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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (29 page)

—No, padre mío, no lo aceptaré… ¡Tú eres quien merece ese cargo! ¡Lo has esperado toda tu vida! ¡No puedo aceptar eso! ¡Aunque tenga que morir!… ¡Yo no puedo traicionarte!

—Sí, hijo mío, sí… ¡No compliquemos las cosas!

El emir asistía atónito a esta escena y empezó a sentirse conmovido. Apuró el vaso de sirope que tenía en la mano y gritó:

—¡Haya calma! ¡Me estáis partiendo el corazón! ¡Callaos!

Se hizo un impresionante silencio y todas las miradas se volvieron hacia él de nuevo. Y Abderramán volvió a quedarse callado y pensativo. Pero al cabo, recuperando su sonrisa, sentenció:

—No hay por qué hacer un drama. No cargaré en mi conciencia con la culpa de enfrentar a padre e hijo. Reconduzcamos, pues, la cuestión. Marwán Aben Yunus será el valí de Mérida y tú, Muhamad, tendrás derecho a sucesión. Es mi última palabra.

Después de declarar esto, se puso en pie y se dirigió a la salida añadiendo:

—Mañana a primera hora te daré posesión del cargo, del palacio y del mando del ejército, Marwán. El pato estaba buenísimo… ¡Allah os bendiga!

De este modo terminó la conversación y la visita, hábilmente, sin permitir que nadie dijera ni una palabra más, para evitar nuevas complicaciones. Y salió sonriente el emir, como había venido, con aplomo y elegancia.

47

El jueves por la tarde, cuando se contaban ya diez días de la estancia del emir en Mérida, la guardia del palacio del valí se presentó repentinamente en la casa del cadí de los muladíes. Arrestaron a Sulaymán Aben Martín y a su hermano Salam y les quitaron las espadas. Luego los llevaron ante el jefe de la guardia, el cual les comunicó apesadumbrado que cumplía órdenes.

—¿Órdenes? ¿Órdenes de quién? —le preguntó Sulaymán.

El jefe de la guardia tenía la mirada grave, cargada de pensamientos. Permaneció en silencio durante un rato escrutando el rostro de los prisioneros, y luego contestó:

—No me queda más remedio que obedecer al nuevo valí.

—¿El nuevo valí? ¿Quién es el nuevo valí? —inquirieron los hermanos Aben Martín.

—Marwán.

Los Aben Martín se quedaron estupefactos.

—¡No es posible! ¡Será traidor! ¡Ahora se comprende todo!

El jefe de la guardia parecía nervioso y envuelto en dudas.

—¿Y qué voy a hacer yo? —exclamó—. ¡Cumplo órdenes!

Sulaymán, muy excitado, le gritó:

—¿No te das cuenta, estúpido? ¡Ahora nos cortarán las cabezas a nosotros! Pero, cuando se hayan servido de ti según sus conveniencias, también te quitarán de en medio.

El jefe de la guardia estaba visiblemente confundido.

—¡Cumplo órdenes!

—¿Qué ordenes ni qué…? —insistió el cadí con autoridad—. ¡Suéltanos inmediatamente! ¿No te acabas de enterar de lo que pasa? ¡Aquí todo va a cambiar! El valí Mahmud ha sido desterrado, el duc Agildo y el abad Simberto, degollados, y ahora acabarán con nosotros… ¡Nadie estará ya seguro en Mérida! ¿Crees que te respetarán mañana a ti? ¡Suéltanos!

Después de pensárselo durante un instante, el rostro del jefe de la guardia se iluminó de repente y respondió:

—Tenéis toda la razón. ¡Marwán es un traidor! Aquí nadie está ya seguro.

Enseguida dio órdenes a sus hombres para que cortaran las ligaduras que amarraban a los presos y que les devolvieran las espadas. Luego, con aire sobresaltado y presuroso, exclamó:

—¡Hay que huir inmediatamente! ¡Todos debemos escapar!

Sulaymán y Salam sintieron un inmenso alivio, que al momento cedió ante la prisa y la excitación. Y todos allí echaron a correr: ellos, el jefe de la guardia, los oficiales y los guardias que custodiaban la prefectura. Ahora debían ir a buscar a sus familias y ponerse a salvo, antes de que los aires de sospecha y delación que corrían por la ciudad les condujeran a mayores peligros.

La madrugada del día siguiente, que era viernes, se cumplió la venganza del nuevo valí. Cuando todavía no había amanecido, los soldados de Córdoba recorrieron el barrio de los muladíes e hicieron presos a muchos hombres; luego los condujeron en grupos a descampados. De nada sirvieron las quejas y los juramentos. Mataron a algunos, a otros los molieron a palos y a los que quedaron con vida los expulsaron de Mérida, bajo severa advertencia de que serían ejecutados sin contemplaciones si se les ocurría regresar. También fueron violadas muchas mujeres. No tuvieron miramientos ni siquiera con los ancianos; por más que rezaban con fervor a Dios o suplicaban clemencia en nombre del Profeta.

Un manto de pavor y sumisión envolvía a la ciudad cuando, la mañana del sábado, Marwán recorría sus calles a lomos de su mejor caballo, acompañado por todos sus hijos, su parentela, sus amigos, criados, esclavos y fieles partidarios. Antes de que el sol alcanzase su punto más alto, tomó posesión de su cargo y del palacio. Después se sirvió un gran banquete, presidido por el emir, en el que hubo derroche de obsequios, muestras de gratitud, parabienes, lisonjas y adulaciones.

Mientras, el cadí Sulaymán se enteraba de todos estos sucesos en su escondrijo en los bosques, fuera de la ciudad; pues había podido escapar a tiempo con los suyos por la puerta del Poniente. Su ira y su desolación empezaban a abonar el terreno al odio más inexorable.

48

Cuando tuvo la certeza de que Mérida estaba sometida a su voluntad y que, vencidos por un terror irresistible los espíritus díscolos, no volvería a alzarse ninguna testuz, Abderramán se fue al fin. Solo se despidió del gobernador Marwán y de su hijo mayor. La gran hueste del emir cruzó el puente y puso rumbo al norte por la antigua calzada de Toledo. No miraban los altivos cordobeses a derecha ni a izquierda; pues nada les interesaba ya de aquella ciudad humillada, donde subsistía apenas lo viejo de su pasado y muy poco de valor estimable. Dejaban tras de sí la aflicción y la inconfundible estela de polvo estéril que arrastran los ejércitos a su paso.

Transcurrió después el resto del verano, cargado de silencio e incertidumbre. El miedo atenazaba los corazones; igualmente los de quienes tenían el poder que los de los subyugados; palpitaba en todos ellos el recuerdo sombrío de lo que había sucedido. Nada se sabía de los desterrados, ni de los huidos, ni de los ocultos. Sobrevino el invierno acarreando la fría sospecha de que pudiera estarse urdiendo en alguna parte la venganza. Y si bien en un principio el rico Marwán se sintió feliz por haber alcanzado su sueño, pronto empezó a imaginar lo que podía estar tramándose entre los descontentos.

Entonces perdió la alegría, el sosiego y hasta el apetito, poseído por una presión hecha de conjeturas y apariencias que sentía vivamente fundadas en visos de verdad. De un día para otro el nuevo valí de Mérida se convirtió en un hombre viejo y roto. No se había visto anteriormente en situaciones peligrosas y le obsesionaba la tenebrosa imagen de los vengadores reunidos por ahí para decidir la forma y la fecha de su muerte: el dardo certero desde alguna terraza, el frío puñal oculto entre los mantos, el veneno invisible, el asalto repentino en la noche… Empezó a desconfiar de todo el mundo y se refugió con los suyos en el palacio interior del robusto alcázar.

Sin embargo, la habitual calma del joven Muhamad no parecía alterada, por más que su padre tratara a toda costa de hacerle participar de sus miedos y preocupaciones. El primogénito del valí no percibía las cosas de la misma manera que su padre y no tardó en cansarse del encierro. Una mañana impávida de aquellas, se levantó temprano y vio salir el sol en un cielo puro, haciendo brillar el verde de los campos solitarios al otro lado del río. Entonces decidió que era el momento de retornar a su ansiada libertad de antes.

Enterado Marwán de que su hijo estaba en las cuadras ensillando el caballo para salir de la fortaleza, corrió a disuadirle lleno de angustia.

—¡Dónde vas, insensato! ¡Hijo mío, Muhamad! ¿No te das cuenta de lo peligroso que es salir de Mérida?

—He de ir a Alange. Desde el verano no he ido y nada sé de mis cosas, de los criados, de los caballos, de los halcones…

—¡Y de esa mujer! —gritó el padre sofocado—. ¿Es por esa mujer por lo que te vas a jugar la vida, hijo?

Muhamad le miró muy serio.

—He de ir, padre.

—¡Qué locura! ¿No hay mujeres suficientes aquí? ¿No puedes conseguir aquí mujeres, halcones ni caballos? ¡Toda Mérida es nuestra!

Muhamad bajó la cabeza ligeramente mientras afirmaba la silla tirando de las correas. Dijo con voz queda:

—¿De qué nos ha servido ser los amos de todo? ¿Acaso no hemos arruinado nuestra felicidad?

—¿Nuestra felicidad? —replicó el padre agitado—. ¿Qué dices?

Dejó el hijo lo que estaba haciendo y se fue hacia él para hablarle con franqueza.

—Sí, nuestra felicidad; porque la felicidad significa ser libre, tener descanso, comodidades y trato con la gente.

—¡No caigas en fantasías absurdas! ¡Todo eso lo tenemos! Y además ahora mandamos nosotros…

—¿Y qué, padre? Vivimos encerrados, entre sospechas y temores. Si no podemos salir, ¿de qué nos sirve lo que hemos conseguido? Mírate al espejo, padre, estás pálido, desmejorado y triste. No te fías ni de tu propia sombra… ¡Hasta el apetito has perdido! Que ya es decir… ¿Y quieres convencerme de que somos felices?

Marwán se quedó mirando a su hijo en silencio. Su semblante reflejaba un estupor impresionante.

Muhamad añadió:

—Deberíamos hacer algo… No vamos a pasarnos el resto de nuestras vidas en una ciudad que nos odia y a la cual odiamos… Deberíamos hacer algo, padre.

A lo que respondió Marwán:

—¿Hacer algo? ¿Y qué podemos hacer?

—No sé… Tratar de ganarnos a la gente.

—¿Ganarnos a la gente? ¡Oh, Dios Creador de cuanto hay! ¿Ganarnos a la gente? ¡Qué tonterías dices!

—Sí. Al menos deberíamos saber con quién podemos contar.

Marwán contestó con tono despectivo:

—¿Estás tratando de sugerirme que le ría las gracias a los muladíes y a los infieles dimmíes? ¡Con lo que llevamos pasado! ¡A esa gente no hay quien la pueda contentar! Solo serán dichosos cuando vean nuestras cabezas rodando por los suelos… ¡Qué inocentón eres, hijo mío, Muhamad!

—¿Te das cuenta, padre? No te sientes nada seguro… Llevamos meses encerrados en la fortaleza. ¡Así no se puede vivir!

49

A la caída de la tarde la ciudad estaba casi desierta, como cada día al final de la jornada, cuando los mercados se habían cerrado y la gente se apresuraba a encerrarse en sus casas. Un aire de pesadez y tristeza lo envolvía todo. Reinaba ya la oscuridad en el barrio cristiano y al final de la vía principal, detrás de la basílica de Santa Jerusalén, empezaba a remontarse una pálida luna.

Un hombre joven, delgado y vigoroso atravesaba la plaza con decisión; la mirada perdida en los viejos edificios, como en trance de vidente, mirándolos a través de las lágrimas y buscando en ellos deslumbrantes recuerdos de pasada felicidad. De algún lugar se desprendía un olor a incienso muy suave, apenas perceptible, y esa fragancia traía a su memoria la imagen y la presencia de su padre, el duc Agildo. Porque aquel joven lloroso era Claudio, que, después de conseguir entrar en la ciudad camuflado entre unos mercaderes, acababa de enterarse de que en su ausencia habían sucedido cosas terribles.

En dos saltos subió la escalinata y estuvo frente a la puerta cerrada del
episcopium;
la golpeó con fuerza con los nudillos, impaciente, mientras un estremecimiento nervioso le recorría las piernas, y le atormentaba que fuera cierto lo que acababan de decirle.

Abrió un muchacho asustado, pálido, que musitó algo con tembloroso acento; pero Claudio le echó a un lado de un manotazo y, con la misma decisión, avanzó por la penumbra del vestíbulo y golpeó una segunda puerta con mayor ímpetu aún.

—¿Quién es? —preguntó una voz profunda desde el interior.

—¡Obispo, ábreme!

Hubo un silencio. Al cabo salió el obispo Ariulfo, alto, lívido, vestido con opaca túnica de lana, sobre la que brillaba el gran pectoral de plata. Miró con espanto en sus ojos grises al hijo del malogrado duc y exclamó:

—¡Claudio! ¡Bendito sea Dios!

El joven se inclinó para besarle la mano y luego alzó hacia él un rostro tristísimo e interpelante.

El obispo suspiró, se santiguó tres veces y murmuró:

—Dios le ha concedido la gloriosa corona del martirio… Supongo que ya te habrán dicho que… ¡Dios premiará el sacrificio y la sangre derramada de tu buen padre!

Y, tras pronunciar estas palabras, abrazó a Claudio y le condujo con afecto al interior del palacio, a una pequeña sala donde había una mesa y cuatro sillas.

El joven se sentó y se echó a llorar. Porque de pronto todo le pareció tenebroso, opresivo, terrible, y tuvo la impresión de que el techo se hundía y las paredes le aplastaban.

—¡Padre! —sollozó—. ¡Oh, mi pobre padre! ¡Debería haber muerto yo! ¿Por qué? ¿Por qué él…?

No obtuvo respuesta. El obispo se había situado detrás de la silla y le puso las manos sobre los hombros, dejando que se desahogara.

Claudio daba rienda suelta a su amargura e incluso pataleaba como un niño enrabietado.

—¡Padre! ¡Padre mío! ¡Malditos moros del demonio! ¡Los mataré! ¡Los mataré a todos!…

Ariulfo estaba atento a sus sollozos y trataba de infundirle calma sin decirle nada, simplemente con la presión de sus manos. Sentía que el corazón del joven latía con fuerza y que toda su angustia se expandía por la habitación, ya casi completamente a oscuras.

Guardaron silencio un rato. Mientras se escuchaban solamente los sollozos y la respiración agitada de Claudio.

Después el obispo salió de la sala y al cabo regresó trayendo un vaso de agua.

—Bebe un poco —dijo—; debes serenarte. Pareces muy cansado.

Claudio se puso en pie, bebió el agua con grandes sorbos y balbuceó con aire culpable:

—Si yo hubiera estado aquí, esto no habría pasado. Debimos armarnos entonces, cuando aún estábamos a tiempo… Debimos defendernos.

—Sucedió todo muy rápido —dijo Ariulfo, suspirando—. ¡Fue terrible, terrible! Satanás actúa así; de manera intempestiva, fulminante…

—¡Cuéntamelo todo! —le rogó el joven, mientras se enjugaba las lágrimas con los dedos.

El obispo fue hacia una pequeña cómoda que estaba en un rincón, abrió el cajón y buscó a tientas algo dentro. Sacó un pañuelo y se lo dio a Claudio. Le dijo con semblante grave:

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