Al Oeste Con La Noche (35 page)

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Authors: Beryl Markham

Podía quedarme ensimismada mirando el techo de mi habitación de Aldenham House, un techo mediocre como todos los techos, y sentirme menos decidida que angustiada, mucho menos valiente que temeraria. Podía decirme: Desde luego no necesitas hacerlo, pero sabiendo al mismo tiempo que no hay nada tan inexorable como una promesa a tu orgullo.

Podía preguntar: ¿Por qué correr el riesgo?, como me había estado preguntado desde entonces, y responder: Cada cual en su elemento. Por su naturaleza un marino debe navegar; por su naturaleza un piloto debe volar. Podía hacer un cálculo de un cuarto de millón de millas de vuelo; y podía prever que mientras tuviera un avión y el cielo estuviera ahí, seguiría recorriendo más millas.

No había en esto nada de extraordinario. Había aprendido a pilotar y había trabajado mucho aprendiendo. Mis manos aprendieron a buscar los controles de un avión. Lo aprendieron por costumbre. Se encontraban a gusto enganchadas a la palanca, como los dedos de un zapatero al coger una lezna. Ninguna profesión humana alcanza el grado de dignidad hasta que puede llamarse trabajo y cuando experimentas una soledad física por las herramientas de tu comercio ves que las cosas restantes -los experimentos, las vocaciones improcedentes, las vanidades que solías tener para ti eran falsas.

En realidad nunca había estado demasiado interesada en los vuelos récord. Algunas personas pensaban que dichos vuelos se hacían por admiración y publicidad, y cosas peores. Pero de todos los récords -desde la primera travesía del Canal de la Mancha de Louis Blériot en 1909, pasando por y después del vuelo de Kingsford Smith desde San Francisco hasta Sidney, Australia, ninguno había sido realizado por principiantes, ni por novatos, ni por hombres o mujeres que no estuvieran acostumbrados a las averías, o no fueran expertos en el tema. Ninguno de ellos tuvo una motivación falsa. Fueron seres cuyo simple respeto y ambición les hizo merecedores de algo más que de un esfuerzo para seguir.

Los Carberry (de Seramai) estuvieron en Londres y podía recordar todo sobre su cena, incluso el menú. Recordaba a June Carberry y a todos sus invitados y al hombre llamado McCarthy que vivió en Zanzíbar y apoyándose sobre la mesa decía:

-J.C., ¿por qué no financias a Beryl un vuelo récord?

Podía quedarme allí mirando perezosamente al techo y recordar la seca respuesta de J.C.:

-Una serie de pilotos han cruzado el Atlántico Norte, de oeste a este. Únicamente Jim Mollison lo ha hecho él solo al contrario, desde Irlanda. Nadie lo ha hecho solo desde Inglaterra, ni hombre ni mujer. Me interesaría eso, pero nada más. Si quieres intentarlo, Burl, te apoyaré. Creo que Edgar Percival podría construir un avión capaz de hacerlo, siempre que sepas llevarlo. ¿Quieres intentarlo?

-Sí.

Recuerdo cómo dije eso mejor de lo que podría recordar cualquier otra cosa, excepto la mirada casi macabra de J.C. y la observación que selló el acuerdo.

-Es un trato, Burl. Yo facilito el avión y tú cruzas el Atlántico, pero ¡caramba! yo no lo emprendería ni por un millón. ¡Piensa en todo esa agua negra! ¡Piensa en cómo está de fría!

Y yo había pensado en ambas cosas.

Había pensado en ambas cosas un momento, y además había otras en las que pensar. Estuve yendo a Elstree, media hora de vuelo desde Percival Aircraft Works en Gravesend, casi a diario durante tres meses; bajaba hasta la fábrica en un avión alquilado y observaba el Vega Gull que estaban haciendo para mí. Lo había visto nacer y lo veía crecer. Había visto cómo sus alas tomaban forma y cómo la madera y la tela moldeaban sus costillas para formar su vientre largo y liso, y cómo recostaban y ajustaban el motor en su estructura. Lo hicieron rápido.

El Gull tenía el fuselaje color turquesa y las alas plateadas. Edgar Percival lo fabricó con cuidado, con destreza y con preocupación: el cuidado de un piloto veterano, la destreza de un fabricante especializado y la preocupación de un amigo. En realidad el avión era un modelo deportivo estándar, con una autonomía de sólo seiscientas sesenta millas. Pero poseía un tren de aterrizaje construido especialmente para soportar el peso de los tanques adicionales de aceite y gasolina. Los tanques se fijaban en las alas, en la sección central y en la propia cabina. En la cabina formaban una pared alrededor de mi asiento y cada uno de ellos tenía una llave de purga individual. Éstas eran importantes.

-Si abres una -decía Percival- sin cerrar la primera, puede formarse una burbuja de aire. Sabes que los tanques de la cabina no llevan indicadores, por tanto será mejor que agotes uno por completo antes de abrir el siguiente. En ese momento el motor podría dejar de funcionar, pero arrancará de nuevo. Es un De Havilland Gipsy y los Gipsys nunca se paran.

Había hablado con Tom. Nos habíamos pasado horas examinando el mapa del Atlántico y me había dado cuenta de que el chapucero de Molo, actualmente uno de los grandes pilotos de Inglaterra, había comerciado con sus sueños y a cambio había recibido algo mejor. Tom también era más viejo; se había deshecho del peso muerto de esperanzas y deseos irrelevantes y se había quedado con un código realista en el cual la contemporización y el sentimiento fácil no tenían cabida.

-Me alegro de que vayas a hacerlo, Beryl. No será fácil. Si puedes despegar del suelo con una carga tan inmensa de combustible, estarás sola en ese avión alrededor de un día y una noche, la mayor parte noche. Haciéndolo de este a oeste, tienes el viento en contra. En septiembre el tiempo es así. No llevarás radio. Si calculas mal tu rumbo sólo unos pocos grados, acabarás en Labrador o en el mar, así que no te equivoques en nada.

Tom todavía podía sonreír con socarronería. Lo hizo y dijo:

-Bueno, debería resultarte divertido pensar que tu patrocinador financiero vive en una granja llamada El Lugar de la Muerte y que tu avión se ha construido en Gravesend.
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Si siguieras la lógica, bautizarías el Gull como La Lápida Sepulcral Voladora.

No seguí la lógica. Había vigilado la construcción del avión y lo había entrenado para el vuelo como a un atleta. Y ahora, tumbada en la cama totalmente despierta, todavía podía oír la voz tranquila del hombre del Ministerio del Aire salmodiando como la voz desapasionada de un funcionario de los tribunales: ... el tiempo que puede predecirse... será aproximadamente el mismo... previsto para esta noche y para mañana. Me habría gustado comentar una vez más el vuelo con Tom antes del despegue, pero se encontraba haciendo un trabajo especial en el Norte.

Salí de la cama, me di un baño, me puse la ropa de vuelo, tomé un poco de pollo frío envuelto en una caja de cartón y volé hasta el campo de aterrizaje militar de Abingdon, donde me esperaba el Vega Gull al cuidado de la RAF. Recuerdo que el tiempo era tranquilo y despejado.

Jim Mollison me prestó su reloj. Dijo:

-Esto no es un regalo. No me separaría de él por nada. Atravesó conmigo el Atlántico Norte y también el Atlántico Sur. No lo pierdas y, por el amor de Dios, no lo mojes. El agua de mar arruinaría su mecanismo.

Brian Lewis me dio un chaleco salvavidas. Brian era el dueño del avión que yo había utilizado entre Elstree y Gravesend y llevaba mucho tiempo pensando en un regalo de despedida. ¿Qué sería más práctico que un chaleco neumático, el cual pudiera inflarse por un tubo de goma?

-Podrías pasarte días flotando con él -dijo Brian. Pero debía decidir entre el salvavidas y ropa de abrigo. No podía llevar las dos cosas debido a su volumen, y yo odiaba el frío por lo que dejé el chaleco.

Y Jock Cameron, el mecánico de Brian, me entregó un ramito de brezo. Caso de haber sido un ramo completo de brezo con sus raíces en una maceta de barro creo que me lo hubiera llevado, voluminoso o no. La bendición de Escocia, concedida por un escocés, no es algo que se deba dar por sentado. Ni iba a tomar a la ligera los buenos deseos de un mecánico de tierra, pues estos hombres son el contacto del piloto con la realidad.

Teniendo detrás nuestro todos estos siglos peatonales, es increíble que hayamos aprendido a volar en unas cuantas décadas; es un pensamiento excesivamente vertiginoso, una presunción excesivamente orgullosa. La suciedad en las manos de un mecánico, el tornillo deformado, el perno de acero rajado bajo los pies en el suelo del hangar, sólo estas cosas y la angustia que la cara de un Jock Cameron puede demostrar por un piloto y su avión antes de un vuelo, sirven para recordarnos que, sin ninguna diferencia con el brezo, nosotros también somos terrestres. Volamos, pero no hemos conquistado el aire. La naturaleza preside con toda su dignidad y nos permite el estudio y el uso de aquellas fuerzas según las vayamos comprendiendo. Es entonces cuando nos permitimos la intimidad, habiéndosenos concedido sólo la tolerancia, y cuando la vara dura cae sobre nuestros desvergonzados nudillos y el dolor nos escuece, miramos hacia arriba asustados por nuestra ignorancia.

-Aquí tienes un ramito de brezo -dijo Jock, y yo lo cogí y me lo metí en el bolsillo de mi cazadora de vuelo.

Había coches de la prensa aparcados en el exterior de la pista de Abingdon y también varios aviones de prensa, y fotógrafos, pero la R.A.F. mantuvo a todo el mundo apartado excepto a los técnicos y a algunos de mis amigos.

Hacía un mes que los Carberry habían embarcado hacia Nueva York para esperarme allí. Tom seguía fuera de mi alcance sin conocer mi decisión de partir, pero no le importaba demasiado, pensé yo. No le importaba demasiado porque Tom no cambiaba, ni como piloto para todo ni como amigo para todo. Si no nos veíamos en un mes, o en un año, o en dos años, como algunas veces sucedía, tampoco importaba. Ni esto tampoco. Tom nunca diría: Deberías haberme informado.

Suponía que yo ya había aprendido todo lo que él había intentado enseñarme y mi opinión sobre él, incluso entonces, era la que el más simple de los estudiantes debe tener de su mentor. Podía sentarme en una cabina abarrotada de depósitos de gasolina y poner rumbo a Norteamérica, pero el conocimiento de mis manos sobre los controles sería el conocimiento de Tom. Repetiría sus palabras de precaución y sus palabras de consejo dichas hace tanto tiempo y tantas veces, en el transcurso de brillantes mañanas sobre el campo o sobre el bosque, o con una montaña viéndose a lo lejos en la punta de las alas, si yo preguntaba.

Por tanto no le importaba, pensé. Era tonta por pensarlo.

Puedes vivir toda una vida y, al final, saber más de la gente que conoces que de ti mismo.

Aprendes a observar a los demás, pero nunca te observas a ti mismo porque luchas contra la soledad. Si lees un libro, o cortas una baraja de cartas, o cuidas a un perro, te evitas a ti mismo. El odio a la soledad es tan natural como el deseo de vivir. Si fuéramos de otra manera, los hombres no nos habríamos preocupado por crear un alfabeto, ni por formar palabras con los simples sonidos animales, ni por cruzar continentes, para que cada hombre vea cómo son los demás.

Permanecer solo en un aeroplano durante tan poco tiempo como pueden ser una noche y un día, irrevocablemente solo, sin nada que observar excepto los instrumentos y tus manos en la semioscuridad, sin nada que contemplar excepto el tamaño de tu pequeño valor, sin nada en qué cavilar excepto en las creencias, los rostros y las esperanzas enraizados en tu mente, es una experiencia tan sobrecogedora como cuando una noche te percatas por vez primera de que hay un desconocido caminando a tu lado. Tú eres el desconocido.

Ya es de noche y estoy sobre el Sur de Irlanda. Veo las luces de Cork y están mojadas. Están empapadas de lluvia irlandesa y yo me encuentro encima de ellas y seca. Estoy sobre ellas y el avión zumba en un mundo de sollozos, pero no me comunica tristeza. Siento la seguridad de la soledad, el regocijo de la huida. En tanto pueda ver las luces e imaginar a la gente debajo me siento egoístamente triunfante, como si hubiera burlado toda vigilancia y dejado incluso el pequeño dolor de la lluvia en otras manos.

Hace poco más de una hora que salí de Abingdon. Inglaterra, Gales y el Mar de Irlanda quedan tras de mí, como queda atrás el tiempo pasado. En un vuelo transoceánico el tiempo y la distancia son iguales. Pero hubo un momento en que el tiempo se detuvo, y la distancia también. Fue el momento en el que elevé el Gull Azul y plata del aeródromo, el momento en que los fotógrafos dirigieron sus cámaras, el momento en que sentí cómo el avión rechazaba su carga y se encorvaba hacia la tierra en una rebelión resentida, para escuchar por fin la persuasión de la palanca y los elevadores, el dogmático argumento de los proyectos que decían que tenía que volar porque las cifras lo demostraban.

Entonces voló y, una vez nacido al aire, rendido al sofisma del tablero de un delineante, dijo:

Bueno, ya he levantado el peso. Ahora, ¿adónde nos dirigimos?, y la pregunta me había aterrorizado.

Nos dirigimos a un lugar a tres mil seiscientas millas de aquí, dos mil millas de océano ininterrumpido. La mayor parte del recorrido será por la noche. Volamos al Oeste con la noche.

Así pues Cork está detrás de mí y delante el faro de Berehaven. Es la última luz de la última tierra. La observo y cuento la frecuencia de sus destellos, tantos por minuto. Después lo dejo atrás y vuelo hacia el mar.

Ahora ha desaparecido el miedo, sin haberlo vencido ni razonado. Ha desaparecido porque otra cosa ha ocupado su lugar; la seguridad y la confianza, la creencia inherente en la seguridad de la tierra bajo los pies, ahora esta fe pasa a mi avión, porque la tierra se ha desvanecido y ya no hay nada tangible en lo que fijar la fe. Volar es sólo escapar momentáneamente de la custodia eterna de la tierra.

La lluvia sigue cayendo y en el exterior de la cabina la oscuridad es absoluta. El altímetro dice que el Atlántico está a dos mil pies por debajo, el Sperry Artificial Horizon dice que vuelo en trayectoria horizontal. Creo que llevo una desviación de tres grados más de lo que indica mi mapa meteorológico y vuelo en consecuencia. Vuelo a ciegas. Un rayo sería una ayuda. También una radio, pero, ya puestos, también un tiempo despejado. La voz del hombre del Ministerio del Aire prometió que no habría tormenta.

Siento que el viento se levanta y cae la lluvia. El olor a gasolina en la cabina es tan fuerte y el zumbido del avión tan alto que mis sentidos están casi embotados. La idea de que pudiera haber otra existencia se hace cada vez más impensable.

A las diez de la noche vuelo por la trayectoria del círculo máximo de Harbour Grace de Terranova, con un viento de frente a cuarenta millas, a una velocidad de ciento treinta millas por hora. Debido al tiempo, no puedo estar segura de cuántas horas tengo que volar, pero creo que serán entre dieciséis y dieciocho.

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