Al Oeste Con La Noche (28 page)

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Authors: Beryl Markham

John Carberry es un hombre muy inteligente y práctico, pero a veces su sentido del humor ortodoxo le hace casi literalmente un compañero de cama del autor francés a quien le gustaba utilizar un cráneo humano a modo de tintero. J.C. es un hombre que lanza una risita cuando las circunstancias señalan que lo adecuado es un escalofrío.

Le gusta que lo llamen J.C.. Señor del reino o no, todo su cuerpo desgarbado se inflama con una alegre pasión por los modales y las formas democráticas. Ha vivido en los Estados Unidos, país al que quiere. Nunca escribirá uno de esos libros que comparen Inglaterra y América, sólo para terminar diciendo que la cultura de la última ofrece el mismo interés cínico que un niño prodigio nacido de padres de las selvas del interior congénitamente tontos.

Cuando John Carberry dice que algo está hay wire, lo dice con pleno conocimiento de lo poco que tiene de expresión americana, r con un entusiasmo tal que un taxista neoyorkino le consideraría tan forastero como a un visitante de Tennesse tras una exposición de un mes en Times Square.

J.C. tiene un mecánico aeronáutico francés maravilloso llamado Baudet y, además, cuenta con una pista adecuada, un buen hangar e instalaciones para hacer pequeñas reparaciones en los aviones. Desde que Tom se había marchado a Inglaterra era, a pesar de la distancia, más fácil y agradable volar hasta Seramai para dar servicio a la Avian que utilizar la Wilson Airways. La casa Carberry estaba siempre abierta a los amigos y su pista de aterrizaje a los pilotos.

June Carberry, pequeña, atractiva y ágil de mente, presidía las noches de Seramai como un gracioso duendecillo ante un grupo de personajes sacados de una novela inacabada, compuesta originalmente por H. Rider Hagard y escrita por Scott Fitzgerald, con James M. Cain mirando por encima del hombro. La conversación pasaba de los elefantes fantasma a la relativa potencia de algunos cócteles o a los gángsters de Chicago, pero casi siempre se acababa hablando de aviones.

John Carberry, a pesar de la falta de entusiasmo de su mujer por los vuelos, podía (y lo hacía) hablar sin parar sobre un tema de aeronáutica tan relativamente sencillo como los flaps de las alas.

-Mirad las Amurricans -dijo J.C.-, sus aviones comerciales han acabado con los nuestros como si nada. ¡Eso! ¡Escuchad! Estaba yo en California...

Y nosotros escuchábamos.

Por la mañana volví a Ithumba, escuché la risa ahogada, casi jubilosa de J.C. mientras observábamos el tiempo a través de las ventanas de la salita de Seramai. Normalmente se veía el monte Kenia y los Aberdales; anormalmente podía verse por lo menos la colina de Gurra a menos de diez millas de la pista.

Pero aquella mañana no se veía nada; la neblina de la montaña se había extendido con sigilo por Kenia durante la noche y había tomado el país.

J.C. movió la cabeza y fingió un profundo suspiro.

-No sé -dijo-. Siempre he mantenido que nadie podía salir de aquí a no ser que se viera el Gurra. Desde luego no estoy muy seguro porque nadie ha sido lo bastante burro como para intentarlo. Yo no lo haría ni por un millón de dólares.

-¡Vaya ánimos! ¿Qué sugieres?

J.C. se encogió de hombros.

-Bueno, siempre tiene que haber una primera vez, ¿sabes? Creo que si tuerces un poco hacia el oeste y después un poco hacia el este, puedes terminar bien. Es sólo una suposición, pero, diablos, Burl, tú sabes volar sin visibilidad y con un poco de suerte ¿quién sabe? De cualquier forma, si lo consigues, dale esta botella de ginebra a Old Man Wicks, ¿vale?

Siempre me he preguntado si J.C. es sádico por naturaleza, o si es porque prefiere pintar un panorama pesimista con la esperanza de que por contraste la realidad posterior parezca mejor.

Muchos pilotos alemanes creen en la superstición de que desear buena suerte trae mala suerte y por eso se despiden con la siguiente observación: Buen viaje, pero espero que te rompas los brazos y las piernas. Tal vez J.C. tiene la misma superstición. Por fin, cuando despegué, su cara larguirucha -más aristocrática de lo que se acomoda a sus gustos humildes- se abría en una sonrisa.

Pero a pesar de ello sus ojos grises mostraban la seriedad del aviador por las preocupaciones del aviador.

No hacía falta. Iba bastante bien en vuelo rasante. Es natural ir bastante bien cuando vuelas a dos pies de las copas de los árboles, con sesenta millas de niebla por debajo. Tu sentido de autoconservación se agudiza en extremo si sabes que tu margen de seguridad no tiene una anchura mayor que tus hombros. Te sientes atrapado. No puedes permitirte altura o quedarás absorbido en la niebla como lo están las montañas frente a ti. Entonces te las arreglas para colgarte justo debajo del techo del estrecho pasillo de la visibilidad y por encima de las copas de los árboles semejantes a nubes invertidas, negras y dispuestas para la lluvia. Me deslicé cuesta abajo por las laderas que corren desde Seramai hasta las llanuras, torciendo hacia el este o el oeste para rodear la curvatura de una colina o ceñirme a las curvas nebulosas de un valle. Y en un instante encontré un agujero azul, subí, lo atravesé, consulté la brújula y me dirigí a Ithumba.

La pista era mejor que la mayoría y el aterrizaje fue sencillo. Nuestro campamento se había levantado al abrigo de un montoncillo de rocas y las tiendas estaban abiertas y en espera. Las sillas de lona se encontraban fuera, los camiones uno junto a otro y vacíos. Todo estaba preparado y llevaba dos días así. Según Arab Ruta no habían visto ni oído al bwana Blixen ni al bwana Gueste desde el momento en que con tanto valor se habían puesto en camino para tomar por asalto la Yatta.

El problema es que Dios se olvidó de poner señales. Desde el aire cada pie de la meseta Yatta es similar a cualquier otro pie, cada milla es como la siguiente, y como la siguiente, y como la siguiente.

Por el hecho de haberme pasado años trabajando por mi cuenta, ojeando elefantes y llevando correo, me he acostumbrado de tal manera a buscar una mancha de humo que todavía ahora tengo especial atracción por las chimeneas, fuegos de campamento y estufas que humean.

Pero nada humeaba en la mañana que buscaba a Winston y a Blix; nada se movía. A mí me parecía que dos hombres blancos inteligentes, con quince porteadores negros, podían haber preparado por lo menos una pequeña espiral de humo a no ser que todos ellos hubieran muerto de golpe como la tripulación del Flying Dutchman.

Sabía que la partida de caza sólo se había llevado alimentos para hacer un par de comidas, lo cual significaba, según mis cálculos, que llevaban un retraso de siete comidas. Si no se hacía algo, esto podría traer consecuencias desagradables, por no decir mórbidas. Lo que no podía comprender es por qué insistían en permanecer en lo alto de la meseta cuando el campamento de Ithamba estaba justo cruzando el río Tiva. Ladeé el avión, perdí altura y volé bajo sobre el río Tiva para ver si podía encontrarlos, quizás mientras lo estuvieran vadeando.

Pero el río se había tragado a sí mismo. Ya no había río; era un torrente orgulloso y majestuoso, un torrente de una milla de ancho, una barrera de agua veloz que desafiaba a cruzarlo a todo aquello que tuviera patas. Y sin embargo, a comparación del Athi, era un chorrito perezoso.

Al otro lado de la meseta el Athi tenía delirios de grandeza. Se extendía rebosando por el terreno reseco de sus orillas, en lo que parecía un esfuerzo supremo por rebasar el Nilo. Arriba, en las Highlands, había estallado una tormenta y mientras el cielo por donde yo volaba era transparente y azul como un tejado holandés, la Yatta era una isla en la jungla dentro de un mar nacido en la lluvia. Los arroyos del monte Kenia y los Aberdares se habían desbordado. Winston, Blix y todos sus hombres estaban atrapados como gatitos en un tronco; estaban abandonados en una isla desierta en la zona más seca de África.

Con toda probabilidad el elefante que iban a cazar también se encontraría abandonado en la misma isla desierta si no lo habían matado. Pero en cualquier caso, vivo o muerto, no les habría permitido el lujo de alguna comodidad.

En Yatta hay poca caza comestible y los ríos crecidos no descenderían en una semana. Con suficiente tiempo sé que Blix tenía recursos para buscar una salida, posiblemente en balsas construidas con espinos. Pero para trabajar los hombres necesitaban comer. Dirigí el morro de la Avian hacia la bóveda interminable de matorrales y zigzagueé como una abeja sin hogar.

A los veinte minutos vi humo. Era un hilo de humo marchito, gris y triste, que se asemejaba al resplandor crepuscular de la puerta de salida de una bruja.

Blix y Winston estaban junto al fuego, amontonaban maleza y ramas con frenesí. Movían los brazos y me indicaban que bajara. Estaban solos y no vi a los porteadores.

Bajé y me di cuenta de que había un claro estrecho esculpido en la jungla, pero el aterrizaje parecía imposible. La pista era corta, estaba rodeaba de matorrales y el terreno era lo bastante abrupto como para que se rompiera el tren de aterrizaje.

Si eso sucedía, el contacto con el campamento de Ithumba -y con cualquier otra cosa más allá de Ithumba- quedaría totalmente cortado. Y si no sucedía, ¿cómo despegaría de nuevo? Una cosa es bajar y otra volver a subir.

Garabateé una nota en el bloc apoyándolo en mi muslo derecho, metí la nota en una bolsa y se la tiré a Blix.

Podría bajar, decía, pero la pista parece demasiado corta para el despegue. Volveré, más tarde si podéis aguantar todavía.

Parecía un simple mensaje, claro y práctico, pero a juzgar por la forma en que lo acogieron y lo leyeron debió ser como una invitación a un incendio premeditado, o como una llamada de aviso a cualquier país y por medio de un faro de que su fortaleza había sido atacada y la masacre era inminente.

XIX

¿QUÉ HAY DE LA CAZA, INTRÉPIDO CAZADOR?

Blix amontonó follaje y madera en la pira hasta que pude percibir el humo desde la cabina cuando sobrevolaba el claro y creo que al final lanzó a las llamas su sombrero terai o quizá el de Winston. El humo se elevaba formando enormes hongos grises y vi cómo las llamas se abrían en latiguillos color rosa a la luz del sol. Los dos hombres daban saltos arriba y abajo y gesticulaban con los brazos como si llevaran meses alimentándose de algún tipo de flores que les hubiera transmitido una especie de locura inspirada.

Resultaba evidente que no iba a contar con una pista más amplia, y resultaba igual de evidente que había un motivo para ello. Blix no me pediría intentar aterrizar en un sitio así a no ser que primero hubiera buscado otras posibilidades.

Ahora estoy muy segura de poder aterrizar caso de que debiera hacerlo, pero nada segura de poder despegar de nuevo en el mismo espacio. No había viento para verificar un aterrizaje, ni para ayudarme en el despegue. Tenía que pensar.

Ladeé el avión y describí varios círculos, y al hacerlo cada vez las oscuras bolas de humo aumentaban y se elevaban a mayor altura, y el baile de abajo alcanzaba un ritmo de éxtasis. Seguía sin ver a los porteadores.

Aterrizar una avioneta en un terreno abrupto es algo que me rompe el corazón; es como ir a caballo a galope sobre hormigón. Pensé en el resbalón lateral, pero recordé el consejo de Tom de que es impracticable (enderezarse a partir del resbalón y planear a unas pulgadas del suelo) cuando se aterriza en una superficie desigual. La mayoría de las veces te expones a que se rompa el tren de aterrizaje o se parta el larguero. Ahórrate el resbalón para cuando no tengas ninguna otra posibilidad, solía decir Tom, o para un día en que el motor te deje tirada. Pero mientras el motor pueda ayudarte, entra como una tromba. Por lo tanto, entré como una tromba.

Entré como una tromba y la Avian golpeó raíces y tierra y enterró tocones con gemidos y crujidos de protesta. Produjo oleadas de polvo que se unieron a las oleadas de la hoguera. Zumbó hasta el borde del bosquecillo, como si tuviera la intención de saltarlo, pero decidió que no. Al final, el arrastre del patín de cola y la manipulación del timón hicieron que se detuviera y se detuvo con una especie de estremecimiento aprensivo.

Blix y Winston la tomaron por asalto como piratas un balandro. Estaban sucios y sin afeitar.

Nunca me había dado cuenta de la rapidez con la que los hombres se estropean cuando no tienen cuchillas de afeitar ni camisas limpias. Son como las plantas en macetas, si no se las corta y cuida todos los días se transforman en mala hierba. Si un hombre no se corta la barba un día, parece descuidado; dos días, abandonado; y cuatro días, contaminado. Blix y Winston llevaban tres días sin cortarse la barba.

-¡Gracias a Dios has llegado!

Winston sonreía, pero su rostro normalmente agradable parecía una media luna con patillas y, sin duda, no había alegría en sus ojos. Blix parecía un oso despeinado al que hubiesen sacado de su hibernación. Me dio la mano para ayudarme a salir de la cabina.

-Me molestaba pedirte que aterrizaras, pero tuve que hacerlo.

-Lo supuse. Vi que no podíais salir de la meseta. Pero no entiendo...

-Espera -dijo Blix-. Ya te lo explicaré, pero antes... ¿has traído algo?

-Me temo que no, algo de comer, claro. ¿Habéis cazado algo?

-No. Ni una liebre. Esto está vacío y llevamos tres días sin comer, lo cual no importa demasiado pero...

-¿Ni una palabra del doctor Turvy? Bueno, voy a traicionar mi deber, pero J.C. ha mandado una botella de ginebra a Old Man Wicks. Supongo que la necesitáis más vosotros. ¿Qué pasó con los porteadores?

Era una pregunta inoportuna. Blix y Winston intercambiaron miradas y Blix empezó a jurar al ritmo de su respiración. Cogió la botella de Old Man Wicker del compartimento y la descorchó. Se la pasó a Winston y esperó. Al cabo de un minuto Winston se la entregó de nuevo y esperó observando cómo moría la dádiva de Seramai.

-Los porteadores están en huelga -dijo Winston.

Blix se secó la boca y devolvió la botella a su compañero de exilio.

-Motín. No han movido un dedo desde que les faltó la primera comida. Han abandonado.

-Eso es una bobada. En África los porteadores no van a la huelga. No tienen sindicato.

Blix se volvió hacia la avioneta y miró la pista.

-No lo necesitan. Los estómagos vacíos constituyen causa común. Winston y yo fuimos quienes despejamos esa pista. No creo que pudiéramos haberla hecho más larga por mucho que hubieras insistido.

Estaba impresionada. A pesar de lo limitada que era, la pista tenía sus buenas cien yardas de longitud y diez yardas de anchura, y despejar un espacio así con sólo unos pangas nativos era un trabajo de Hércules. Parte de aquella vegetación tendría unos quince pies de altura y tan densa que un hombre apenas podría introducirse en ella. Supongo que con aquellos cuchillos corrientes habían tirado más de mil árboles con troncos de tres a cinco pulgadas de diámetro. Una vez derribados éstos, tuvieron que arrancar los tocones de la tierra y retirarlos, y esforzarse por nivelar el terreno despejado.

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