Read Al Oeste Con La Noche Online
Authors: Beryl Markham
Algo he leído sobre la trata de blancas, pero jamás supuse que iba a encontrarme con una víctima de ella. Ni siquiera sabía que era trata de blancas hasta que alguien se lo dijo; sólo creía que la vida era así.
-¿Qué piensa ahora?
-Quiere salir de aquí, pero no tiene dinero. Quiere volver al país donde nació. Cree que podría ser Holanda, pero no lo sabe. Dice que tiene árboles con fruta y que a veces refrescaba. Es todo lo que sabe. Creo que se ha vuelto imbécil intentando recordar más. Es espantoso que eso le pase a alguien; es como despertarse y no saber dónde has pasado la noche anterior, sólo que peor.
¡Imagínate no saber dónde has nacido!
-¿Cuál era su idioma original?
-Eso también es un misterio -dijo Blix-. Aprendió el holandés con un marino holandés y algo de árabe, italiano y otros ligeros conocimientos en uno y otro burdel. Lo mezcla todo.
-Bueno, es muy triste, pero no puedes hacer nada al respecto.
-Puedo hacer un poco. Voy a darle algo de dinero.
Mientras permanecíamos en El Cairo a Blix le habían robado doscientas libras esterlinas en una barbería. Era casi todo lo que había ahorrado de su último safari. Calculé que le quedaban unas cincuenta, pero sabía que era un filántropo incorregible. Imagino que cualquier hombre que intentara timar a Blix un chelín arriesgaría su vida, pero si el mismo hombre le pidiera un chelín, sin duda recibiría veinte.
-Es tu dinero y tus buenos sentimientos -dije-, pero ¿cómo sabes que dice la verdad?
Blix se levantó y se encogió de hombros.
-Cuando te pisotean hasta el fondo del pozo como la han pisoteado a ella, no estás obligado a decir la verdad, pero creo que me ha dicho parte. De todas formas no esperes oír la verdad bíblica por unas cuantas libras.
Subimos e intentamos dormir un poco. Retiré el colchón de la cama y me estiré encima de los muelles, totalmente vestida. Al cabo de unos diez minutos oí los ronquidos de Blix con magnífica resonancia, pues se había tumbado en el suelo de su habitación, encontrándolo tan cómodo, yo lo sabía, como la tierra de la jungla que durante años había sido su cama.
No sé cuándo ni cómo le entregó a la mujer su contribución a la cruzada contra la opresión de este mundo; quizá ya lo había hecho cuando me anunció sus intenciones. Por lo menos, cuando nos preparábamos para salir de la lastimosa y triste casa de infamia a las cuatro y media de la mañana, nuestra mesonera estaba levantada y danzando en la cocina.
No puedo decir que su rostro estuviera iluminado por una nueva esperanza o que sus ojos brillaran con una luz más sugerente. Estaba pálida, desaliñada y todo lo abandonada que podía estar una mujer. Pero preparó una tetera y retiró las omnipresentes cucarachas de la mesa con un gesto indignado. Y después de bebernos el té, cruzar el patio y subir la calle que todavía estaba casi a oscuras, la dueña del burdel permaneció largo rato ante su burdel con la vela encendida que lloraba sebo sobre sus manos. Fue la única luz que pudimos ver en cualquier lugar del jardín de los Dioses.
Cruzamos el golfo de Sidra y aterrizamos primero en Trípoli y después en Túnez, y entonces volvimos a ver montañas verdes y por fin, llegamos al final del desierto y al final de África.
Al despegar del aeropuerto de Túnez, quizá debería haber dado una o dos vueltas e inclinado las alas a modo de despedida, pues sabía que, aunque África estaría allí siempre, no siempre estaría allí como yo la recordaba ni como la recordaba Blix.
África nunca es igual para quien la abandona y vuelve otra vez. No es una tierra de cambios, sino una tierra de caprichos y sus caprichos son innumerables. No es veleidosa, pero puesto que ha dado a luz no sólo a hombres sino a razas y ha acunado no sólo a ciudades sino a civilizaciones -y las ha visto morir y ha visto a otras nacer de nuevo- África puede ser desapasionada, indiferente, afectuosa o cínica, con el cansancio de la excesiva sabiduría.
El África de hoy puede parecer la tierra siempre prometida, casi alcanzada; pero mañana puede ser de nuevo una tierra oscura, ensimismada, desdeñosa e impaciente por la inutilidad de hombres ansiosos que han peleado en ella desde el experimento del Edén. En la familia de los continentes, África es la silenciosa, la hermana meditativa, cortejada durante siglos por imperios de caballeros errantes a los cuales rechaza uno a uno y con severidad porque es demasiado sabia y está un poco harta de la inoportunidad de todo esto.
Una vez la Cartago imperial debió de considerar a África como su propia provincia, su futuro imperio; y los hijos de los romanos que destruyeron dicha esperanza y hoy ya no son romanos se han retirado con un paso mucho menos firme que el de César sobre los caminos que conocieron el estruendo del calvario mucho antes de Cristo.
Todas las naciones tienen pretensiones de posesión sobre África, pero todavía ninguna la ha poseído por completo. Será tomada en su momento, rindiéndose no a la conquista de nazis o fascistas, sino a una integridad igual a la suya propia y a una sabiduría capaz de comprender su sabiduría y de discernir entre la riqueza y la satisfacción. África no es tanto un desierto como un depósito de los valores primitivos y fundamentales, y no es tanto una tierra bárbara como una voz poco conocida. El barbarismo, por muy brillantes que sean sus adornos, sigue siendo extraño para su corazón.
-Volveremos -dijo Blix.
Y por supuesto lo haríamos, pero mientras sobrevolábamos el Mediterráneo hacia la isla de Cerdeña, con la costa de Túnez todavía bajo nuestras alas, no había ninguna señal de que África supiera que la abandonábamos, o de que le importara. Todo vuelve a ella, incluso las cosas triviales.
Encontramos Cerdeña y Cagliari, su ciudadela, la cual albergaba el último batallón de oficiales del ejército fascista con el que tuvimos que enfrentamos. Pero tras detenernos dos días más, primero debido a la sospecha de que yo no era una mujer sino un hombre disfrazado y segundo ante la genial conjetura de que, puesto que nuestros pasaportes estaban sellados con visados etíopes antiguos, los dos debíamos de ser espías (tampoco muy inteligentes), nuestros inquisidores por fin tenían que dejarnos libres.
Su renuncia a hacerlo era casi palpable. Aquí también había funcionarios y hombres del ejército mejor vestido del mundo, tascando el freno y lamentándose al mismo tiempo durante semanas, antes de que la llegada de un avión extranjero les diera la oportunidad de rodear a sus pasajeros y mantenerlos cautivos, tras las miradas de una batería de sellos de caucho con la nariz chata y respingona. Salimos de Cagliari y calculamos que los militares italianos nos habían retenido un total de diez días adicionales en el transcurso de un vuelo de seis mil millas, en el cual deberíamos haber invertido menos de una semana.
Entre Cagliari y Cannes el tiempo fue peligroso por vez primera en el viaje. Lo que había sido un cielo azul se convirtió en un fermento de nubes que se coagulaba ante un viento torrencial y oscurecía nuestra visión con cortinas de lluvia.
El Leopard Moth emprendió el desafío con una valentía firme, pero cuando la velocidad del viento alcanzó las sesenta millas por hora estando todavía sobre Cerdeña, y yo volaba en vuelo rasante con el ligero conocimiento de que el mar se encontraba en algún lugar allí delante y el conocimiento específico de que la isla sólo tenía un aeropuerto -el cual quedaba detrás- empezó a parecerme bastante probable que la costa francesa estuviera más lejos de lo que estaba cuando salimos de Nairobi.
Me di la vuelta y sonreí a Blix y él me devolvió la sonrisa con la misma alegría -o sea, ninguna-; y me percaté de cuánto más difícil es para un pasajero que para un piloto dominar los nervios con un tiempo así. Blix en particular estaba acostumbrado a depender de sus propios recursos y de sus propias manos en cualquier situación, pero en este caso permaneció sentado con la misma inutilidad y la misma incapacidad de un baúl, sabiendo al mismo tiempo que no teníamos radio, ni instrumentos especiales para guiarnos hasta nuestro objetivo.
Un aterrizaje forzoso era imposible; tal intento hubiera dado como resultado lo que las compañías de seguros con tanta ternura denominan una cancelación completa y la tormenta ya se había cerrado a nuestras espaldas como una trampa. Nos aproximábamos al mar con el avión a la deriva. Mantuve el morro en su rumbo considerando que la desviación era de veinte grados. Era como un trozo de basura atrapado en un vendaval y experimenté el sentimiento de inutilidad que todos los pilotos deben de sentir cuando las fuerzas naturales que gobiernan este planeta reafirman su soberanía (y expresan su desprecio) hacia el hombre pretencioso.
Volando a una altitud de cien pies vimos cómo la tierra se separaba del mar y vimos cómo el mar intentaba agarrar al viento con manos blancas y frustradas. El Mediterráneo azul no era el Mediterráneo de los libros de viajes; era el mar de Ulises con las embestidas de Eolo desbocándose sobre él. Habían reventado los grilletes de todos los vientos.
-No hay posibilidad de aterrizar ahora -dijo Blix.
Negué con la cabeza.
-No ha habido posibilidad desde que nos cogió la tormenta. Como no podemos quedarnos abajo tendremos que subir.
Calculé otra vez la desviación con todo el cuidado posible, establecí de nuevo el rumbo a Cannes y empecé a subir. Ganamos altura pie a pie, pero eso no era volar, era como perseguir a una serie de enemigos invisibles mientras sus golpes caían con una precisión exacta incluso en la oscuridad, y el avión rugía con cada uno de ellos.
A cinco mil pies seguíamos a oscuras, y a siete mil, y a ocho mil. Empecé a pensar que siempre sería así, pero el Leopard hizo honor a su nombre; subió arañando la empinada ladera de la tormenta hasta que a diez mil pies encontró la cima. Encontró un cielo tan azul y tan calmado que parecía como si el impacto de un ala fuera a rajarlo y nos deslizamos por una superficie de nubes blancas como si el aeroplano fuera un trineo y corriéramos sobre la nieve recién caída. La luz era cegadora, la misma luz que en verano llena un escenario ártico y es en realidad su elemento primordial.
Me volví hacia Blix, pero se había dormido con la confianza de un niño que al ver un mundo tan brillante no podría imaginarse ningún mal.
Por mi parte no podía estar segura de que mis cálculos sobre la desviación fueran exactos.
Techo cero es una frase que se explica por sí sola y todo el mundo entiende, pero la nomenclatura de vuelo siempre ha necesitado una descripción igual de concisa para una ausencia total de visibilidad por debajo. Suelo cero no parece una solución ideal, pero la presento a falta de una mejor, y con la misma generosidad sugiero que saltanubes puede indicar el apuro de un piloto en busca de un agujero por donde poder descender y alcanzar de nuevo la tierra, sin chocar a ciegas con nada.
No había agujeros en la pradera blanca e interminable por la que iba nuestro trineo. Era una pradera infinita construida de neblina convertida en hielo, y la luz brillante, la suavidad y la quietud del aire hacía que pareciera improbable y poco aconsejable que abajo, o en cualquier otra parte, hubiera otro mundo. Resultaba sencillo creer y casi desear que no lo había, pero la tolerancia a una metafísica tan poco convincente no era prudente; si nos habíamos desviado de nuestro rumbo, incluso unos cuantos grados, aterrizaríamos en la costa española o en la costa italiana y siempre había mar.
Estaba a punto de comprobar de nuevo mis instrumentos -por costumbre porque poco podían decirme ahora sin un punto fijo con el que reajustar la brújula- cuando el Leopard recibió una sacudida tan violenta que Blix se levantó de su sueño. Cerró los ojos ante la luz blanca y lanzó un juramento suave.
-¿Dónde estamos?
Un minuto antes no hubiera podido decirlo, pero los baches no podían significar más que montañas y las montañas para mí significaban Córcega. Nunca había establecido mi posición con respecto a nada tan intangible (por no decir invisible) como corrientes de aire contrapuestas, pero esta vez lo hice.
Me relajé en mi asiento, anuncié que estábamos aproximadamente a una hora de la costa francesa y le dije a Blix que mantuviera los ojos abiertos por los Alpes Marítimos. Pero no los vimos. En una hora salimos de nuestro mundo blanco de hielo y a mil pies vimos Cannes a una distancia de diez millas. Pasamos esa noche en París y la tarde del día siguiente Tom Black, Blix y yo estábamos sentados en el Mayfair de Londres, rodeados de todos los elementos reconfortantes de la civilización, y brindamos por África, porque sabíamos que África se había ido.
Blix la vería otra vez y yo también algún día. Y sin embargo, se había ido. Verla de nuevo no es vivir en ella de nuevo. Siempre puedes redescubrir un antiguo camino y pasear por él, pero entonces lo mejor que puedes hacer es decir: ¡Ah, sí, conozco esa curva!, o recordarte a ti mismo que cuando recuerdas aquel valle inolvidable, el valle ya no te recuerda.
XXIII
AL OESTE CON LA NOCHE
Raras veces he soñado sueños que merecieran soñarse otra vez o, por lo menos, ninguno digno de ser anotado. Mis sueños no son enigmáticos; están poblados de personajes plausibles, que hacen cosas plausibles y yo soy la más plausible entre ellos. Las voces de todos los personajes de mis sueños son tranquilas, como la del hombre que me telefoneó a Elstree una mañana de septiembre de 1936 y me dijo que había lluvia y fuertes vientos de frente en el Oeste de Inglaterra y en el Mar de Irlanda, y que había vientos variables y cielos despejados en medio del Atlántico y ausencia de niebla en la costa de Terranova.
-Si sigue decidida a cruzar el Atlántico a finales de este año -dijo la voz-, el Ministerio del Aire indica que el tiempo que puede predecirse será aproximadamente el mismo previsto para esta noche y para mañana.
La voz tenía algunas otras cosas que decir, pero no muchas, y después se fue, y yo me tumbé en la cama con cierta sospecha de que la llamada telefónica y el hombre que la hizo sólo eran partes de un sueño mediocre soñado por mí. Pensé que si cerraba los ojos la irrealidad del mensaje se restablecería y cuando los abriera de nuevo éste sería otro día normal, con su principio normal y su rutina normal.
Pero, por supuesto, no podía cerrar los ojos, ni la mente, ni el recuerdo. Podía permanecer allí unos instantes rememorando cómo había empezado y diciéndome a mí misma, en una repetición sin sentido, que mañana por la mañana, o cruzaría el Atlántico hacia América o no lo cruzaría. Pero con toda seguridad, lo intentaría.