Amor y anarquía (47 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

En la primera página de
La Stampa
, el diario de los Agnelli, un comentario editorial empezaba diciendo que "el administrador delegado de Ferrocarriles está revelándose virtualmente más peligroso que los Lobos Grises". El hombre había declarado que la prioridad de sus inversiones no estaba en la línea TAV entre Turín y Lyon sino en la remodelación del túnel de San Gotardo, entre Milán y Zurich.

En Londres recrudecía el miedo a las bombas del IRA, en Moscú la quiebra de la economía rusa amenazaba con arrastrar a Yeltsin en su caída y se hablaba de golpe de Estado y en Buenos Aires Eduardo Duhalde llamaba a un plebiscito contra los proyectos de reelección de Carlos Menem; los maestros paraban y el ministro Roque Fernández los acusaba de "trabajar poco"; la AFIP revelaba que las empresas argentinas evadían cada año 6.000 millones de dólares de aportes laborales. En Beirut la revista
Middle East Report
anunciaba la constitución de un nuevo grupo islámico fundamentalista formado por egipcios, kuwaitíes, sudaneses, iraníes y sauditas para golpear "sobre todo objetivos americanos y occidentales" y dirigido por un millonario árabe con base en el este de Afganistán, un tal Osama Bin Laden; la noticia no interesaba mucho. Europa, mientras tanto, seguía preocupada por la represión de los kosovares yugoslavos. En París los tres tenores daban un concierto bajo la torre Eiffel y la mirada de 3.500 policías y el presidente Jacques Chirac; era la última fiesta del Mundial antes de la final del domingo entre Francia y Brasil —Zidane contra Ronaldo.

En Hollywood Steven Spielberg arrasaba con
Saving Private Ryan
, un bello canto al patrioterismo norteamericano. En Jerusalén
La vita é bella
de Roberto Benigni era aclamada por el público y su autor condecorado por el intendente derechista. En Turín Herbie Hancock y Michel Petrucciani inauguraban el Festival de Jazz JVC y Bob Dylan se presentaba sin gran repercusión. El consejo municipal discutía la propuesta del intendente de equiparar las uniones de hecho con los matrimonios legales y mostraba preocupación por el aumento de la cantidad de perros abandonados. En un edificio de la ciudad un raid policial detenía a treinta inmigrantes ilegales —tunecinos, argelinos y nigerianos— y les aplicaba un mandato de expulsión del país; según nuevos estudios, los inmigrantes en Italia mandaban cada año a sus países unos 500 millones de dólares. En Catania un padre desconsolado contaba cómo se había olvidado a su hijo de año y medio en su coche durante varias horas –"creí que lo había llevado a la guardería", dijo, pero el chico se murió en el auto. En cambio, en Bruselas, un maestro italiano era condenado por actos libidinosos con sus alumnos de tres años. Hacía calor dentro de un orden: 29 de máxima. El sol brillaba sin tapujos.

Ese viernes una docena de militantes anti-TAV del Valle de Susa llegaron hasta la casa de Bene Vaggena. Se reunían para organizar alguna manifestación contra la Alta Velocidad: por deferencia hacia Soledad, que quería participar de sus intentos, decidieron hacerlo en su casa. Por varias horas discutieron propuestas de actos públicos, marchas, volantes, manifiestos y pintadas y terminaron decidiendo la realización de un campamento. Al principio Soledad estaba entusiasmada; horas de discusión terminaron por aburrirla levemente. Hacia las siete la mayoría de los militantes se había ido.

Sus amigos llegaron a las ocho de la noche. Eran cuatro ocupantes y ex ocupantes del Asilo: Michele, Peppino, Giorgia —la novia de Dennis — e Ibrahim, y primero hicieron la comida: arroz integral, verduras a la parrilla, zapallitos. Fue una cena para ocho: los cuatro visitantes, Soledad y tres militantes valsusinos que se irían a la mañana siguiente bien temprano.

En cuanto terminó la cena los valsusinos subieron a acostarse: estaban agotados. Los cinco amigos pusieron música en el salón y se acomodaron para una velada larga y agradable.

"Cuando íbamos, siempre nos quedamos un rato largo charlando, haciendo chistes" dirá Ibrahim, nacido en Marruecos. "No charlábamos de nada importante. Más bien tratábamos de olvidar un poco la situación, hablábamos de cosas banales, no de sus problemas, nada. Nos hacíamos bromas, a mí me tomaban el pelo porque a veces me equivoco con algunas palabras italianas; a ella porque no conseguía pronunciar la ge: le decíamos que dijera Gingo, que era el nombre del perro de Giorgia, y ella lo llamaba shingo y nos reíamos".

—¿Había mucho fumo?

—No, yo no fumo. Y además estaban los carabineros dando vueltas.

Los amigos tomaron cervezas y escucharon varios casetes, pero el hit de la noche fueron los Gipsy Kings: Soledad e Ibrahim le traducían la letra a los demás y lo pusieron varias veces. Hubo incluso un amago de baile. Soledad tenía un pantalón de Edoardo y una camiseta grande, suelta, el pelo muy rapado:

—Bamboleo, bambolea, / porque mi vida yo la prefiero vivir así. / Bamboleo, bambolea, / porque mi vida yo la prefiero vivir así...

Sonaba el grabador, se divertían. En algún momento Soledad pensó que hacía mucho que no pasaba una noche tan agradable. A las dos y media de la mañana los carabineros tocaron la bocina y los deslumbraron con las luces de su patrullero. Soledad soltó una puteada y salió a la puerta:

—Acá estamos, carajo, qué mierda quieren.

"Ellos seguían apuntando con sus faros y ella se emboló. Pero hicimos un par de chistes y la cosa pasó", dirá Ibrahim. "Soledad se quedó con nosotros hasta bastante tarde, como las cuatro. La última media hora estaba muy pensativa. Los demás charlábamos, hacíamos chistes y ella estaba como si no estuviera: sólo su cuerpo estaba ahí. Y después de media hora de estar así, callada, nos dijo 'eh, yo me voy a dormir'".

—Chicos, yo me voy a dormir. Gracias por la visita, de verdad. Me gustó mucho que vinieran.

—¿No te quedás un rato más?

—No, en serio, estoy muy cansada. Muy muy cansada, de verdad.

Quién sabe cuándo decidió que era el momento. En esa media hora, esa tarde cuando los vio llegar o una semana antes, unos días: esa madrugada de sábado era igual a aquella madrugada de sábado en que Edoardo se había colgado de su cama. Quién sabe: quién sabe si en algún momento decidió que era el momento.

"Nosotros nos quedamos abajo, charlando, escuchando música. Después en un momento tuve que ir al baño", dirá Ibrahim. "La puerta del baño tenía un vidrio traslúcido y no estaba del todo cerrada; se veía la sombra de una persona adentro. Yo creí que quizás era ella o alguno de los otros y me quedé esperando un rato; no quería golpear ni decir nada para no apurar al que estuviera. Pasaron unos cinco minutos y la sombra seguía ahí, no se movía, se la veía inclinada sobre el inodoro. Pensé que quizás alguien estaba mal, que necesitaba ayuda y abrí la puerta. Entonces la vi".

Lo que más me impresionó cuando lo vi fue lo chiquito que es el baño de la casa de Bene Vaggena. El baño tiene 80 centímetros de ancho por 1,80 de largo; los artefactos están todos en fila, primero el bidet, después el inodoro, des pués el lavatorio y al fondo la ducha con su bañera pequeñísima. Tiene mosaicos grises hasta media altura, una ventana por donde se ven árboles y quizás la luna. Un baño tan chiquito, con tan poco lugar para moverse.

"Ella tenía los pies hacia atrás, las rodillas en el suelo y el cuello atado a esa sábana. La sábana estaba atada al caño de la ducha y ella había puesto los pies para atrás para que el cuerpo tuviera lugar para caer, para que el peso del cuerpo estirara la sábana y la ahogara. Lo primero que h ice fue desatarla, enseguida, empecé a gritar, llamaba a los demás, rápido, muchachos, vengan vengan", dirá Ibrahim, años más tarde, llorando todavía.

"Yo la saqué de ahí y estaba tan pesada, intenté hacerle respiración boca a boca, estaba violeta, parecía que ya hacía un rato que estaba ahí. Pero me pareció que todavía estaba viva. Y después llegaron los demás y llamamos a la ambulancia, tuvimos que ir con el coche al principio del camino para guiarlos hasta la casa; cuando llegaron también ellos trataron de hacerle la respiración boca a boca pero no hubo caso, estaba muerta. No hubo caso. Porque ella, yo creo, se quería morir".

Estaba, también, aquella nota. La nota es el colofón de cualquier suicidio: matarse es el gesto más elocuente que se pueda emprender; por eso se le pueden dar tantos sentidos, y la nota es la última cortesía del muerto hacia aquellos a quienes ha decidido abandonar: la única, quizás.

Soledad dejó, dicen, una nota. "Estaba esa carta, donde ella decía que esperaba este momento de estar bien con sus amigos para irse, que no quería irse mal...", dirá Ibrahim. "Yo creo que hacía mucho que quería suicidarse, pero no quería irse triste, sino después de una noche agradable con sus amigos. Y en la carta decía que había estado muy bien con sus amigos y que entonces, con sus amigos cerca, había encontrado el valor necesario para hacer esto y que lo hacía por propia voluntad, con conciencia de lo que hacía, que no se

arrepentiría de lo que estaba haciendo, que quería morirse".

—¿Y decía por qué se había matado?

—Porque quería reunirse con Baleno, porque no soportaba vivir sin él.

—¿Era larga la carta?

—No, y no queríamos que los canas la vieran, les dijimos que no dejó nada.

Por eso el misterio de la nota. Nadie ha visto esa nota; nadie, salvo Ibrahim y dos o tres amigos, y sus versiones no coinciden.

—¿Ella pedía que quemaran la carta?

Le preguntaré a Ibrahim, y él me dirá que no:

—No, no decía nada. Pero era algo muy suyo, íntimo, no queríamos dárselo a los canas, porque sabíamos que entonces la iban a ver los periodistas...

Luca, su marido por ley, también la vio, más tarde:

—Había un mensaje pero decía que había que quemarlo, así que lo quemamos. Era una hoja arrancada de un cuaderno, escrita con birome.

—¿Y qué decía?

—No me acuerdo, eran dos o tres frases. No me acuerdo.

"Luca Bruno me llamó por teléfono y me dijo que Soledad decía 'No soporto más el encierro y no conozco otra manera de ser libre'; eso es todo lo que sé porque después la quemó", dirá Marta Rosas.

"A mí me dijo Luca que en esta nota ella decía 'sí, estoy cansada, no puedo más'", dirá Silvano Pelissero. "Que era algo general, pero nada realmente definido hablando de suicidio".

Ita, en cambio, la mujer de Luca, dice que sí:

—Sí, yo me acuerdo. El mensaje decía "Me voy de este mundo de mierda de la misma manera que se fue Baleno. Quémenlo".

O cualquier otra cosa.

Había, también, junto a la cama, un libro abierto.

"El libro se lo aconsejé yo, para que se fortificara. Me parecía que era un libro que podía ayudarla en un momento de dificultad. Yo lo leí tantas veces...", dirá Silvano. "Es un libro que se puede interpretar de demasiadas maneras, lo podés interpretar como quieras. Si sos fascista está bien, si sos comunista está bien, si sos católico, si sos musulmán o militarista o gandhiano, todo está bien, porque habla de pacifismo, de no violencia, de armas, de espadas, de guerra, de matar, habla de todo. Y son todas frases cortas interpretables como quieras. Es un poco como la Biblia, que podés interpretar como querés. Son libros que no sabés adónde te pueden llevar".

El libro estaba abierto en la última página: "Cuando llega la orden de partir, el guerrero mira a todos los amigos que se ha hecho en el camino. A algunos les ha enseñado a escuchar las campanas de un templo sumergido, a otros ha contado historias alrededor del fuego. Su corazón se entristece pero sabe que su espada está consagrada y debe obedecer las órdenes de Aquel a quien ofreció su lucha. Entonces el guerrero de la luz agradece a sus compañeros de jornada, respira hondo y sigue adelante, cargado con los recuerdos de una jornada inolvidable", decía el
Manual del Guerrero de la Luz
de Paulo Coelho.

Reunirse con Baleno, decía, quizás, Soledad en su nota. En ese mundo raro que debía encontrarse más allá, en alguno de esos lugares que nunca nadie vio. "Sí, ella creía mucho en el espíritu, en un alma que seguía viviendo", dirá Ibrahim. "A veces cuando estábamos con Gingo, el perro de Dennis, ella decía 'ves que Gingo está tranquilo, se da cuenta de que Dennis está acá con nosotros'. Ella siempre trataba de tranquilizar a los demás con esas cosas, con esa creencia, estaba convencida de que el alma seguía viva, que una persona no se puede morir así, no es sólo materia, no puede desaparecer así en un momento". Lo mismo que había charlado con su amiga Sole Vieja, con Paola Massari, con algunos más.

—Ma, contame otra vez cómo era eso de la reencarnación, dale.

Supongamos que hacia las cinco de la mañana del sábado 11 de julio de 1998 María Soledad Rosas entró en su habitación con la certeza de que vivía sus últimos minutos. Supongamos que lo había decidido: que entró pensando que había terminado de entender que ése era su destino, que por fin había encontrado el coraje necesario para hacerlo.

Supongamos que todavía le sonaban en los oídos las risas de sus amigos, esa música tonta pero festiva, algún chiste más o menos malo; supongamos que miró a su alrededor y vio aquel libro sobre la mesa de luz, cerrado; que lo abrió y leyó por última vez aquella página, buscando letra, justificaciones. Que dejó el libro abierto, como quien sigue hablando. Que agarró su cuaderno y que escribió, con su birome azul, unas palabras con la letra muy grande, desmañada: que se sorprendió de lo difícil que le resultaba dibujar cada trazo. Que volvió a pensar en Edoardo: que pensó que pronto lo vería, que lo puteó otra vez por haberla dejado, que le agradeció de nuevo tanto amor y lo odió por haberle marcado el camino que estaba por tomar. Que trató de ver su cara y algo se la nubló; que después la pudo precisar. Supongamos que se dijo que no debía demorarse: que tuvo miedo de que cualquier demora le quitara el coraje necesario. Que pensó una vez más que iba a necesitar mucho coraje. Que nunca se había creído valiente pero que ahora sí iba a serlo. Que no iba a echarse atrás.

Supongamos que entonces fue hasta el armario y agarró una sábana limpia del ropero y que se sonrió: que pensó que era tonto haber pensado en eso, en la sábana limpia, y que uno a veces piensa cosas extrañas. Supongamos que pensó en su madre, que la sábana limpia la hizo pensar en su madre y entonces en su padre y en su hermana y en la pena que les daría su decisión; supongamos que no lo pensó. Supongamos que alisó la frazada que había sobre su cama, que dejó la nota sobre la almohada, que miró su habitación con distancia infinita: que vio su habitación con la mirada con que se miran las últimas cosas, con la mirada de quien ya no pretende hacer recuerdos —si acaso, deshacerlos. Y que salió de su habitación y entró en el baño, ahí al lado, a dos pasos: que la impresionó que estuviera tan cerca. Que la impresionó que todo estuviera tan cerca.

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