Alcazaba (35 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Lo más desalentador fue cuando, delante, a pocos pasos, el caballo del general estaba caído de rodillas y Aben Bazi había sido despedido y se arrastraba ensangrentado al pie de la muralla, entre el montón de los muertos y heridos.

Cada vez más hombres se precipitaban al agua desde el puente, o eran aplastados por la masa que empujaba en desorden huyendo de los beréberes. El ejército cordobés, viendo que de ninguna manera podía entrar en la ciudad, se dispersaba y corría en todas direcciones, tratando de apartarse de los muros para evitar las flechas y las piedras. Muchos se hundían en el barro de la orilla o eran arrastrados río abajo por la corriente y se ahogaban.

En el forcejeo, a Muhamad se le habían caído las armas y su desbocado caballo le llevaba en volandas, en loca carrera por una pendiente. Pero logró hacerse con las riendas y se adentró a todo galope por un cementerio, dejando atrás las murallas. Cuando volvió por última vez la vista, vio que se habían abierto las puertas y los rebeldes salían, con increíble rapidez, como un torrente humano que brotaba y se precipitaba sobre la cabecera del puente. Se oía el fragor de los golpes, el relinchar de los caballos y los alaridos de los hombres.

Muhamad cabalgó por los caminos que discurrían paralelos al río, con el deseo de alejarse de allí; fue saltando valla tras valla, en unos huertos abandonados y pasó por terrenos baldíos donde las patas de su caballo se hundían en el barro. Pero alcanzó al fin la espesura de una arboleda y, por primera vez durante aquella terrible jornada, sintió cierto alivio por verse alejado del peligro. Desde allí, tomó el viejo camino de Cauliana. Pero volvió a aterrarse cuando, en los antiguos dominios de los monjes, unos hombres le salieron al paso y trataron de detenerle. Galopó otra vez frenéticamente, internándose en los bosques.

Cuando estuvo seguro de que nadie ya le perseguía se detuvo, temiendo que el caballo reventara. Después siguió caminando despacio en zigzag, hasta que encontró un sitio que le pareció bueno y seguro en medio de la espesura. Allí descabalgó. Al poner en tierra los pies, un violento temblor le sacudió desde estos a la cabeza y notó la boca seca, acartonada y fría. Se encontró agotado y, no pudiendo mantenerse en pie, ató el caballo con el ronzal a un árbol y se tendió sobre la hierba arropado con la capa. Allí estuvo sollozando durante un largo rato, envuelto en su angustia y desolación. Se decía a sí mismo: «Esto es el fin. ¿Qué haré ahora? ¿Qué habrá sido de mi padre? ¡Debimos haber escapado a Córdoba, cuando aún estábamos a tiempo!».

Amparándose en la quietud de aquel bosque, aguardó a que cayera la noche. El día transcurrió lento, pero la oscuridad acudió al fin cubriéndolo todo y las estrellas fueron brotando, como si alguien las sembrara y esparciera entre las negras copas de los árboles. Entonces Muhamad se levantó, tomó las riendas del caballo y empezó a caminar entre las sombras.

59

La batalla, dentro y fuera de las murallas, duró un día entero. Por la noche solo quedaba un rumor ligero de voces y el resplandor del fuego que consumía algunas casas. Después reinó un extraño silencio y, al amanecer, la primera claridad desveló un panorama lúgubre. Los cuervos iban posándose silenciosamente en la tierra; se oían sus graznidos. El puente, oscuro y frío, estaba sembrado de cadáveres, y en las orillas las aguas iban depositando cuerpos hinchados y pálidos.

Al otro lado del río, nada quedaba ya del campamento de los cordobeses y, en su lugar, el viento jugaba con el humo negro que surgía en los rescoldos del incendio. Algunos caballos vagaban en desamparo, todavía encabritados por el olor de la sangre. Y más tarde se vieron hombres y mujeres que andaban por el campo, escondiéndose entre los matorrales después de haber estado despojando a los muertos. En las almenas se recortaban siluetas inmóviles que contemplaban mudas el siniestro espectáculo.

Cuando se hizo completamente de día, la ciudad entera pareció despertar a un tiempo. Se abrieron las casas y la gente se echó a las calles gritando y cantando. Se mezclaban beréberes y muladíes, cristianos y judíos. Parecían arrebatados por la misma locura. Sin duda, todos habían estado igualmente hartos de impuestos e injusticias. El odio al emir de Córdoba y a su valí Marwán les unía y sentían ahora que la victoria sobre ellos les pertenecía por igual.

También Abdías ben Maimun salió para unirse al resto de la gente y festejar aquella inesperada liberación. Por la mañana vino el almojarife a su casa muy nervioso y le contó lo que había sucedido: cómo los dimmíes cristianos abrieron la puerta a los muladíes y la manera en que estos, unidos a los beréberes, vencieron a los hombres de Marwán y a los cordobeses.

Abdías se preocupó de momento, pero después, contagiado por la excitación que dominaba Mérida, se puso a gritar:

—¡Al fin! ¡Se acabó Marwán, se acabó la sumisión, se acabaron los impuestos…!

El almojarife, que parecía debatirse entre el temor y la alegría, le aconsejó prudente:

—Ahora debemos echarnos a la calle e ir con todos los nuestros a ponernos al servicio de los nuevos gobernantes.

—¿Y quiénes son los nuevos gobernantes? —le preguntó Abdías—. ¿Los beréberes? ¿Los dimmíes cristianos? ¿Los muladíes?…

El almojarife meditó la respuesta y luego dijo juicioso:

—Esa es precisamente la cuestión… Y por eso debemos ir ahora a presentarnos sumisos a los vencedores. Pues, quienquiera que sea el que va a mandar, cristiano o musulmán, lo primero que hará será querer saber con qué partidarios cuenta y quiénes son los que estaban de parte de los anteriores. ¡Vamos! No sea que no nos vean y nos tengan por sospechosos.

Salieron y anduvieron arriba y abajo por el barrio judío, sin saber muy bien qué hacer. Después se unieron a la muchedumbre y enfilaron hacia la fortaleza. Por el camino se les iban uniendo los judíos que también iban a aquel sector de la ciudad. Se veían cadáveres destrozados por todas partes y sangre mezclada con la tierra al pie de las murallas; signos de que durante la noche anduvo suelta la venganza.

Abdías se estremeció cuando percibió el olor acre de la muerte y vio las casas de los ricos partidarios de Marwán convertidas en cenizas.

—¡Es horrible, horrible…! —exclamó sin poder contener su angustia.

—¡Vamos! —le instó el almojarife—. No es momento para lamentarse… Hagamos lo que hacen los demás, no sea que empiecen a fijarse en nosotros.

Cuando llegaron a la plaza que se extendía entre la fortaleza y la mezquita Aljama, irrumpía una nube de hombres con aspecto terrible; beréberes desarrapados de los arrabales, que venían desde la puerta del Puente enardecidos, vociferantes, empuñando azadas, gruesos garrotes, lanzas y hachas.

—Son los hombres de Mahmud —indicó el almojarife—. Vienen desde todas las aldeas, de los campos y los montes… Esa gente sabe unirse cuando se les acaba la paciencia.

La multitud empezó a gritar y a aplaudir. La plaza rebosaba ya, rugía y se agitaba.

—¡Mahmud! ¡Mahmud! —se oía exclamar—. ¡Valí Mahmud!

Abdías miró al almojarife y este asintió con un expresivo movimiento de cabeza. Ya sabían quién iba a gobernar la ciudad.

De repente, empezó a sonar un atronador ruido de tambores y tibias que provenía de la fortaleza, donde el gran portalón se estaba abriendo. Y apareció Mahmud, rodeado de los demás jefes, cristianos y musulmanes, a quienes seguían muchos hombres armados. Entre ellos se veía al joven Claudio vestido con armadura. También estaban Sulaymán y su hermano Salam. Fueron saliendo con solemnidad hasta el centro de la plaza y se situaron frente a la puerta principal de la mezquita Aljama. Todos los aclamaban ensordecedoramente, ardiendo de entusiasmo y pidiendo que el antiguo valí beréber volviera a gobernar la ciudad.

Cuando la fanfarria cesó, empezó a hacerse un silencio expectante y las miradas permanecieron clavadas en el lugar donde estaban los jefes. Entonces Mahmud alzó las manos y gritó:

—¡Habéis visto con vuestros propios ojos cómo Dios me ha dado la victoria! Siendo así, no es vergüenza para nadie en esta ciudad que deje de servir al emir de Córdoba y elija seguirme. Y si alguien no está de acuerdo, que coja a sus mujeres y a sus hijos y se vaya hoy mismo.

Durante unos minutos se hizo un gran silencio. Después los ánimos de la multitud estallaron y las turbas se pusieron a batir palmas y a pedir de nuevo que Mahmud fuera el jefe. Muchos bailaban y estaban como en trance, dando saltos o moviéndose de un lado a otro de manera convulsa.

Mahmud volvió a levantar los brazos y les hizo una señal para que se callasen. Las voces se fueron apagando hasta hacerse un silencio total. Entonces Mahmud gritó para que todos pudieran oírle:

—¡Hagamos justicia! ¡Demos un gran escarmiento! ¡Que a nadie más se le ocurra intentar abusar de nosotros!

Obedeciendo a esta exhortación, unos esbirros salieron de la fortaleza tirando de una larga cuerda de cautivos, más de doscientos. Al final traían al general Aben Bazi y Marwán; los habían montado a cada uno en un burro, con los pies atados por debajo del vientre del animal.

La multitud enardecida se puso a insultarlos y a lanzarles escupitajos. Y a punto estuvo de arrojarse sobre ellos para lincharlos. Pero los esbirros que los custodiaban se lo impidieron, porque Mahmud ya tenía decidido que nadie le privara de su particular venganza.

Cortaron las ligaduras de los tobillos e hicieron descabalgar primeramente al general cordobés. Tenía Aben Bazi el rostro negro de suciedad y de sangre, y parecía estar herido y muy débil. Uno de los esbirros le condujo a empujones hasta el centro de la plaza y le echó de una patada a los pies de los jefes.

Redobló el vocerío y la algazara. Pero se adelantó el cadí Sulaymán pidiendo silencio y, cuando todos se hubieron callado, se dirigió al prisionero y le gritó:

—¡Viniste a humillar esta ciudad con tus soldados! ¡Y ahora te arrastras a nuestros pies!

El general, haciendo un gran esfuerzo, se puso en pie y se encaró con él:

—Sirvo al emir; al que ordena… ¡Vosotros, rebeldes, pagaréis por esto! ¡Si os levantáis contra el Comendador de los Creyentes, os levantáis contra Allah! ¡Allah os castigará!

Sulaymán replicó gritando:

—¡No hay más Comendador de los Creyentes que el que reina en Arabia, la tierra del Profeta! ¡Gracia y bendición! Tu emir Abderramán traicionó al único califa y se proclamó soberano, independizándose para hacer su voluntad y cosechar injustos tributos sin rendir cuentas a nadie… ¡Allah le castigará a él! ¡Y Allah os castigará a los que favorecéis su tiranía! ¡Allah es Justo!

Aben Bazi le miró con desprecio y, a pesar de estar doblado por el dolor de las heridas, soltó una burlona risotada que resonó en toda la plaza. Luego contestó con la voz quebrada:

—¡Sirvo al emir! ¡No pediré clemencia! ¡Matadme y Allah os pedirá cuentas por el crimen! ¡Allah es Grande!

Se hizo un gran silencio y después siguió un rumor sordo. La gente estaba impresionada por la valentía de aquel indomable guerrero.

Mahmud se adelantó entonces y sentenció:

—Eres un hombre valiente que cumple órdenes. No voy a matarte… Anda, ve y dile al emir que ya no le obedecemos. Ve y cuéntale lo que has visto en esta ciudad. Y adviértele de que, como nosotros, se irán levantando otros en otras ciudades.

El cadí se acercó al prisionero y cortó las cuerdas que le sujetaban las muñecas; le ayudó a montar en el asno y arreó al animal. La multitud le dejó paso, mientras iniciaba una jubilosa albórbola.

Ahora le llegó el turno a Marwán. Mahmud fue directamente hacia él y, señalándole, le acusó con dureza:

—Mírate aquí tú, Marwán, humillado, sin fuerza ni poder, ni valor siquiera que te sostenga… ¿Creías que podías manejar Mérida a tu antojo? ¿No tienes a nadie en esta ciudad que hable por ti? Si te entregara a esa multitud, te harían pedazos.

Marwán, encogido, se estremeció de horror. Se hincó de rodillas y suplicó clemencia extendiendo las manos, sin ser capaz de articular palabra.

Mahmud frunció el ceño y, sin ocultar su desprecio, le incriminó:

—Ni tan siquiera tienes hombría… ¡Acabemos contigo cuanto antes!

Dicho esto, hizo una señal a sus esbirros. Se acercaron cuatro hombres al prisionero y le sujetaron, mientras un verdugo sacaba un afilado cuchillo y le cercenaba la garganta en dos rápidos y certeros cortes. La sangre se derramó a borbotones y formó un charco en el suelo, sobre el que cayó encorvado el pesado cuerpo de Marwán dando violentos estertores.

—¡Que Allah te perdone, Marwán! —gritaban algunas voces—. ¡Perezcan así los tiranos!

Luego Mahmud fue a sentarse en una especie de trono, encima de un ancho cojín, delante de la puerta principal de la mezquita. Hicieron arrodillarse ante él a los demás prisioneros y se les cortó el cuello también. Todos los que eran sospechosos de haber colaborado con Marwán fueron castigados. No se perdonó ni siquiera a los niños de su familia; todos sus parientes, amigos, sirvientes y simpatizantes murieron aquel día.

Después la multitud se dispersó. Durante todo el día se oyeron canciones junto a un batir de panderos. Los chiquillos curiosos se habían concentrado en una esquina de la plaza para observar desde lejos cómo los hombres de Mahmud reunían los cadáveres en montones sobre la tierra mojada de sangre. Y, clavada en la punta de una lanza larga, la cabeza de Marwán se alzaba frente a la fortaleza, con los ojos abiertos y sin luz, que parecían mirar lo que tanto codició en vida.

60

Muhamad cabalgó por los campos durante dos días enteros. Vagó largamente, alejándose de Mérida, evitando los caminos. Apenas se detenía para descansar, como si su angustia se calmase con aquella fatiga. Prefería no pensar en nada. Solo deseaba ir hacia delante. Durante todo ese tiempo el cielo permaneció oculto tras una espesa cortina de nubes. A ratos llovía y el aire frío le helaba hasta los huesos.

Al tercer día, enfermo y desorientado, decidió seguir el curso del río. Veía a lo lejos la silueta imponente del monte y su castillo en lo más alto, y eso le proporcionaba cierta seguridad, pero no se atrevía a cruzar por los vados conocidos para no ser descubierto. A mediodía, el cielo se despejó por completo. Borracho por el deslumbrante sol y con un sordo dolor en la cabeza, pasó junto a un viejo molino abandonado. Aunque era otoño, a esa hora hacía calor. Todo estaba en calma y las orillas exhalaban un ligero vapor y un penetrante olor a hierbas y hojas descompuestas. Allí se detuvo, descabalgó y recorrió un claro del bosque. Espantó a unos patos que volaron sobre el agua y se perdieron entre los árboles. Y a todo esto empezó a pensar que tan penosa situación en que se veía no podía prolongarse eternamente y que debía ponerle fin de un modo u otro. «Pero ¿cómo? ¿Qué hacer?», se preguntaba, mirando el cielo y los árboles como si implorase ayuda. Mas todo en torno suyo guardaba silencio. Detenido junto a las ruinas del molino, veía frente a sí el monte y el castillo, deseables, inalcanzables. Todo lo sentía ya perdido. Se apoderó de él un pavor insoportable y un sudor frío le corrió por la frente. Se pasó por el rostro la palma de la mano y, al mirársela, descubrió sangre seca mezclada con polvo. Solo entonces reparó en que tenía una honda herida en la cabeza.

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