Al Oeste Con La Noche (33 page)

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Authors: Beryl Markham

Nuestro mapa estaba marcado con tres X, cada una de ellas señalando una fortaleza. Las X estaban situadas a intervalos y en zigzag a través del desierto de Libia. Era la primera vez que me impedían aterrizar en Tobruk y no había duda de que los italianos se estaban preparando con todo detalle para algo más grandioso que la simple defensa de Libia. Sus fortalezas y sus pechos sobresalían mucho más allá de sus confines normales.

Desde el aire la primera fortaleza era igual a la concepción infantil de una fortaleza, levantada en la arena con una pala de juguete. Pero sólo se debía a las franjas amplias y vacías que la rodeaban; cualquier fortaleza del desierto, con independencia de la bandera ondeante en ella, parecería así. Pero habíamos perdido un tiempo precioso buscándola y también habíamos refunfuñado mucho por ello. Una vez alcanzado el objetivo lo encontramos descorazonador.

Los cuarteles estaban dispuestos alrededor de un cuadrado inmenso que parecía estar totalmente vacío y había torretas como las de una penitenciaría. Caso de haber escopetas estaban bien escondidas. Ya fuera a propósito o por necesidad, el material del que estaba construida la fortaleza era del mismísimo color que el propio desierto. Cuando volábamos en círculos, salieron unos hombres de los edificios y algunos agitaron las manos. Unos cuantos las agitaron con violencia, pensé que medio enfadados por la seductora libertad de nuestro avión frente a su trabajo pesado y seco, y medio dándonos la bienvenida como señal de que el mundo seguía siendo un mundo razonable que dejaba a los hombres volar en libertad o, al menos, a algunos hombres.

De aquella triste fortaleza no emanaba el espíritu de la aventura audaz. Sus moradores eran hombres a quienes habían arrancado sus raíces y las habían vuelto a plantar en la arena y cuyas casas tristes, además, reposaban precariamente sobre la misma materia insegura. Allí estaba simbolizada la beligerancia simulada de unos seres pasivos. Como las pomposas medallas del pecho del capitán, esta fortaleza era una de las diversas medallas colocadas con vanagloria, si no con dudosa estabilidad, en el gran torso gris del desierto.

Dimos otra vuelta, nos pusimos en trayectoria horizontal y continuamos la búsqueda.

-Una bomba la destruiría -dijo Blix.

Encontramos la siguiente fortaleza por la gracia de Dios, pero no la última. La palabra fortaleza da la idea de algo macizo, pero para el desierto de Libia una fortaleza no es mucho más que otro montecillo de arena. Una fortaleza no es nada. No podíamos seguir un rumbo, sólo contábamos con una marca de lápiz para encontrarla; y el tamaño de una cosa es grande o pequeño en relación con su fondo. En el cielo hay estrellas, en el desierto, sólo distancia. En el mar hay islas, en el desierto, sólo más desierto; construye una fortaleza o una casa en él y no habrás conseguido nada. No puedes construir algo que sea lo suficientemente grande como para que se pueda establecer cualquier diferencia.

En Libia, en el mes de marzo, la noche cae como si alguien soltara una contraventana. Un avión sin gasolina también cae o, por lo menos, desciende en espiral hasta acercarse al olvido.

-No nos preocupemos de la última fortaleza -le dije a Blix-. Prefiero que me metan en la cárcel en Benghazi antes que quedarnos en la estacada ahí abajo.

-El piloto eres tú -dijo Blix-, el doctor Turvy y yo sólo somos pasajeros.

XXII

BENGHAZI A LA LUZ DE UNA VELA

Los griegos de Cirenaica la llamaron Hespérides. Ptolomeo III estaba enamorado de su mujer, por eso la llamó Berenice. No sé quién le cambió el nombre por Benghazi, pero no es el primer acto de vandalismo que ha sufrido la antigua ciudad. Las piedras angulares de Benghazi, las tumbas de sus fundadores y conquistadores y gran parte de su historia permanecen todavía enterradas en criptas de roca talladas a mano.

La ciudad vive sobre un antiguo banco de tierra entre el golfo de Sidra y un erial pantanoso, y la sombra que proyecta ha cambiado de forma a través de los siglos. Una vez la sombra fue delgada y pequeña; una vez fue ancha y rematada con las puntas arrogantes de un castillo; una vez un monasterio le prestó sus tranquilos contornos a la fría silueta impresa cada día contra la arena.

Pero ahora, aunque el castillo y el monasterio siguen allí, sus sombras se disuelven en el borrón angular de los modernos edificios. La forma de la sombra ha cambiado y cambiará de nuevo, porque Benghazi se extiende por el sendero de la guerra. Marte da patadas a la pequeña ciudad hasta que se cae y ella cabezota se levanta de nuevo y vuelve a quedar reducida, pero no durante mucho tiempo. Es una pequeña ciudad con alma, un alma sucia quizá, pero las ciudades con alma raras veces mueren.

Como todos los puertos de mar del este, Benghazi es estridente y húmeda; está cansada y es sabia. Durante un tiempo vivió del marfil que transportaban las caravanas a través del desierto, comerciando con este tesoro y plumas de avestruz y cosas de menor importancia para un mundo agradecido, pero ahora comercia con materiales más toscos, o no comercia con nada en espera de que pase otra guerra aunque sabe que en realidad no tiene ninguna función, salvo dar cobijo a los ejércitos en marcha.

Blix y yo aterrizamos en Benghazi minutos antes de la noche. El aeropuerto italiano es excelente, como también los hangares. Esta última ventaja me resultó especialmente satisfactoria, pues yo sabía que nos quitarían el avión a toda velocidad y lo dejamos bajo siete llaves (con las cuales estuvo). Pero no fue nada satisfactorio el aviso de Blix de que nos esperaba la cárcel.

-Si fueran indulgentes -dijo- sólo deberían caernos cinco años por dejar de lado la última fortaleza. Fue un grave incumplimiento de la etiqueta.

Pero no nos cayó ninguno.

La frenética eficacia de la guarnición de Amseat pareció extinguirse antes de que alguien pudiera telegrafiar a las autoridades de Benghazi para informar de nuestra llegada y de que nuestra visita a cada una de las tres fortalezas debería haberse verificado. Nadie se preocupó.

Por supuesto, estábamos obligados a los trámites pesados y habituales de explicar a un surtido de funcionarios justo por qué estábamos allí -por no decir justo por qué estábamos vivos-; pero eso se había convertido en una rutina, tanto para nosotros como para ellos, y entonces llegaban a un punto muerto.

Cuando vino la orden que nos permitía ir al hotel, salimos del último de los edificios estatales por donde nos habían infiltrado y cogimos un taxi Fiat cuyo conductor árabe había permanecido emboscado ante los pórticos oficiales desde el momento en que entramos en ellos. El conductor sabía con toda seguridad que no había ni una sola habitación de hotel en todo Benghazi, pero decidió con absoluta tranquilidad dejar que descubriéramos por nosotros mismos tan descorazonadora noticia; fue de un hotel a otro sentado al volante con una especie de mirada de reojo en su cara y murmurando a tragos y a ratos en inglés que en el sitio siguiente seguramente habría habitaciones. Pero no había ninguna. Los ejércitos de Mussolini se nos habían adelantado en sus maniobras; Benghazi estaba ocupada por cincuenta mil botas pulidas.

Al final abandonamos. Teníamos hambre, sed y estábamos muertos de cansancio.

-Encuentre
cualquier sitio
-dijo Blix-, ¡
cualquier sitio
que tenga un par de habitaciones!

Cualquier sitio
fue la sucia periferia de Benghazi, la periferia que alojaba a los inútiles de veinte naciones, a los desechos, a la escoria tirada y olvidada hasta que por necesidad a veces uno debe abrirse paso a través de ella o pisarla. Llegamos a cualquier sitio atravesando una telaraña de calles apretadas, desiguales, oscuras e impregnadas de los olores de la pobreza, olores atrapados y estancados de una vida estancada. Cualquier sitio fue el ningún sitio de todas las ciudades, el montón de basura de los cascos humanos.

Me senté con Blix en la parte posterior del taxi y sentí que el cansancio se tornaba en depresión. El taxi redujo la marcha, hizo señas y paró.

Estábamos frente a un edificio cuadrado de barro de dos pisos. Algunas de sus ventanas tenían cristales, otras estaban cubiertas con trapos. Ninguna estaba iluminada. La estructura parecía rodeada de un halo mudo; miraba hacia la calle con la expresión inanimada de la imbecilidad.

Nuestro conductor hizo señas con el brazo hacia la puerta, que estaba abierta y tras la cual brillaba en alguna parte una luz amarilla.

-¡Ah! -dijo-. Menos mal, ¿no?

Blix pagó la tarifa sin contestar y entramos en un patio cercado por todas partes y con las paredes festoneadas de hileras de andrajos colgados. El aire estaba muerto y olía a muerto.

-Bonito lugar -dijo Blix.

Asentí, pero no nos divertía. Nos quedamos allí como estúpidos, yo con mi mono blanco de vuelo, que ya no era blanco, y Blix con unos pantalones tan arrugados que habían perdido su forma. Todo a nuestro alrededor era extraño y nosotros también nos sentíamos extraños, casi disculpándonos, creo.

Se abrió una puerta al fondo del patio y una mujer se aproximó hasta nosotros. Llevaba una vela encendida y la levantó para acercarla a nuestros rostros. Su propia cara encerraba el linaje de varias razas, de las cuales ninguna había dejado una diferenciación clara. Sólo era un pellejo con ojos. Habló, pero no entendimos nada. Ninguno de los dos habíamos oído jamás su idioma.

Blix hizo gestos con las manos para pedir dos habitaciones, la mujer asintió rápidamente, nos condujo al interior de la casa y subimos un tramo de escaleras. Nos enseñó dos habitaciones ni siquiera separadas por una puerta. En cada una de ellas había una cama de hierro que se encogía bajo una manta pringosa y tenía una almohada sin funda en la cabecera. En una de ellas había un lavabo de esmalte blanco en el suelo y la jarra que hacía juego se encontraba en el suelo de la otra habitación. Todo estaba cubierto de escamas de suciedad.

-Todas las enfermedades del mundo viven aquí -le dije a Blix.

Estaba lacónico.

Y nosotros también, hasta mañana.

Siguió a nuestra mesonera por las escaleras con la esperanza de encontrar comida y bebida, mientras yo me limpiaba la cara con pañuelos, hasta volver a ser reconocible. Después también la seguí.

Los encontré en una especie de celda mohosa en la parte posterior de la casa. En la celda había una estufa y dos estantes, y por las paredes patrullaban cucarachas. Blix había cogido una lata de sopa y otra de salmón, y estaba abriendo una de ellas mientras le hablaba a la cansada mujer y ella a él. Habían descubierto un idioma común, el cual no era realmente familiar para ninguno de ellos, pero servía.

-Hablamos holandés -me dijo Blix-, y en caso de que no lo hayas notado esto es un burdel. Lo lleva ella.

-Oh.

Miré a la mujer, después a las cucarachas de la pared y después a Blix.

-Ya veo -dije.

Por el esquema de las cosas era casi inevitable que este lugar debiera ser un burdel y esta mujer su dueña. Inevitable, pero poco tranquilizador, pensé. El esquema de las cosas era un esquema andrajoso.

Blix abrió la lata de sopa y vertió el contenido en una cacerola. La dueña del burdel apoyó sus frágiles hombros contra la pared y se quedó allí, movía la cabeza como un pájaro que diera picotazos. Iba vestida con harapos color púrpura, de tal manera colocados que resultaba inconfundible la librea de su comercio. Y sin embargo, pensé que sería fácil una transformación. Se le pone un delantal, se le quita la máscara de pintura de la cara y podría utilizarse como tema adecuado para un artista deseoso de hacer una representación de la miseria, la desesperación y la soledad de todas las mujeres obligadas a llevar a cabo trabajos pesados. Podría haber sido una costurera, la esposa de un trabajador del campo, una asistente, una camarera que ya no es doncella.

Podría haber sido cualquier cosa, pero de todas, ¿por qué ésta?

Blix me pasó un plato de sopa y, como si fuera la clave para su retirada, nuestra mesonera salió de la habitación sonriendo abierta e insípidamente. Hacía tiempo que había olvidado el significado de una sonrisa, pero le quedaba la capacidad física para hacer el gesto. Como la sonrisa mal controlada de un títere, la suya era exagerada, y una vez hubo desaparecido y algún lugar de los pasillos de la casa oscura se tragase las pisadas de sus zapatillas, la mueca frágil y fija quedó colgada ante mis ojos, despegada y casi tangible. Flotaba en la habitación; poseía la misma tristeza que las baratijas pintadas que ganan los niños en el circo y que quieren hasta que se rompen. Pensé que la mueca de la dueña del burdel se haría añicos si la tocábamos y caería al suelo en pedazos.

-Estás pensativa -dijo Blix.

Comió parte de la sopa y también parecía pensativo.

-Hace siglos -dijo- Benghazi se llamaba Hespérides, El Jardín de los Dioses.

-Ya lo sé. El jardín necesita atención.

Blix sacó una botella de vino blanco dejada por algún soldado italiano y olvidada por sus sucesores. Bebimos el vino en copas de esmalte y tomamos la sopa y el salmón frío entablando, mientras comíamos, una batalla de roces contra las cucarachas.

La superficie de la mesa de madera llevaba inscrita en grasa la historia culinaria de la casa.

Había una vela pegada en una botella, una estufa de queroseno y cuatro paredes sin ventanas. El contraste con el Shepheard de El Cairo era inevitable, pero no lo mencionamos.

Blix prefirió hablar de la dueña del burdel. Con la paciencia de un novelista esperanzado intercambiando un holandés deformado había conseguido sacar de ella una especie de sinopsis de su vida. Era una vida que más valía dejarla en sinopsis, demasiado sórdida y demasiado miserable incluso para permitirse el lujo de hacer un romance.

A la edad de seis o siete años la robaron de las manos de sus padres y la llevaron a África en barco. Recordaba que el barco era blanco por fuera y que se había mareado durante el viaje, pero no podía recordar nada más. A veces le pegaban, pero no demasiado. No había tenido momentos grandiosos y memorables de terror o sufrimiento, ni tampoco interludios especiales de felicidad como para recordar. Nada estaba muy claro, le había dicho a Blix. No sentía rencor por nada, pero últimamente el pensamiento del primer período cuyas fechas y lugares no recordaba bien había empezado a preocuparle mucho.

-Tenía unos dieciséis años -dijo Blix- antes de saber que la habían vendido a la prostitución.

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