piernas como las de un potro, dijo Camciscan varias veces.

La muchacha, al decirlo, parecía locamente feliz. Se acercó a él, lo dijo de nuevo y él pensó que su olor era bastante bueno, pero observó que los modales de la chica denotaban confianza y resopló sobre su cabello pajizo para advertirla, pero ella se limitó a reír. Iba acompañada de un perro, feo y con cicatrices, que nunca se separaba de sus talones.

Un rato después, la joven tiró con suavidad de las riendas que Camciscan había aprendido a seguir y por eso las siguió.

Los hombres negros, la chica blanca, el perro lleno de cicatrices y el semental bayo se marcharon por un camino de barro, mientras que el hombre blanco se adelantó en una calesa.

Camciscan no miraba ni a un lado ni a otro. No veía nada excepto el camino frente a él. Andaba como si estuviera completamente solo, como un rey que hubiese abdicado. Se sentía solo. El campo olía a nuevo y a limpio, y los olores de los hombres negros y de la joven blanca entraban dentro de su conocimiento. Pero, sin embargo, estaba solo y sentía un cierto orgullo por ello, como siempre lo había sentido.

Consideró que la granja era amplia y a su gusto. Muchos otros caballos se albergaban en largas filas de cuadras, pero su box estaba separado de los demás.

Recordaba la vieja rutina de la comida, la silla de montar, el trabajo y el descanso, pero no recordaba que nunca le hubiera atendido una muchacha de cabello pajizo y piernas excesivamente largas, como las de un potro. No le importaba, pero la chica mostraba demasiada confianza.

Entraba en su establo como si fueran viejos amigos, y él no necesitaba amigos.

Para ciertas cosas dependía de ella, pero ella, a su vez, subía a su grupa por la mañana e iban hasta el valle más grande que jamás hubiera visto o, a veces, ascendían por la ladera de una colina muy alta, y regresaban.

Con el tiempo descubrió que se estaba acostumbrando a esta chica, pero no permitiría que la cosa pasase de ahí. Podía percibir que intentaba abrirse paso por la soledad en la que él vivía y recordó los motivos existentes para desconfiar de los hombres. No veía nada distinto en ella, pero sentía que lo era, y eso le preocupaba.

A primeras horas de la mañana solía llegar a su establo, le colocaba el collar y le quitaba la pesada manta. Solía cepillarle la crin negra y la cola con un trapo y un cepillo. Limpiaba la orina del suelo y separaba de la cama la paja aprovechable de la que se había echado a perder con el estiércol. Hacía estas cosas con cuidado. Las hacía con una especie de conocimiento íntimo de las necesidades del caballo y con un sentido de posesión apenas oculto, que él sentía y del cual se resentía.

Su padre era Spearmint y su madre Camlarge, y circulaba sangre arrogante por venas arrogantes.

Llegaron mañanas en que Camciscan esperaba a la muchacha con las orejas y con los ojos, porque conocía el sonido de sus pies descalzos sobre el suelo, aún sin reblandecer por ningún sol, y podía distinguir la maraña de cabellos pajizos entre otras cosas. Pero cuando ella estaba en su cuadra, él se retiraba a un rincón apartado y permanecía observando su trabajo.

A veces sentía un vivo deseo de acercarse más a ella, pero la soledad de la que estaba tan orgulloso nunca le permitió hacerlo. Por el contrario el deseo se convertía frecuentemente en rabia, rabia hacia sí mismo, tan irrazonable como podría serlo la rabia serena de cualquier otro. No entendía esta furia; una vez extinguida temblaba como si hubiera olfateado algo horrible.

Una mañana la muchacha saltó a su grupa como hacía siempre que iban a la colina o al valle, y la furia se apoderó de repente de su cuerpo como un dolor vivo. Arrojó a la chica, y está cayó contra la raíz de un árbol y quedó allí tendida. La sangre corría por su cabello pajizo. Sus piernas, demasiado largas como las de un potro, no se movieron, ni siquiera cuando el hombre blanco y el hombre negro se la llevaron.

Después Camciscan temblaba y sudaba en su box, y la desconfianza hacia los hombres que intentaban alimentarle hervía de odio. Durante siete mañanas la muchacha no volvió.

Cuando volvió, él se trasladó de nuevo al rincón más apartado y observaba su trabajo, o permanecía quieto como la muerte, en tanto que ella le levantaba las patas, una a una, y se las limpiaba con una herramienta dura que nunca hacía daño. Él era un semental pura sangre y nada sabía de remordimientos. Sabía que había cosas que le hacían temblar y cosas que le llenaban de furia. No siempre sabía cuáles eran.

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