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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (28 page)

Algunas mujeres rompieron a llorar. Entre sollozos, decían:

—Descansen en paz… Descansen en paz… Intercedan ante Dios por nos…

Ariulfo pareció cobrar brío y, alzando su voz con mayor energía, prosiguió:

—Mas no hay que perder la esperanza, caros hijos. ¡Eso jamás! Pues tenemos el respaldo de la santa palabra de nuestro Dios: «Estamos atribulados, pero no angustiados; en apuros, pero no desesperados; perseguidos, pero no desamparados; derribados, pero no destruidos…»; porque esta tribulación momentánea produce en nosotros un excelente y eterno premio de gloria; no miremos, hijos, a estas cosas terribles que se ven, sino a las que son invisibles; pues esto que vemos es temporal, pero lo que no vemos es eterno.

Muy pendientes de sus palabras, los fieles asentían con resignados movimientos de sus cabezas. El obispo les exhortó entonces:

—Pidamos, caros hijos, al Dios de toda dádiva que nos fortalezca y nos dé la capacidad que viene de lo alto para sobrellevar este momento de dolor y tribulación. ¡No nos cansemos de orar!, sabiendo que Dios tiene un propósito eterno para cada uno de nosotros, y por eso permite que seamos afligidos por un poco de tiempo.

Y señalando ahora el sepulcro con el índice, añadió:

—Nuestro duc Agildo ya ha vencido; él ha recibido ya el premio de gloria… ¡Y qué premio! Ahora es nada menos que un mártir, un testigo, un santo entre los santos de Dios. Y nosotros, siguiendo su ejemplo, de igual forma que él debemos sentirnos llamados a estar firmes en la fe, aun sabiendo que nos esperan tribulaciones, cárceles, azotes, persecución… ¡Y si Dios quiere la muerte! Porque vivimos bajo la protección y esperanza de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable.

Su rostro se ensombreció y, perdiendo la mirada en el fondo del templo y volviendo a su voz lóbrega de antes, concluyó:

—Porque sabed, caros hijos, que viene el príncipe de este siglo con el claro objetivo de hacernos la guerra y amedrentarnos para que perdamos la comunión que disfrutamos con nuestro Dios. ¿O acaso ignoramos que Dios, en su misericordia, permite que seamos afligidos por el enemigo de nuestras almas, como lo fuera el santo Job? ¡El tentador está ahí para probar nuestra paciencia! ¡Satán ha sido soltado! ¡Él está aquí, en nuestra propia ciudad para no darnos tregua!

46

La calma del mediodía caía sobre Mérida, que soportaba, sumida en un silencio denso, la canícula de junio. En el extremo norte de la ciudad, fuera de las murallas, las poderosas fortificaciones que rodeaban la casa de Marwán se hallaban custodiadas por un ingente destacamento del ejército emiral. Y, como era habitual en aquella propiedad, por los patios, jardines y olivares se propagaba un gustoso olor a guiso de pato, a cordero asado, a sopa caliente y a pan recién horneado. De manera que a los hambrientos soldados se les había intensificado el apetito y lanzaban lánguidas miradas hacia las chimeneas de las cocinas, desde donde se alzaban hilillos de humo blanco.

Marwán estaba en el salón principal de la vivienda, rodeado por sus hijos, su parentela, su servidumbre y toda la gente de mayor confianza de sus propiedades. El rico hacendado vestía su mejor túnica de auténtico damasco, babuchas de seda y abultada faja a la manera cordobesa; no le faltaban oros sobre el pecho, ni anillos en los dedos; la vistosa espada con empuñadura de marfil sobresalía en el cinto, precediendo a la orgullosa y oronda barriga. Hecho un manojo de nervios, sudoroso, acalorado e inflado de pura felicidad, hablaba ora sonriente, ora serio y con preocupación.

—Hoy, queridos míos —decía—, es el día más grande de los que hayan podido amanecer en esta casa y en esta familia nuestra, desde que fuera fundada, ¡para gloria de Allah!, por mi noble y valeroso bisabuelo Yunus al-Jilliqui… ¡Oh, qué gran día es hoy! Porque…

La voz se le quebró y ya no pudo seguir hablando. Emitió una suerte de quejidos y luego, rojo de emoción, se tapó la cara y estuvo lloriqueando. Los hijos se contagiaron del estado de ánimo de su padre y le rodearon cubriéndole de abrazos y cariño:

—¡Padre, no llores! ¡Padre, te queremos! ¡Padre, padre, padre…!

Marwán, muy conmovido, se puso a besarlos y contestaba:

—¡Ay, mis hijos queridos! Estas lágrimas mías son de puro gozo… No sabéis lo que he tenido que luchar en esta vida… ¡Hoy es nuestro día! ¡Allah sea loado! Nuestros denuedos han dado sus frutos… Porque, amados míos, a partir de hoy ya no seremos más gente de segunda fila.

Todos le escuchaban con fervorosa atención, compartiendo su orgullo y su dicha. Y él, con voz más pausada y firme, les seguía explicando:

—… Porque hemos sido relegados durante años, apartados, no considerados… Cuando somos nosotros los únicos que en verdad teníamos derecho a ocupar los primeros puestos en esta ciudad. Somos musulmanes cuyos antepasados estuvieron luchando junto al Profeta, ¡paz y bendición! Un día, hace cien años, nuestro tatarabuelo Yunus ganó para la
umma
amplios territorios al norte, allá en la Galaecia. ¿Os dais cuenta? Puso el pie en los dominios de los infieles depravados rumíes que no se encomiendan al Creador. Por eso nos apodan al-Jilliqui, los Gallegos, por nuestro predecesor que fundó la dinastía. ¡Oh, qué tiempos aquellos!

Todos los que le escuchaban se sabían de memoria aquel relato, porque Marwán se lo había contado mil veces, en el mismo orden, de la misma manera, con una mezcla de orgullo y amargura, con lágrimas y rencor.

—Y ya veis —proseguía—. ¡Nadie en esta díscola y soberbia Mérida nos ha considerado como nos merecíamos! ¡Pero eso se acabó! ¡Allah nos hace al fin justicia! Nuestra paciencia es hoy nuestra gloria. Ved con qué sabiduría y acierto el emir Abderramán ha degollado a esos dimmíes petulantes y cómo ha expulsado al destierro al torpe valí Mahmud. ¡Fuera nuestros problemas! Porque sabed, mis hijos queridos, que hoy recibiremos el premio a nuestra fidelidad, a nuestra lealtad, a nuestra inteligencia, a nuestro…

Estaba diciendo esto, cuando irrumpió en la sala uno de los criados que venía muy nervioso anunciando a gritos:

—¡El emir, el emir…! ¡El emir viene ya por el camino! ¡El emir de Córdoba está aquí en persona!

Marwán empezó a tambalearse de sorpresa, espanto y alegría, se le extravió la mirada y exclamó:

—¡Vamos a recibirle!

Salieron todos a la puerta de la casa y vieron venir el cortejo, todavía a distancia, atravesando primero los olivares y después el puente. Resaltaba a simple vista la imagen de Abderramán, que cabalgaba delante sobre su gran yegua alazana, cuyo pelaje tenía tanto brillo que parecía toda ella pulida, dorada; los jaeces eran de un rojo vivo. La capa del emir, larga y de un verde oliva puro, ondeaba; como las banderolas, gallardetes y grímpolas. También los estandartes eran muy verdes; el color de los omeyas. Pero, salvando las divisas, lo demás en la comitiva era sencillo y poco destacable; pues venían con el príncipe apenas una veintena de acompañantes; menguado séquito para atravesar una ciudad que acababa de vivir un belicoso trance. Aunque bien era cierto que la gente en Mérida estaba atemorizada y refugiada en sus casas.

No obstante esta sencillez de la llegada del emir, Marwán, emocionado, exclamaba:

—¡Qué magnificencia! ¡Qué grandeza! ¡Mirad, hijos míos, mirad la gloria que nos visita!

Entró Abderramán a caballo en la propiedad y todos los Banu Yunus, los familiares, los amigos, los criados y los esclavos se arrojaron de bruces al suelo. El emir los miró y buscó entre ellos al joven Muhamad, que estaba postrado junto a su padre; y al verlo, descabalgó y se dirigió a él diciendo:

—Amigo mío Muhamad, ¡qué gran alegría volver a verte! Aquí, en tu propia casa, entre los tuyos.

Alzó la cabeza el hijo mayor de Marwán y contestó:

—Mayor alegría es la nuestra, amo nuestro Abderramán.

—Anda, ponte en pie y abrázame —le ordenó el emir.

Con gran confianza, Muhamad fue hacia él y le abrazó. Y Marwán no salía de su asombro al ver a su primogénito tratar al príncipe con aquella familiaridad.

Entraron en la casa y fueron al salón principal. Allí, ante la sorpresa de todos, Abderramán se arrodilló y pegó su nariz a la espléndida alfombra que pisaban.

—¡Oh, no huele a pies! —expresó admirado—. ¡Huele a rosas!

Muhamad se echó a reír y contestó divertido:

—¡Naturalmente! ¿Qué esperabas?

Rio también con ganas el emir y contestó:

—Es una magnífica idea, amigo mío. Cuando regrese a Córdoba ordenaré que esparzan perfume por todos los tapices de mis palacios.

Marwán asistía a esta conversación, entre su hijo y tan egregio invitado, sin llegar a comprender el misterioso juego que había entre ellos. Y, tratando de elevar la voz para atraer la atención de su ilustre huésped, se fue hacia él, le besó las manos, señaló el asiento principal, y le rogó:

—Siéntate a nuestra mesa, dueño y señor nuestro; goza de nuestra hospitalidad, pues esta es tu casa.

Sentose Abderramán y contempló con delectación la riqueza de la vajilla, los manteles de hilo y los vasos de vidrio labrado. Pero enseguida volvió a poner toda su atención en el joven Muhamad y, esbozando una amplia sonrisa, le dijo:

—Créeme, me siento muy feliz por estar en tu casa. ¡No sabes las ganas que tenía de venir! Anda, siéntate a mi lado, amigo mío. ¡Es maravilloso estar aquí!

Marwán empezaba a estar desconcertado, pues no acababa de disfrutar del protagonismo que le correspondía como patriarca. Así que, poniéndose muy solemne, inició el discurso que tenía preparado desde hacía algunos días:

—Emir Abderramán, amo y dueño nuestro, nosotros, los Banu Yunus, somos siervos tuyos, como lo fuimos de tu padre Alhakén, a quien Allah dé su paz y lo guarde en el paraíso; queremos serte fieles y por eso hemos cuidado con diligencia de la gloriosa memoria y el poder de Córdoba en esta ciudad de Mérida; la cual, hasta que tú viniste a poner orden, ha estado dominada por hombres necios y contumaces, cristianos infieles y nietos de cristianos que, haciéndose llamar musulmanes con lengua embustera, aún tenían las almas embotadas por las creencias de su antepasados…

El príncipe hizo un mohín de poco agrado y le interrumpió diciendo con gesto aburrido:

—Bien, bien, lo sé, todo eso ya lo sé —y volviéndose nuevamente hacia Muhamad, añadió sonriente—: ¡Qué olor tan delicioso a rico guiso! ¿Se come o no se come en esta casa? ¡Es mediodía!

—¡Oh, claro! —exclamó Marwán solícito—. ¡Claro que se come en esta casa!

Y les dio las indicaciones oportunas a los criados para que comenzasen a servir el banquete.

Trajeron una preciosa olla de barro y, al quitar la tapadera, apareció el jugoso guiso de pato con ciruelas, aceitunas y almendras. El emir se puso a degustarlo enseguida, en silencio, concentrado en mojar pedacitos de pan en la salsa. Todos le miraban sin atreverse a comenzar sin su permiso, hasta que él otorgó:

—Pero… ¡vamos, comed conmigo! Dejémonos de una vez de ceremonias y pamplinas. ¡Obremos con naturalidad!

A partir de aquel momento, todo fue mucho más distendido. Fueron sucediéndose los platos y las conversaciones. Abderramán hacía preguntas a unos y otros, pero se dirigía siempre con preferencia y predilección a Muhamad. Lo cual seguía manteniendo en suspenso el ánimo de Marwán, y le impedía tener la serenidad que exigía el momento tan esperado. Máxime porque el emir parecía no querer hablar de cosas importantes; sino de comidas, de caza, de cetrería, de diversiones…

Solo a los postres se puso el príncipe más serio de repente y le dijo a su amigo Muhamad con cierta pesadumbre:

—¡Oh, cuánto me gustaría que te vinieras conmigo a Córdoba! Aunque comprendo que hay que poner en orden esta díscola ciudad, como bien ha dicho tu padre. Y eso requiere de tu presencia aquí, muchacho.

—Eso, eso es —intervino Marwán, por fin satisfecho—. Se trata de meterlos en cintura. Si ya lo decía yo…

Pero Abderramán, ignorándole una vez más, prosiguió dirigiéndose a Muhamad:

—Porque ya tengo pensado quién gobernará Mérida: tú, mi querido Muhamad, aunque eres aún joven, serás el valí. Así tendrás tiempo, ganas y fortaleza suficiente para meter en cintura a esta Mérida, como bien dice tu padre.

Hizo una pausa para examinar en su cara el efecto de esta declaración y añadió:

—Mañana te proclamaré valí en la mezquita Aljama. Tomarás posesión del cargo y del palacio. No hay por qué demorarse en esto. Yo he de proseguir mi viaje hacia el norte, pues he de poner orden en otras posesiones rebeldes. He tenido noticias de que en Toledo también andan los ánimos caldeados. Pero dejaré aquí una parte de mi ejército para que te ayude a mantener el orden.

Marwán escuchó atónito estas palabras. Se produjo en él una violenta sacudida y miró a su hijo furioso, fulminante, negro de desesperación; el rostro abotargado, congestionado, las venas del grueso cuello monstruosamente hinchadas. Quería hablar, romper a gritar, dispuesto a todo, pero sus labios estaban cerrados, como si se los hubiesen cosido.

Y Muhamad, que se daba cuenta de lo que le pasaba a su padre, se puso muy nervioso y, dirigiéndose al emir, farfulló:

—¿Yo?… ¡Oh, señor, no me hagas eso!

Abderramán le miró extrañado y le preguntó:

—¿Te da miedo acaso? ¿Temes el cargo? ¡Me defraudas!

—No, señor, no es eso… Me siento muy honrado por tu elección… Pero… —vaciló—. Pero es mi padre… ¡Él debe ser el valí! —dijo al fin con firmeza—. Él tiene experiencia; sabe mucho de estas cosas. Mi padre está más preparado que yo. No puedo hacerle esto, compréndelo.

Abderramán se puso muy serio y permaneció durante un largo rato mudo e inmóvil como una estatua. Las miradas estaban fijas en él y todos los alientos de los presentes contenidos.

Entonces el emir tomó de nuevo la palabra y dijo con rostro impresionantemente severo:

—¿Te atreves a contradecirme, amigo mío, Muhamad? No esperaba esto de ti. He dicho mi última palabra y no voy a modificar mi voluntad: ¡tú serás el valí!

Marwán quería hablar, romper a gritar, pero estaba como paralizado. Luchaba con una fuerza oculta y contenía su impulso feroz; aunque se resistía a una ola de furia. Hasta que, de improviso, rompió a llorar amargamente y, entre sollozos, expresó:

—Sí, hijo mío, Muhamad… ¡Obedezcamos! ¡Allah lo desea! ¡El que ordena habla por su boca! ¡No podemos tú y yo enfrentarnos al destino!

Muhamad entonces se levantó de la mesa, se fue hacia su padre, se arrojó en sus brazos y empezó a decir entre lágrimas:

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