Read Al Oeste Con La Noche Online
Authors: Beryl Markham
En vuelo directo hacia el norte primero se debe atravesar todo el Sudán Angloegipcio, todo Egipto y el desierto de Cirenaica, en Libia. Después ya estabas en Bengazi y muy, muy contento de estar allí, sin embargo, todavía se extiende ante ti el golfo de Sidra, Trípoli, Túnez y el mar Mediterráneo y luego Francia. Aparte de la alegría con la que te dispusieras a recorrer esas seis mil quinientas millas, o de cómo sin darle importancia lo mencionaras como un viaje a Inglaterra, tú sabías que en realidad no se trataba en absoluto de un viaje sino de una travesía importante; debías navegar, debías controlar el tiempo, debías considerar los obstáculos.
Blix y yo salimos a la hora apropiada pero no con un tiempo apropiado. La niebla se había desprendido del cielo durante la noche y por la mañana nos encontramos con Nairobi y las llanuras de Athi envueltas en neblina. La ciudad, la salida del sol y la nave estaban aislados unas de otras por nubes sin orillas que se negaban a rodar. Se extendían sobre la tierra como se detiene la tristeza; se pegaban a la gente como mortajas blancas y prematuras. Blix lo encontraba divertido.
Llegó al aeropuerto sin más equipaje que el que llevaría un escolar para un viaje de fin de semana. Su cara era la de un querubín que acompaña los rostros grises y severos grabados en un arco gótico. Cuando todo estaba listo salió al asiento posterior del Leopard Moth y se sentó, silbaba y cuidaba un objeto cilíndrico envuelto en papel colocado en su regazo y que borboteaba al moverlo.
Arab Ruta avanzó para hacer girar la hélice, cogí el acelerador con la mano y examiné la niebla con los ojos, pero sólo por costumbre; jamás había poseído una alfombra cuyas dimensiones, imperfecciones y limitaciones me resultaran más familiares que la superficie del aeropuerto de Nairobi. Había pasado mucho tiempo desde los días de los agujeros, las manadas de cebras y las teas de petróleo. Ahora había pistas y hangares y el aterrizaje de un avión a media noche o su despegue al amanecer carecía de auditorio; ni siquiera había jóvenes kikuyu observando cómo Ruta realizaba sus tareas maravillosas y místicas. Ahora todo era normal. Para Nairobi la aventura llegó en rollos de celuloide directamente desde Hollywood y la aventura salió de Nairobi hacia otras partes del mundo en rollos de celuloide directamente de las cámaras de los trotajunglas profesionales. Era un buen momento para salir.
Asentí y la hélice zumbó a la vida. Arab Ruta se retiró a un lado con una agilidad nacida de una larga práctica. No le oí decir kwaheri pero vi formarse la palabra en sus labios. Yo la dije también y sentí el regalo, pequeño y plano, que había deslizado en la cabina un momento antes.
Todavía no tengo: un reloj de viaje con una correa de imitación de cuero, para el cual (lo supe más tarde) Ruta había reunido quinientos vales de mis cigarrillos desechados, recogiéndolos tranquila y pacientemente de los cubos de basura, las tiendas de los safaris y las basuras de los hangares.
El reloj da la hora y la alarma. Pero ¡qué triste sustituto ese histérico tintineo de la voz suave y sedante que solía decir justo después del alba: ¿Tu té, Memsahib? o mucho antes: ¡Lakwani, es hora de cazar!.
Para un piloto y su avión la armonía llega gradualmente. El ala no desea volar de verdad sino más bien tirar de las manos que la dirigen; el barco preferiría perseguir al viento antes que extender el morro hacia el horizonte lejano. Hay en su carácter una cualidad negligente: juega con la libertad y sugiere la liberación, pero poco a poco renuncia a sus propios deseos.
Cuando salimos para Londres nos elevamos para hallar la superficie de la niebla y la encontramos, el Leopard hace de las suyas. La barra del timón se resiste a la presión de mis pies, la palanca se inclina contra mi mano con una oposición casi truculenta. Pero es momentáneo. Un toque severo vence el impulso de desobediencia y ahora me instalo, vuelo con el avión y el avión conmigo.
Blix está ya instalado. Se adormece cómodamente en la cabina cerrada con los pies en el asiento vacío de su lado. Para él no hay gran diferencia entre el principio y el fin de un vuelo.
Morfeo no ha sido nunca su dueño; Blix es el dueño de Morfeo. Llama al Sueño cuando quiere y el Sueño llega. Cuando no lo quiere no llega, por muy tarde que sea o por muy agotador que haya sido el día.
El primer día es bastante cansado, pero sólo porque los preparativos de la salida me han dejado un poco fatigada. La noche nos sorprende en Juba, donde mi habitación en la Rest House, aunque con aspecto de celda, posee las comodidades básicas de una cama y un mosquitero.
Al amanecer me remuevo en la cama y veo que Blix ha salido de su habitación y pasea de arriba a abajo frente al avión en donde está vallado con cuerdas y estacas. Tiene el fuselaje amarillo y las alas plateadas. Contra el cielo apenas iluminado más que un pájaro parece un insecto extraño y brillante, muerto y protegido con un tapete de cartón.
Despegamos sin desayunar porque frente a nosotros se extiende un país al que resulta más fácil enfrentarse con mucho tiempo por adelantado. No es que el hecho de atravesarlo sea una gran hazaña aeronáutica, sino que el tomárselo con indiferencia podría ser como resultado una triste pifia aeronáutica.
No sé cuáles son las leyes en la actualidad, pero en aquellos tiempos no se permitía a ninguna mujer volar en solitario entre Jaba y Wadi Halfa sin permiso expreso del cuartel general de las Reales Fuerzas Aéreas de Jartum.
Las razones eran bastante plausibles: un aterrizaje forzoso en las ciénagas de papiro del Sudd apenas se distinguía de un aterrizaje forzoso en las orillas del Styx, y un aterrizaje forzoso más allá del Sudd, en el país de las tribus Sudanesa y Dinka, podrían suponerle a la R.A.F. días o semanas de búsqueda, siendo las posibilidades de recuperar el coste de la operación algo menos esperanzadoras que las de recuperar al piloto perdido.
No tengo muy claro por qué se creía que las mujeres estaban menos capacitadas que los hombres para evitar estos riesgos evidentes, aunque sospecho que en dicha norma había más cortesía que razón. Yo he hecho todo el recorrido entre Nairobi y Londres un total de seis veces -cuatro de ellas en solitario (tras convencer a la R.A.F. de mi capacidad para hacerlo)-, y otras mujeres también lo han hecho. En realidad el error de apreciación por excelencia al sobrevolar el Sudd lo cometió un hombre, el difunto Ernst Udet, que se quedó sin gasolina cuando lo cruzaba durante la estación seca, e hizo un aterrizaje forzoso en una loma de barro endurecido donde, tras varios días de angustia, lo encontró Tom Black, cuyo conocimiento del Sudd era tal que estaba dispuesto a pasarse varios días intentando sacar a alguien de allí. Al propio Udet no le había sentado demasiado mal la experiencia, pero su mecánico casi estaba muerto por las picaduras de los mosquitos.
Si puedes imaginarte doce mil millas cuadradas de ciénaga que hierve y se arrastra como un crisol prehistórico de vida semiformada, ya tienes un concepto del Sudd. Es un ejemplo de los subproductos menos atrayentes del río Nilo y uno de los lugares de este mundo merecedor de la palabra siniestro. Añádanse a éste los adjetivos horripilante y movedizo y otros similares, y el concepto puede quedar más claro. Desde el aire, la superficie del Sudd es lisa y verde, y atractiva.
Si te quedas hipnotizado o te ves obligado a aterrizar en ella (y si de manera milagrosa e imposible no vuelcas), las ruedas de tu avión desaparecerán de inmediato en el cieno, mientras tus alas, con toda probabilidad, se posarán en la maraña de vegetación descompuesta -y viva- que sube o baja lentamente y tiene en algunos sitios quince pies de espesor y bajo la cual fluye un canal de agua negra.
Si a pesar de esto quedaras ileso, acurrucado en el pecho de este lodazal interminable (cuyo hedor te llega a la nariz cuando todavía estás a mil pies por encima del mismo) y caso de que tuvieras en el avión un radiotransmisor con el que te pusieras en contacto con Jartum para dar tu posición y otros detalles, y si además fueras un ingenuo, esperarías a que sucediera algo. Pero no sucedería nada porque nada podría suceder.
En el Sudd los barcos no pueden moverse, los aviones no pueden aterrizar, los hombres no pueden andar. En su momento llegaría un avión, daría algunas vueltas y lanzaría provisiones pero a no ser que el piloto tuviera tal puntería que el paquete de maná diera directamente en tu avión, no ganarías nada. Y si le diera, ganarías poco.
Por supuesto es posible que con suficiente comida a base de bombardeos pudieras alcanzar una edad madura y mientras tanto llegar al no va más de la intimidad, pero es más probable que los mosquitos, esos pequeños trovadores de la miseria, y no digamos la armada de anfibios del mismísimo diablo (los cocodrilos pueblan el Sudd) te desanimarían mucho antes de que tuvieras el pelo gris, cuestión, creo yo, de unas dos semanas.
En cualquier caso, el anticipo de tan lúgubres perspectivas por parte de aquellos pilotos civiles a quienes la R.A.F. permitía arriesgarse en el Sudd derivó en una cautela extraordinaria y por consiguiente, pocas habían sido las vidas, si es que hubo alguna, que se perdieran en él.
Nuestro viaje no aportó ninguna nueva anécdota al Sudd. Durante las cuatro horas que lo sobrevolamos, Blix y yo hablamos muy poco. El Leopard Moth tiene la cabina cerrada y por tanto es posible conversar, pero no nos apetecía.
Nuestro silencio no era un silencio temeroso; creo simplemente que nuestra depresión iba más allá de las palabras por el hecho de estar tanto tiempo flotando bajo un cielo tan liso y azul y sobre una ciénaga tan lisa y verdosa. Casi no era volar. Era como sentarse en un aeroplano que con ayuda de cables se balanceara equidistante entre el suelo y el techo del decorado de un escenario carente de imaginación.
Poco después de abandonar Juba, Blix, con el estilo normal del lirón, se levantó durante el tiempo suficiente para mascullar: ¡Huelo el Sudd!, y después volvió a quedarse en silencio hasta que el Sudd se alejó y pudimos oler el desierto.
Después del Sudd viene el desierto y sólo desierto durante casi tres mil millas; no se ven las ciudades ni los pueblos que viven triunfalmente en él para negar su vacío. El desierto para mí tiene la misma categoría que la oscuridad; ninguna de las formas que se ven son reales o permanentes.
El desierto, como la noche, es ilimitado, incómodo e infinito, como la noche intriga la mente y la conduce hasta la inutilidad. Cuando has recorrido medio desierto experimentas la desesperación de un insomne a la espera del amanecer, y éste sólo llega cuando su llegada ha perdido importancia.
Vuelas una eternidad cansado del panorama invariable y cuando por fin te liberas de su monotonía, no recuerdas nada de él porque en él no había nada.
Y tras el desierto, el mar. Pero mucho antes de llegar al mar Blix y yo habíamos descubierto que los hombres solos pueden ser más pesados y resultar un obstáculo mayor que toda la arena y todo el agua que pueda contener una cuarta parte del globo.
Malakal, Jartum, Luxor, ciudades para sus habitantes, islas de regeneración para nosotros.
Nos detuvimos en cada una de ellas, y cada una de ellas nos bendijo con ese gran triunvirato de bendiciones al viajero: agua caliente, comida y sueño. Pero fue en El Cairo donde nos saciamos.
Tras un vuelo de tres mil millas en tres días, estuvimos detenidos durante toda una semana por las majestuosas gestiones del gobierno italiano. Fue uno de los incidentes que Abdullah Ali se olvidó de predecir.
Abdullah Ali estaba a cargo de la oficina de aduanas de Alamza, el aeropuerto de El Cairo.
También estaba a cargo de un pequeño departamento en el Reino de las Cosas Futuras; decía la buenaventura y la decía bien. Quería a los aviadores con un amor paternal y, a su manera, les daba unos consejos que avergonzaban hasta a las brújulas. Era alto, una columna delgada de hombre, negro como una momia y casi igual de inescrutable. Manoseó nuestros papeles, echó un vistazo a nuestro equipaje y pegó todos los sellos necesarios, luego nos llevó fuera del cobertizo de aduanas, donde el destello oficial desapareció de sus ojos y, en su lugar, apareció el resplandor esotérico que ilumina los ojos de todos los verdaderos visionarios. Se arrodilló en la arena amarilla del inmenso aeródromo y empezó a hacer señales con un palo liso.
-Antes de que ella se marche -dijo- la dama debe conocer su suerte.
Blix suspiró y miró melancólico hacia la ciudad.
-Estoy muerto de sed y él habla de buenaventuras.
-¡Shhh! Eso es una blasfemia.
-Veo un viaje -dijo Abdullah Ali.
-Siempre los hay -dijo Blix.
-La dama volará por encima de mucha agua hacia un país extraño.
-Ésa es una predicción fácil -masculló Blix-, con el Mediterráneo ahí delante.
Y volará sola -dijo Abdullah Ali.
Blix se volvió hacia mí.
-Si me vas a abandonar, Beryl, ¿podrías hacerlo un poco más cerca de un bar?
Abdullah Ali no oyó nada de este comentario irreverente. Siguió haciendo círculos y triángulos con su varita de brujo y desenmarañando mi futuro como si ya se tratara de mi pasado. Su fez rojo subía y bajaba, sus manos flacas se movían en la tierra como gorriones hurgando en la nieve. En realidad no estaba ni con nosotros ni con la buenaventura; había vuelto allí, bajo la sombra de la Esfinge a medio construir, haciendo marcas en la mismísima arena.
Cuando le dejamos, su palo liso había desaparecido y en su lugar había un lápiz. Abdullah Ali había desaparecido también o al menos se había transformado. Aquel pequeño egipcio de piel gris y fez rojo, que se detuvo al atravesar la puerta del cobertizo, sólo era aduanero.
-¿Le crees? -dijo Blix.
Un taxi atravesó corriendo el aeropuerto para llevarnos al hotel Shepheard. Entré en el coche y me relajé contra el asiento de cuero.
¿Quién cree a los adivinos? Las chicas muy jóvenes, pensé, y las mujeres muy mayores. Y yo no era ni lo uno ni lo otro.
-Me creo todo -dije-. ¿Por qué no?
XXI
A LA BÚSQUEDA DE UNA FORTALEZA LIBIA
En 1936 no se podía volar sobre un territorio italiano sin permiso del gobierno italiano. Es cierto que se deben pasar los trámites aduaneros en cada frontera, pero los italianos tenían una idea distinta.
La idea de los italianos se basaba en la triste sospecha de que ningún extranjero (y naturalmente ningún inglés) podía sobrevolar Libia, por ejemplo, y resistir triunfante la tentación de tomar unas cándidas fotografías de las fortalezas fascistas recientemente recuperadas. Los italianos, al mando de Mussolini, se hubieran sentido muy heridos de saber que existía un piloto (y había muchos) que tenía menos curiosidad por las fortalezas fascistas que por la ubicación exacta de una pastilla de jabón y un baño de agua caliente.