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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (32 page)

Los oyentes prorrumpieron en un murmullo sordo, contenido, pues se había dado orden de no alzar las voces, por ser la reunión secreta.

Ariulfo carraspeó y prosiguió su discurso:

—Y así, con la espada, el hambre y la cautividad fue devastada no solo la España ulterior, sino también la citerior, más allá de nuestra Lusitania, al norte, al este y al oeste. Con el fuego quedaron asoladas aquellas hermosas ciudades, reducidas a cenizas, con sus monumentos e iglesias; fueron mandados crucificar señores y siervos y descuartizados jóvenes y lactantes… Y de esta forma, sembrado en todas partes el pánico por la furia agarena, las pocas ciudades restantes se vieron obligadas a pedir la paz… Y los cien años de cautiverio que sobrevinieron ya se cumplen… ¡Ya es demasiado tiempo, Señor de los ejércitos!

En el silencio de la concurrencia, resonaban suspiros y algún que otro lamento sordo. Entonces el obispo crispó la mano sobre la cruz de plata que llevaba en el pecho y gritó:

—¡Dios ha de perdonarnos! ¡El Altísimo nos dará la libertad! ¡Dios de los ejércitos, ven a socorrernos! ¡Hagamos por fin algo, hermanos! ¡Despertemos de nuestro sueño, pues pasa la noche y el día está cerca!

Como si atendiera a esta llamada, subió al improvisado estrado el voluminoso comes Landolfo y anunció:

—Cristianos de Mérida, preclaros, patricios y plebeyos, hombres todos de buena voluntad, hoy os vamos a comunicar una gran noticia.

Hubo un silencio. La expectación era muy grande. Después el comes hizo un gesto con la mano invitando a alguien de la concurrencia para que también subiera.

Un joven robusto se encaramó en el armazón. Vestía un holgado sayo, largo hasta los pies, bajo cuya tela parda su figura parecía descomunal. Llevaba la cabeza cubierta con un gorro de lana y su mirada tenía una especial fiereza. Una especie de delirio parecía poseerle.

El comes Landolfo se dirigió nuevamente a la reunión e indicó en tono triunfal:

—¡Mirad! ¡Este es el duc Claudio!, el primogénito y heredero de nuestro duc Agildo.

Se escucharon aclamaciones de asombro, y todos le miraron con ojos de incredulidad. Landolfo añadió entonces:

—¡Es él, en persona! ¡Ha vuelto! Como los veinte jóvenes que emprendieron hace año y medio un viaje al Norte, a los reinos cristianos. ¡Todos han regresado! ¡Sanos y salvos! Ninguno de ellos ha sufrido percance alguno que deba destacarse. ¡Parece un milagro!

—¡Bendito sea Dios! —rezó alguien.

Y Landolfo aseveró:

—Dios es testigo de lo que hoy tenemos que contaros. Estos jóvenes han estado en Asturias y han sido recibidos por el rey cristiano, ¡el rey legítimo de todos los godos! Allí se ha vencido al fin a los sarracenos. ¿Os dais cuenta? ¡Los agarenos no son invencibles! ¡Su ruina ha comenzado! ¡Ha llegado la hora de nuestra esperanza! ¡Dios nos va a ayudar!

El comes repitió estas últimas palabras, pero en el tono de su voz había ahora algo de misterio.

—¡Dios nos ayudará!

Dicho esto, sacó un cuchillo que llevaba en el cinto y se aproximó al joven Claudio. La hoja afilada resplandeció en la penumbra de la bodega.

Todos pusieron en él sus ojos, sorprendidos, desconcertados, sin comprender lo que estaba pasando.

Landolfo agarró con su mano grande el sayo de Claudio y comenzó a desgarrarlo ayudándose del cuchillo. Mientras tanto, se alzaba entre los presentes un clamor temeroso. La tela rota cayó al suelo y apareció ante la mirada de todos la armadura que vestía el joven, bruñida, refulgente, y la capa color púrpura sobre sus hombros.

Una aclamación unánime brotó en la concurrencia.

—¡Duc de Mérida! —decían—. ¡Dios sea loado!

Cuando Claudio se quitó la gorra de lana, su rubio cabello brilló y se convencieron de que era él. Entonces se aproximó el obispo y coronó su cabeza con la diadema de oro.

A continuación, el comes Landolfo le entregó la espada, dobló la rodilla ante él y le besó la mano. Exclamó:

—¡Tenemos duc! ¡Viva el duc!

—¡Viva!

—¡Viva el duc!

—¡Dios le guarde!

Cuando se hizo de nuevo el silencio, todos clavaron sus miradas llenas de interés y veneración en Claudio, y él, que había permanecido hierático y serio, sonrió repentinamente con embeleso; tomó la palabra y expresó triunfante:

—En efecto, he viajado al Norte y he estado en la corte del rey Alfonso II, al que todos conocen ya allí como el Casto. ¡Tendríais que haber visto con vuestros propios ojos lo que allí vimos nosotros! En Asturias, en la Galaecia y más al sur incluso, en los amplios territorios que los cristianos han recuperado, reina el
ordo
godo; y nadie está dispuesto a que las cosas sean de otra manera. Les hemos contado cómo vivimos nosotros, la tiranía que soportamos y las duras cargas que los agarenos ponen sobre nuestros hombros… ¡Verdaderamente, somos dignos de compasión! ¡Somos corderos entre lobos! Por eso el rey cristiano del Norte se ha compadecido de nosotros e incluso derramó muchas lágrimas por causa nuestra y encargó a sus obispos y sacerdotes que celebrasen misas para rogar a Dios por esta ciudad. Pero asimismo nos conminó a levantarnos contra el tirano de Córdoba y a unirnos a todos los cristianos que ya luchan por la liberación.

Se oyó un murmullo de intranquilidad. Durante unos instantes, los grandes ojos grises de Claudio pasaron revista a los rostros de los que estaban allí y después prosiguió:

—Quizá no tenga necesidad de recordaros que todo en la vida tiene un precio. No podemos desear ser libres sin hacer nada para lograrlo.

Los presentes se miraban asombrados, mientras su joven duc continuaba:

—¿De qué os espantáis? Ya no podemos aguantar más. Nuestra gente se muere de hambre y de enfermedad y cada vez son más los que emigran a otras tierras. ¡Mirad nuestra augusta ciudad! ¿Qué nos queda? ¿Dejaremos que nos sigan pisoteando en el barro?

Se hizo un impresionante silencio y el ambiente empezó a cargarse de odio contenido. Tomó ahora la palabra el comes Landolfo y dijo:

—¿No os dais cuenta? ¡Era esto lo que estábamos esperando! Si ese Marwán se piensa que es el amo de esta ciudad, se equivoca, porque… ¡le queda poco tiempo!

Todos se quedaron perplejos y con el espíritu rebosando propósitos asesinos, pero todavía no eran capaces de ver con claridad cómo debían actuar. Entonces Claudio les expuso el plan que había concebido con determinación.

—Comprendo que sintáis temor —dijo—. Porque ciertamente el poder de Marwán es muy grande. Fuera de la ciudad acampa todavía una parte del ejército de Córdoba y ese enemigo no es despreciable. Pero tampoco nosotros estamos solos.

Después de decir esto, paseó la mirada por la bodega como si buscara a alguien entre los presentes y, deteniendo sus ojos en el vendedor de velas y los dos hombres que habían entrado con él, añadió:

—Aquí, entre nosotros, hay unos enviados del cadí Sulaymán. Si os digo que no estamos solos es porque la gente muladí y los beréberes del antiguo valí Mahmud están dispuestos a aliarse con nosotros en contra de Marwán.

Todos se volvieron para ver a los hombres que habían entrado con el cerero. Y uno de ellos, alzando la voz, precisó:

—¡Es verdad lo que dice el duc! Sulaymán nos envía para deciros que ha estado reuniendo gente por todas las aldeas. Ha formado un ejército que viene dispuesto a enfrentarse a Marwán y a ponerse de nuestra parte.

Los presentes estallaron en un murmullo jubiloso. Algunas voces destacaban por encima de las demás:

—¡Por fin! ¡Ha llegado la hora!

—¡Hay que armarse! —gritaban otros—. ¡Ahora o nunca!

Claudio alzó entonces la espada por encima de su cabeza y exclamó:

—¡Cada uno a su casa! ¡Apenas tenemos el tiempo necesario para armarnos! Reunid a todos los hombres que podáis y permaneced a la espera. Cuando oigáis repicar las campanas de todas las iglesias llamando a rebato, echaos a las calles y acudid a concentraros frente a la basílica de Santa Jerusalén.

54

A la hora del almuerzo, Marwán estaba en su palacio, sentado ya a la mesa, delante de una empanada de liebre, humeante, que tenía muy buen aspecto; pero él había perdido por completo el apetito. Pálido de ira, le gritaba a su hijo Muhamad:

—¡¿Cómo se te ocurre pensar en bodas precisamente ahora?! ¿Es que no eres consciente de lo que nos pasa?

Muhamad contestó débilmente:

—Tengo edad suficiente para casarme… Ya te he dicho que voy a tener un hijo…

Marwán suspiró y su lamento retumbó en la estancia:

—¡Un hijo! ¡Un hijo! ¡Un hijo! ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso? Una cosa es ser padre y otra casarse… ¿Tienes que casarte precisamente ahora? ¿Cuando tenemos miles de problemas?

—¡Siempre tenemos problemas! —replicó con aspereza Muhamad—. ¡Siempre hemos tenido problemas! Nunca hemos podido vivir con reposo.

—¡¿Cómo dices eso, hijo mío, Muhamad?! ¡Precisamente tú! Tú, que te has criado como un príncipe, entre caprichos y comodidades, ¡nada te he negado! Y ahora que te pido comprensión, ayuda… ¡Ahora que tanto te necesito, me vienes con bodas!

Muhamad se encogió de hombros, desesperanzado, y advirtió con voz casi imperceptible:

—Estoy viendo que al final tendré que irme a vivir a Córdoba.

Su padre se levantó de la mesa y fue hacia él, haciendo un movimiento convulsivo con la cabeza, como si le fuera a dar un ataque.

—¡Me vas a matar! ¡Acabarás matándome tú a disgustos en vez de esos asesinos que conspiran en contra mía ahí afuera! ¡Entre todos acabaréis matándome!

—¡No digas esas cosas, padre! —exclamó Muhamad, inclinándose hacia él—. ¡Nadie quiere matarte!

Tambaleándose, Marwán caminó hasta un diván y se dejó caer en él pesadamente, sollozando:

—¡Ten piedad de mí, Allah el Misericordioso!

Muhamad, muy conmovido, se echó a sus pies.

—¡Dime lo que debo hacer, padre! ¡Dime quién conspira contra ti!

Marwán lloraba, estremeciéndose, mientras las manos de su hijo le agarraban las piernas con fuerza. Los sollozos le sacudían de tal forma que Muhamad sintió una pena enorme y volvió a rogarle:

—¡Dime qué hago!

Pero el padre parecía desconsolado, sumido en tristes pensamientos, ausente… Y permaneció así durante un largo rato, con el pecho agitado. Hasta que, de repente, lanzó un profundo suspiro y movió la cabeza hacia su hijo con un gesto rápido; clavó en él unos delirantes ojos y dijo entre dientes:

—Hijo mío, Muhamad, tú no sabes nada… No sabes nada de lo que nos pasa… ¡Es terrible!

—¿Qué? ¿Qué es eso que tanto te preocupa?

Marwán gimoteó un poco más. Después se puso en pie, se ajustó la túnica alrededor del grueso cuerpo y, arqueando sus pobladas y triangulares cejas, le dijo:

—Ve a cerrar esa puerta, nadie debe oír lo que voy a decirte… ¡No me fío ya de nadie!

Muhamad también se levantó y, de unas cuantas zancadas, cruzó la amplia sala para cerrar la puerta. Después regresó junto a su padre y quiso decir algo, pero Marwán se le adelantó y le pidió:

—¡Déjame que te cuente! Sentémonos y procuremos hallar algo de serenidad.

Muhamad respondió a estas palabras sin apartar de su padre unos atentos ojos y sentándose a su lado. Marwán, visiblemente preocupado, empezó a hablar con enronquecida voz:

—He intentado por todos los medios, ¡Allah es testigo de ello!, meter en cintura a esta díscola ciudad donde parecen mandar solo la demencia y la rebeldía… ¡Chusma miserable, que no son más que eso, chusma! Aquí uno no puede fiarse de musulmanes, ni de judíos ni de…, ¡ni mucho menos de cristianos! Ya me lo decía mi padre… ¡Ay, cómo me acuerdo ahora de él! Hace mucho que nosotros, los Banu Yunus, debimos habernos marchado de este lugar inmundo…

Muhamad, con visible disgusto, observó:

—¡Vayámonos a Córdoba, padre! Todavía estamos a tiempo.

Marwán se le quedó mirando pensativamente, meneando la cabeza, y después replicó con tristeza:

—No, hijo mío, no ahora… Ya no hay marcha atrás posible. Debemos afrontar nuestro destino.

—¿Y qué podemos hacer?

Su padre, haciendo una mueca de asco, contestó:

—¡Aplastarlos como a cucarachas! ¡En el fondo no son nada; son solo un hatajo de mercachifles e infieles piojosos! De gente así no podrá salir jamás un jefe, pues siempre acaban peleándose entre ellos… Tenemos a nuestro favor la invencible fuerza de Córdoba y debemos actuar con la mayor premura. Si no nos hacemos hoy mismo con esta ciudad, correremos un gran peligro. Pero no temas, hijo mío, porque tu padre ya lo tiene todo pensado…

Muhamad se puso en pie, tenía el rostro acalorado a causa de la rabia que habían infundido en su espíritu estas palabras, y la vitalidad de la juventud corría por su cuerpo esbelto y fuerte.

—¡Eso es! ¡Aplastémoslos de una vez y para siempre! ¡Acabemos con nuestros problemas!

—Siéntate, hijo —le pidió Marwán—; que aún no he terminado de decirte todo lo que he pensado. —Y, con voz más pausada, prosiguió—: No creas que tu padre ha perdido el tiempo durante estos últimos meses, mientras tú pensabas en bodas…

Se quedó pensativo unos instantes, sintiendo sobre sí la intensa y furibunda mirada de su hijo. Después explicó:

—Tengo espías en todos los rincones de la ciudad. Esos apestosos rebeldes se creen que estoy metido en mis cosas y que no me entero de nada… Pero estoy al tanto de cuanto traman… ¡De todo! Sé quiénes, cuándo y cómo…

Muhamad dijo violentamente:

—¡Pues démosles lo que se merecen hoy mismo!

El padre emitió un breve y sarcástico sonido, parecido a una risa, pero enseguida su rostro volvió a revelar un verdadero sufrimiento. Replicó:

—En estas cosas hay que ser prudentes, muy prudentes… Precisamente a ellos, a esos necios, les perderá su impaciencia; pera no así a nosotros, hijo mío.

Muhamad protestó con vehemencia:

—¡Pues dime de una vez tu plan!

—Es muy sencillo. Esos miserables dimmíes andan metidos en sus madrigueras como ratas esperando el momento. Pero no saben que yo también estoy preparado. Ellos pretenden hacerse con la ciudad de una manera rápida, sin darnos tiempo a reaccionar, para después abrirles las puertas a los de fuera, al astuto cadí Sulaymán y a Mahmud con sus beréberes. Mas yo tendré información con suficiente antelación para tener sobre aviso a los de Córdoba…

—¿Quién te dará esa información, padre? ¿Cuándo lo sabrás? —preguntó con impaciencia Muhamad.

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