Alcazaba (34 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Muhamad se quedó pensativo y al cabo dijo:

—Entonces debo ir a casa de Abdías ben Maimun, el padre de Judit. Creo que será mejor advertirles de lo que se avecina, para que ponga a salvo a su familia.

—¡Qué dices, insensato! —replicó enloquecido Marwán—. ¡Creía que te estabas dando cuenta de lo que pasa! Y tú, como siempre, pensando en tus propios asuntos. ¿No comprendes? Ahora no debemos movernos de aquí, pues podemos poner en peligro todo el plan. Imagínate por un momento que los judíos dan el aviso…

—No harán eso.

—No lo sabemos a ciencia cierta. Ahora, todo puede ser… Ya tendrás tiempo para ir a por esa mujer cuando tengamos toda la ciudad en nuestras manos. Entonces haremos esa boda, hijo, y la celebraremos como corresponde. Pero ahora haz caso a tu padre y dediquémonos con todas nuestras fuerzas a resolver lo que más debe preocuparnos.

Muhamad frunció el ceño y preguntó en una extraña calma:

—Pues dime entonces lo que debo hacer yo.

Los ojos de Marwán brillaron al contestar:

—Coge tus armas y a tus hombres de confianza, montad en los caballos y salid por la puerta del Puente. Antes de la primera luz del amanecer debes estar en el campamento de los cordobeses. No cuentes a nadie el plan; el general Aben Bazi no debe tener conocimiento exacto de nuestros problemas, pues no nos beneficiará nada si le dice al emir que no hemos sido capaces de gobernar Mérida. Pero debemos convencerle de que esté prevenido y en guardia, por si los dimmíes cristianos traman algo. Aunque, si eso sucediera, ya tendría yo de mi parte a los muladíes. ¡Anda, ve y haz lo que te digo!

57

Amaneció un día helado, con blanca escarcha en los tejados y sobre la hierba; pero el cielo estaba extraordinariamente claro, sin una sola nube y sin apenas bruma en el río. Pronto lució el sol y disipó el último hálito de frío y humedad. La ciudad estaba en completo silencio, y hasta los perros y los gatos permanecían ocultos en las casas. En la plaza, delante de la mezquita Aljama, se veían dos hileras de soldados bien pertrechados, con sus corazas y sus lanzas largas. También había arqueros en las terrazas y vigías en las torres oteando desde la altura las calles y lo que había en los campos, más allá de las murallas.

Marwán salió al patio principal de la fortaleza y allí se encontró con sus hombres de confianza. Parecía el valí desmejorado, a pesar de vestir una rica y holgada túnica de lana encarnada y una vistosa capa de piel de nutria; la ansiedad se reflejaba en su rostro, redondo y macilento, y la prematura vejez se plasmaba en las ojeras y bolsas de sus ojos, prueba evidente de las malas noches pasadas y las preocupaciones sufridas. Un criado le trajo el caballo y le ayudó a montar trabajosamente, a causa de su aparatosa barriga.

La puerta principal del palacio se abrió y Marwán hizo una seña con la mano a los que le escoltaban. Enseguida fue rodeado por la guardia. Salieron y pasaron entre las dos hileras de soldados, después bajo el arco de la Aljama, adentrándose en el corazón de la ciudad para atravesarla en dirección a la puerta del Poniente. Nadie había en las calles, los mercados estaban vacíos y tampoco se asomaban siquiera a curiosear desde las ventanas.

Mientras cabalgaba, Marwán empezó a preocuparse, pero luchó contra sus miedos y halló en su espíritu algo de calma, al pensar que pronto contaría con el apoyo del cadí Sulaymán.

En la explanada que se extendía frente a la puerta del Poniente todo estaba tranquilo. Los soldados permanecían apostados en las almenas y el sol bañaba la muralla, dándoles a las piedras un tono dorado que infundía confianza. Descabalgó allí el valí y, acompañado por sus secretarios y oficiales, subió por una empinada escalera a la torre más alta. Desde allí se contemplaba la calzada, que iba blanqueando entre los campos verdes y las alamedas, paralela al río primero y después desapareciendo entre unos cerros pelados. Mirando hacia la ciudad, se veían las cúpulas y los tejados del barrio cristiano. Suspiró el valí y murmuró:

—Demasiada calma.

Estuvo avizorando el horizonte durante un largo rato, sin decir nada, y al cabo empezó a impacientarse.

—Es muy raro todo esto —se lamentaba—. El cerero dijo «al amanecer», y no se ve a nadie…

Pero cesó su inquietud cuando un centinela anunció:

—¡Ya vienen!

—¿Por dónde? —preguntó Marwán, visiblemente nervioso, paseando sus ojos por la lejanía.

—Al pie de aquellos cerros; no vienen por la calzada, sino campo a través.

Hacia donde señalaba el centinela, se veían unos terrenos baldíos, cubiertos de una vegetación rala saturada de pequeñas margaritas, como una nevada. Una gran cantidad de hombres, más de un millar, venían a caballo despacio y fueron dando un rodeo, hasta alcanzar la calzada.

—¡Son muchos! —exclamó Marwán—. ¡Nunca pensé que fueran tantos!

—Y aún vienen más —indicó el centinela.

Otra larga fila, mayor que la primera, venía descendiendo por la suave pendiente de un altozano y también se encaminaba hacia la ciudad.

Marwán, en un tono que mostraba inequívocamente su sorpresa, comentó:

—Muchos son, ¡demasiados! No podemos dejar entrar en la ciudad a toda esa gente armada aun viniendo en plan amistoso.

Y dicho esto, se volvió hacia los oficiales y les gritó:

—¡Rápido! ¡Enviad enseguida a un mensajero para que advierta al general Aben Bazi de lo que sucede! ¡Y decidle a mi hijo Muhamad que se apresure a cumplir mis instrucciones!

Pasado un rato, la primera columna de muladíes estuvo al fin próxima a la puerta de la muralla y se detuvo a prudente distancia. Entonces se acercó al galope un jinete enarbolando un pedazo de tela blanca y, cuando estuvo al pie de la torre, gritó:

—¿Está ahí el valí?

—¡Aquí estoy! —contestó Marwán.

—El cadí Sulaymán quiere hablar contigo —anunció el jinete.

—Puede acercarse, nada tiene que temer —juró Marwán—. ¡Allah es testigo!

De entre los hombres a caballo salió Sulaymán y se aproximó hasta el pie de la torre. Vestía una poderosa armadura, con yelmo en punta, coraza, grebas y lanza. Cuando se pudo distinguir su rostro, a Marwán le pareció descubrir una mirada de reproche en él.

El cadí, con voz fuerte y seca, dijo:

—Hemos venido para recuperar lo que nos corresponde. Los muladíes tenemos derecho, por legítima herencia, a vivir en nuestro barrio y en nuestras casas.

Haciendo un gran esfuerzo para sobreponerse de la impresión, Marwán contestó:

—Estoy dispuesto a que hablemos como hermanos de religión. Pero, como comprenderás, no puedo dejar entrar a toda tu gente. Si has venido para que solucionemos de una vez nuestras diferencias, estoy dispuesto a parlamentar.

Sulaymán, que seguía mirándole receloso, le amonestó:

—Hay entre nosotros los muladíes muchos que fueron despojados cuando vino el emir, y sabes bien que a algunos los asesinaron.

Marwán, bajando la cabeza, contestó:

—Debes comprender que no nos quedaba más remedio que imponer el orden.

—¿Y por qué nos metiste en la cárcel a mí y a mi hermano? —replicó el cadí cobrando cada vez más brío.

—Bueno, bueno… —contestó nervioso Marwán—. Nunca pensé causaros ningún daño. Estaba preocupado por culpa de los dimmíes cristianos… ¡Ellos tienen la culpa de todo lo que nos pasa! ¡Son unos rebeldes criminales!

El cadí dijo con obstinación:

—No te hice nada que mereciera la humillación que nos causaste. ¡No me vengas ahora con lo de los cristianos! ¡Eso es historia aparte!

Marwán crispó las manos y, enfurecido al fin, replicó:

—¡Solucionemos esto de una vez! No podrás asaltar estas murallas, por muchos hombres que hayas reclutado. Ya sabes que el emir lo intentó y no pudo entrar hasta que le abrimos las puertas. ¡No hay murallas tan poderosas como estas en todo el mundo! Así que avente a razones y pongamos paz entre nosotros. Yo solo pretendo que esta ciudad recupere su prosperidad perdida.

Pero Sulaymán dijo tajantemente:

—Nadie se fía ya de ti.

El rostro de Marwán se nubló de cólera y, echando fuego por los ojos, contestó:

—¿Y os fiais de esos dimmíes orgullosos? ¿De esos conspiradores engreídos?

A lo que el cadí respondió, en un tono que mostraba inequívocamente su resolución:

—Si quieres que pongamos paz entre nosotros, tendrás que restablecer todo lo que nos has quitado.

Marwán, completamente desorientado, hizo un gesto de súplica con la mano y dijo:

—¡Olvidemos el pasado! ¡Allah es Grande!

Sin perder la calma, pero con cierta irritación en sus palabras, Sulaymán respondió:

—¡Allah es Grande! Y tú responderás ante Él. ¡Traidor! ¡Impostor!

Y dicho esto, tiró de las riendas, dio media vuelta y galopó hacia su gente.

La ira de Marwán estalló. Su rostro se volvió repentinamente ceniciento y, temblando de la cabeza a los pies, gritó a sus oficiales con todas sus fuerzas:

—¡Id a avisar a los cordobeses! ¡Decidle a Aben Bazi que defienda el puente y la fortaleza! ¡Aprestaos todos a la defensa de las murallas! ¡Defended las puertas!

No había terminado de dar estas órdenes, cuando los muladíes empezaron a hacer sonar un estruendo de tambores y emprendieron el ataque.

Entonces, las campanas de la basílica de Santa Jerusalén iniciaron un repique frenético al que se sumaron al momento el resto de las campanas de la ciudad. Era la señal para que una turba de furiosos hombres se echaran a las calles en el barrio cristiano. El rumor de voces fue creciendo y no tardó en brotar un río de gente armada que avanzó tumultuosamente hacia la puerta del Poniente, arrastrando a cuantos les salían al paso.

La gente del valí estaba asustada y con los nervios destrozados, porque no eran suficientes para contener a los que los atacaban tan repentinamente desde dentro y desde fuera. Intentaron dar voces de alarma, pero no se les oía en medio de tanto ruido. Y Marwán, completamente pálido, miraba hacia un lado y otro de la muralla, sin saber qué hacer ni por dónde escapar. Entonces descendió de la torre y se le vio correr por las almenas, buscando refugio entre sus soldados; pero estos tenían ya suficiente preocupación y esfuerzo tratando de ponerse a cubierto bajo la nube de piedras, flechas y lanzas que les caía encima.

También en las terrazas, en las ventanas y en los tejados aparecían hombres con cestos de piedras, palos afilados y cuchillos. Porque aquel ataque, aun pareciendo espontáneo, respondía a un plan cuidadosamente trazado, y tanto los muladíes que atacaban por fuera como los cristianos que lo hacían desde dentro tenían cada uno asignada una tarea, de modo que se lograra abrir la puerta del Poniente lo antes posible, para que los asaltantes pudiesen conquistar la ciudad. Y el ímpetu y la sorpresa del ataque eran tales que los soldados del valí se dieron cuenta de que cualquier defensa era ya inútil y se desperdigaron, abandonando sus posiciones y corriendo a buscar refugio cada uno donde podía, en el callejón del adarve, en las casas próximas, dentro de las torres, en los corredores de las murallas… Pero las turbas arremetían brutalmente contra ellos donde los hallaban y pronto los cuerpos destrozados y la sangre empezó a verse por todas partes. En un corto espacio de tiempo, los pocos que quedaban con vida arrojaban las armas, se desnudaban y se echaban al suelo de hinojos implorando clemencia.

Mientras tanto, fuera de las murallas Sulaymán había ordenando a sus hombres que cargaran contra el portón. Los asaltantes se agolpaban y empezaron a empujar sirviéndose de gruesos troncos, con todas sus fuerzas, una y otra vez, hasta que las maderas revestidas de hierro empezaron a ceder y crujieron a punto de desvencijarse. Pero no fue necesario que redoblaran sus esfuerzos, porque los de dentro se apresuraron a quitar las aldabas y abrir la puerta de par en par, dejando libre el paso por el largo pasillo que se prolongaba hasta la plaza, donde la multitud triunfante gritaba, aplaudía y entonaba cánticos.

Entró a caballo Sulaymán, rodeado de los demás jefes muladíes, todos empuñando sus espadas y sus lanzas, y enfilaron el espacio despejado que se había abierto. Frente a ellos, al final de la plaza, estaban también sobre sus monturas los nobles cristianos y venían avanzando con parsimonia entre el júbilo de la gente. Unos y otros se encontraron, se saludaron y ninguno disimuló su contento por la rápida y fácil victoria.

Pero debía completarse el plan sin pérdida de tiempo. Así que Claudio gritó:

—¡Ahora, todos a por la fortaleza!

58

El general Aben Bazi fue advertido a tiempo de lo que estaba pasando en la parte occidental de la ciudad y puso su ejército en marcha, lo más rápido que pudo, para cruzar el puente y entrar en la fortaleza antes de que los rebeldes la tomasen. Pero, cuando todavía una parte de sus hombres se hallaban a este lado del río, apareció la hueste de los beréberes de Mahmud descendiendo por unos cerros y se les echó encima con ímpetu desbaratándoles en muy poco tiempo la retaguardia, en la cual estaba lo mejor de la caballería.

Muhamad iba entre los cordobeses y cabalgaba con los que todavía no habían cruzado el río. Cuando oyó el griterío a su espalda, miró hacia atrás y vio, sobre un montículo, a Mahmud a caballo, rodeado de sus jefes, vestidos todos con sus armaduras de cuero y sus largas capas claras. Y, al volver la vista hacia el puente, vio las espaldas de los jinetes que alcanzaban la cabecera y que, en vez de ir hacia la ciudadela, galopaban en una desenfrenada huida; porque las flechas, como un pedrisco, llovían sobre ellos. Delante de la fortaleza los caballos caían de rodillas aquí y allá, los jinetes rodaban por el suelo y, en un instante, bestias y hombres se amontonaron a los pies de los muros, en un indescriptible desorden.

Aben Bazi, que se esforzaba tratando de mantenerse sobre su montura, gritaba las órdenes con desesperación:

—¡Adelante! ¡Avanzad hacia la puerta! ¡Debemos entrar en la fortaleza!

Pero la puerta permanecía cerrada.

Cuando Muhamad llegó al final del puente, vio espantado cabezas abiertas, caras destrozadas y ojos saltados. Allí, en medio de tal desastre, no sabía qué hacer, y durante un fugaz momento sintió que iba a morir. Entonces tiró de las riendas de su caballo para dar la vuelta y regresar, pero los que empujaban desde atrás huyendo de los beréberes se lo impedían. Solo cabía avanzar hacia la muerte o huir por la orilla del río, por donde ya galopaba una larga fila de soldados cordobeses para ponerse a salvo.

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