Alcazaba (25 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

—¡Adine, Judit! ¿Dónde estáis? ¡Hay que esconderse!

Después todo quedó en silencio. Judit miraba aturdida por la ventana y vio a Sigal y a su prima, que corrían por los huertos y se perdían entre los árboles. Pero ella estaba como paralizada, sin aliento y sin ser capaz de dominar su pánico. Hasta que pudo reaccionar y se apresuró a huir también.

Una vez fuera, intentó ir hacia la espesura de los frutales, pero tropezó en la misma puerta con algo y cayó al suelo. Cuando trataba de levantarse, entró al galope en el patio un gran caballo rojizo montado por un guerrero que agitaba en el aire una espada larga y resplandeciente.

Judit volvió a caer, desvanecida a causa del miedo. En derredor, todo se balanceaba con lento movimiento. Aquel guerrero echó pie a tierra y se aproximaba diciendo algo; pero ella, aunque oía su voz, sentía que las palabras se perdían en el vacío tembloroso y oscuro de su confusión.

Entonces una voz más nítida y reconocible gritó desde alguna otra parte:

—¡No toques a esa mujer!

Judit volvió en sí, recobrando el resuello. Junto a la puerta de los baños estaba Muhamad, que la miraba fijamente con sus ojos negros. Ella tosió y, restregándose la garganta con las manos entumecidas por el terror, exclamó con gran esfuerzo:

—¡Muhamad! ¡Gracias al Eterno!

Él corrió a levantarla del suelo y la abrazó.

—Ya está, no pasa nada —decía—. Nadie te hará nada malo. ¡Yo estoy aquí!

Judit rompió a llorar y, entre anhelosos suspiros, le indicó:

—Mi tía y mi prima han huido al campo… ¡Hay que ir a buscarlas! Las apresarán esos hombres y…

—No te preocupes —respondió Muhamad—. Ya he dado órdenes de que respeten esta propiedad y a cuantos viven aquí. Esos guerreros pertenecen al ejército del emir de Córdoba; son amigos nuestros y harán lo que les pidamos.

Su voz sonaba acompasada, tranquila, y ello serenó un poco a Judit. Pero se sintió más tranquila cuando el guerrero volvió a montar en su enorme caballo rojizo y, sonriente, aseguró:

—Es verdad lo que dice el señor Muhamad, mujer; ninguno de nosotros os causará ningún mal. Todo lo contrario; hemos venido para defenderos y para garantizar la paz en estos territorios.

Dicho esto, se marchó por donde había venido.

—¿Oyes? —le preguntó Muhamad a Judit en voz baja—. No hay por qué temer. Ya te dije que el ejército del emir vendría un día u otro para poner orden. Confía en mí. Dentro de muy poco tiempo se solucionarán todos los problemas y la vida volverá a ser tranquila para todo el mundo. ¿Todavía estás asustada?

Ella le miró atentamente y distinguió el brillo ardiente en sus ojos. Pero el miedo aún la atenazaba y el corazón seguía latiéndole con fuerza. Contestó con lentitud:

—Eso quiere decir que habrá guerra…

Él la apretó contra su pecho para infundirle seguridad y permaneció callado.

En esto, regresaron Sigal y Adine, con el resto de las criadas. Venían todas sudorosas y excitadas, con visible pánico en los rostros. Al ver a Muhamad corrieron a hacerle reverencias y a besarle las manos.

—¡Ay, señor Aben Marwán! ¿Qué va a ser de nosotras? —decían—. ¡Ayúdanos, señor del castillo!

Muhamad las tranquilizó:

—No debéis temer; esos guerreros pertenecen al ejército del emir. Han venido para buscar rebeldes, pero nada tienen en contra vuestra. El general me ha garantizado que nadie aquí sufrirá ningún daño.

Sigal tomó la palabra en nombre de todas y expresó:

—Deberíamos ir a Mérida a refugiarnos. Aquí, con gente desconocida y armada por todas partes, no estaremos seguras.

—Menos seguras estaréis en Mérida —contestó él—. Allí puede pasaros cualquier cosa…

—Eso quiere decir que habrá guerra —indicó Judit—. ¡Debes decirnos la verdad! ¿Habrá o no guerra?

—Es posible… —respondió Muhamad—. Por eso, lo mejor será que os refugiéis en el castillo. Recoged vuestras cosas y seguidme.

Las mujeres obedecieron comprendiendo que no les quedaba otra solución.

Mientras preparaban en la casa el hatillo con lo que podían cargar, Sigal parecía malhumorada y nada conforme.

—Ya se salió con la suya este zorro —murmuraba entre dientes, haciendo visible su contrariedad—. Ahora no nos quedará más remedio que bailar a su son…

Judit se encaró con ella y le dijo:

—¿Encima de que se preocupa por nosotras hablas así de él?

Su tía la miró moviendo la cabeza con desazón y contestó:

—¡Pobre viuda ignorante! ¡Tú no conoces a los Banu Yunus! Pero yo llevo aquí toda la vida…

40

El viento bufaba rabioso, aullaba. Estaba amaneciendo. El duc Agildo permanecía todavía en su cama, después de una larga noche de vigilia e inquietud. Miró hacia la ventana y refulgió el resplandor de un relámpago, al que siguió el horrísono estallido de un trueno que retumbó en todo el palacio. A continuación hubo un silencio extraño. Luego se desató una lluvia violenta que crepitó en los tejados, en los árboles y en los enlosados del atrio.

La voz quejumbrosa y molesta del hortelano Demetrio resonaba entre sus rápidas pisadas en la arena mojada del jardín.

—¡Encima una tormenta! ¡Oh, Dios, qué condena! ¡Cuándo, Señor, podremos vivir en paz!

El estrépito de la lluvia se intensificó y se convirtió ahora en un violento golpear, ensordecedor, como un estruendo.

—¡Ay, perdóname, Dios del cielo! —suplicó a gritos el hortelano—. ¡Ahora granizo! ¡Mártir Eulalia, socórrenos! ¡Ay, mis ciruelas, mis parras, mis albaricoques, mis manzanas…! ¡Todo echado a perder! ¿No teníamos suficiente con el castigo de los malditos moros?

El duc se levantó, se vistió, se acercó a la ventana y se asomó. Fuera las cintas blancas de los relámpagos se precipitaban sin descanso más allá de las murallas, iluminando los campos solitarios. En los huertos se agitaban los árboles mientras el blanco granizo los fustigaba cruelmente. El viento arrancaba las hojas y las arrastraba por la tierra encharcada y cubierta de hielo.

Era muy triste ver a Demetrio, empapado, corriendo entre sus frutales con una desesperación rayana en la locura.

—¡El fin del mundo! —sollozaba—. ¡La hora de las tinieblas! ¡Perdón, Señor! ¡Jesucristo, ven con tu gloria y tu poder!

De repente, una de las ventanas se abrió y golpeó la pared; una ráfaga impetuosa de viento irrumpió en la habitación y revolvió las cortinas. El corazón de Agildo se agitó dominado por oscuros presentimientos. Cerró la ventana y se arrojó de hinojos al suelo para orar, confuso y aterrado.

Sintió que él solo tenía la culpa de cuantas desdichas estaban sucediendo; de que todo se deshiciera a su alrededor en aquella ciudad dividida; de que la estrella brillante de la Mérida Augusta de antaño ahora estuviese deslucida, confundida con aquella espesa tiniebla, sin ser capaz de retornar al cielo, y de que sus sueños de paz rodasen como ella por el suelo enfangado. Entonces deseó recuperar los días y los años pasados, para sustituir su indecisión y su pusilanimidad por arrojo y autoridad; las palabras, por obras; el tedio, por la determinación; quiso tener la oportunidad de reconducir las cosas. Pero todo eso era ya tan imposible como devolverle a la ciudad su gloria antigua; porque la vida solo se concede una vez y no se repite. Y esa imposibilidad le llenó de desesperación.

La tormenta se fue calmando y fuera solo se oía ya el monótono caer de una pausada lluvia. Pero él seguía arrodillado, con la frente pegada al frío suelo. Musitaba oraciones esperando que, como en otras ocasiones de desolación, pudieran devolverle el sosiego y la fe.

—¡Restáuranos, Señor! —balbució entre lágrimas—. ¡Que brille tu rostro y nos salve! ¡Alma mía, recobra tu calma! Misericordia, Señor; por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi pecado…, pues yo reconozco mi culpa… ¡Perdónanos, Dios Justo!

Se oyó el rumor de cascos de caballos. Después varias voces intercambiaron fuera algunas palabras, pero con las ventanas cerradas no se entendió lo que decían.

Después de un rato entró Salustiana en la habitación y, al ver a su marido postrado en el suelo, se detuvo y guardó silencio apretando los dientes. Luego, sonriendo tristemente, se acercó a él e, inclinándose, le puso con ternura la mano en el hombro y le preguntó:

—¿Qué te sucede?

Él contestó en voz queda:

—Nuestra vida se hace añicos…

Ella le comprendió y, por mucha que fuera también su pena, el deseo de ayudarle hizo asomar a su cara un ánimo grande.

—A nuestra puerta ha venido el abad Simberto con gente armada —dijo—. Vienen a pedirte que te pongas al frente del grupo que saldrá esta misma mañana hacia el monasterio de Cauliana para traer a los monjes a la ciudad.

Agildo se puso en pie y fue hacia la ventana; turbado, se alisó los cabellos y miró hacia el exterior.

—¡Los monjes de Cauliana! —exclamó volviendo los ojos hacia su mujer—. Si no los rescatamos, esos sarracenos de Córdoba los matarán. ¡He de ir allí!

Salustiana suspiró y le dijo animosamente:

—¿Te das cuenta? No has perdido toda tu autoridad, duc Agildo… ¡Quieren que tú les mandes! ¡Quieren que vayas con ellos a por los monjes!

—Sí, sí, sí —contestó él, presuroso, mientras iba hacia la puerta—. ¡No debemos perder tiempo!

En la sala principal del palacio, el duc recogió su grueso y nudoso bastón y salió al atrio. Había dejado de llover. Olía a tierra mojada y a romero. La mañana era gris y deslucida, los nubarrones de la tormenta se desplazaban hacia occidente y todo parecía hosco. A los pies de los árboles mojados, destrozados por el granizo, había montones de hojas rotas.

Junto a la puerta del jardín estaba el abad Simberto en compañía de dos jóvenes fornidos. El hortelano Demetrio les mostraba abatido los frutos perjudicados.

Agildo les saludó deseándoles la paz y ellos respondieron con una inclinación de cabeza. El abad dijo:

—Hemos venido para pedirte que nos acompañes hasta Cauliana.

El duc le miró adusto. Daba muestra de ese cansancio y malestar de quien se ha sentido dado de lado y ofendido en su orgullo. Simberto y aquellos jóvenes armados de botas empapadas le parecieron presencias agobiantes, innecesarias; algo que no guardaba relación alguna con la noche pasada, entre sentimientos de culpa y oscuros pensamientos. Pero sentía que debía hacer algo para acallar su conciencia maltrecha, y la oportunidad de ir a rescatar a los monjes de Cauliana se le antojaba providencial.

Por su parte, el abad Simberto estaba visiblemente alterado y trataba de disimularlo haciendo esfuerzos para demostrar que entre ellos no había pasado nada. Como el duc no contestaba, insistió:

—Queremos que vengas con nosotros a Cauliana. Los monjes están en peligro.

Agildo se dirigió a Demetrio y le ordenó:

—Anda, ve a las cuadras y di que ensillen el caballo.

El abad sonrió, dio dos o tres zancadas e, impetuoso, abrazó al duc y le besó en la mejilla.

—Ahora debemos perseverar unidos —dijo—. Perdonemos como buenos cristianos todo lo pasado.

Montaron en los caballos y se dirigieron hacia la puerta del Poniente. La ciudad permanecía cerrada y a lo largo de toda la muralla se estaban construyendo los artificios propios de la defensa: empalizadas de madera, plataformas, apostaderos, armazones y catapultas.

El oficial responsable de la puerta les advirtió de lo peligroso que resultaba salir, porque al otro lado de los muros se hallaba una enfurecida muchedumbre de beréberes esperando a que les permitieran entrar a cobijarse.

El duc le explicó:

—Debemos ir a por los monjes de Cauliana. Tenemos autorización del valí para ir hasta el monasterio y traerlos custodiados.

—Allá vosotros —dijo el oficial—. Podéis salir si es vuestro deseo, pero no os garantizo ninguna seguridad ahí fuera; los beréberes del arrabal del poniente están rabiosos esperando que les dejemos entrar.

No obstante estas advertencias, decidieron seguir adelante. Les abrieron las puertas y se pusieron en camino, a caballo, atravesando la multitud, recibiendo los insultos, las pedradas y el estiércol que les lanzaban a su paso. Cabalgaban delante el abad y el duc, seguidos tan solo por una docena de hombres; poca escolta para una misión tan difícil.

Dejaron atrás el arrabal y emprendieron el sendero que discurría paralelo al río, mirando a derecha e izquierda, guarneciéndose en las matas y los árboles si veían a alguien.

Cuando habían recorrido las dos leguas del alfoz que se extendiera entre la ciudad y el monasterio, vieron una columna de humo oscuro que se alzaba por encima de la alameda.

—¡Santo Dios, Cauliana está en llamas! —exclamó Simberto, llevándose las manos a la cabeza.

El duc arreó entonces a su caballo y avanzó al galope hacia el monasterio.

—¡Quieto, no seas loco! —le gritó a la espalda el abad—. ¡Detente! ¡Los cordobeses han debido de cruzar el río! ¡No te expongas!

Pero Agildo cabalgaba ya por la arboleda y alcanzó pronto los muros del monasterio, sin reparar en el peligro que podía correr.

La puerta estaba destrozada y el edificio permanecía en pie, aunque los tejados habían ardido. En todas partes se veían señales de destrucción y abandono. El sol caía a plomo y levantaba de la tierra húmeda un cálido vaho que se mezclaba con el olor a quemado. Entró el duc en el recinto y no encontró a nadie en la franja de terreno que se extendía delante de él.

De repente, le alcanzó el denso y repugnante hedor de la putridez. Avanzó y penetró en el cenobio por su puerta principal. Estaba silencioso y desierto. Pero, al llegar al claustro, se topó con una visión espantosa: decenas de cadáveres, decapitados, yacían sobre el enlosado cubierto de sangre oscura y seca; las cabezas estaban amontonadas al pie de las columnas y un enjambre de moscas sobrevolaba la carne corrompida.

—¡Oh, Jesucristo! —gritó Agildo—. ¡Los han asesinado!

Salió de allí profundamente afligido, aterrado, y se recostó en el brocal de un pozo, donde estuvo sollozando durante un largo rato. Después recorrió las dependencias del monasterio; el refectorio, la sala capitular, las celdas, la capilla, las despensas, las cuadras… Todo había sido revuelto, saqueado y destruido. A nadie con vida encontró y nada que tuviera el mínimo valor quedaba allí.

Cuando regresaba al camino, le salieron al paso Simberto y los demás caballeros cristianos. El duc, en medio de su dolor, les comunicó lo que había visto.

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