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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto

 

No queda ningún lugar adonde huir. En una América devastada por un virus nanotecnológico, Ruth y Cam descubrirán que la mayor amenaza para la Humanidad no es la plaga.La plaga, un virus nanotecnológico que ataca a cualquier organismo de sangre caliente por debajo de los 3000 metros, ha asolado la Tierra. En las cumbres más altas del planeta, los supervivientes se aferran a la vida, a cualquier precio.

La especialista en nanotecnología Ruth Goldman ha desarrollado una vacuna capaz de proteger a los supervivientes contra la plaga, pero el gobierno de los Estados Unidos se hace con el control de su descubrimiento. Decididos a compartir la cura, Ruth y Cam Najarro deberán afrontar que América se ha convertido en una tierra yerma y devastada.Juntos emprenderán un viaje durante el cual descubrirán lo mejor y lo peor de la naturaleza humana, ignorantes de que una amenaza aún mayor planea sobre sus cabezas.

Jeff Carlson

Antídoto

ePUB v1.2

OZN
 
07.10.11

1

Ruth se abrió paso a través de otro amasijo de huesos y casi cayó al suelo al quedársele atrapada la bota en un montón de costillas y vértebras fracturadas. La interestatal 80 se había convertido en un cementerio. Miles de vehículos atestaban cada kilómetro de la amplia carretera, todos ocupados por fantasmas desplomados. Todos mirando en dirección este.

Siempre al este, hacia las montañas.

Ruth caminaba en la misma dirección y respiraba con dificultad a través de la máscara. Más que caminar parecía que bailase. Se abría paso a través de los restos, ya que mucha otra gente había continuado a pie hasta que su cuerpo se lo había permitido. Los esqueletos se apiñaban por todas partes entre una infinidad de deshechos. Algunos aún se aferraban a cajas, bolsas, ropas rasgadas o joyas. La mayoría estaba reunida en grupos donde el tráfico, paralizado y embotellado, había bloqueado el paso.

Tenía el brazo izquierdo roto y hacía que cada paso que daba le resultase más difícil. La escayola le dificultaba mantener el equilibrio. Y lo que es peor, no quería mirar hacia abajo. Los cráneos formaban una multitud silenciosa. Ruth intentaba a toda costa evitar sus ojos vacíos, de modo que parpadeaba constantemente y miraba hacia los lados y hacia arriba mientras avanzaba y deslizaba la mirada como si siguiera una bola de
pinball
Al cabo de tres días, la sensación de mareo se había convertido en algo normal. Apenas recordaba otro estado. Tener siempre a Cam delante y a Newcombe detrás le resultaba reconfortante. Caminaban en fila a través de la desolación. El sonido de los pasos constantes de los hombres le indicaba el camino a seguir.

Entonces llegaron hasta un cúmulo de coches calcinados que, al explotar, habían expulsado las puertas y los cuerpos en medio del caos general. Los espacios entre los vehículos estaban plagados de huesos astillados, chatarra y cristales. Cam se detuvo.

—Tenemos que intentar otra cosa —dijo mientras volvía la cabeza de la empinada interestatal hacia la ciudad cuadriculada.

Los tres llevaban gafas y máscaras protectoras, de manera que Ruth no sabía exactamente dónde estaba mirando, pero las calles estaban incluso peor en las zonas céntricas. Las ordenadas líneas de la ciudad engañaban. Había muchas calles llenas de trampas y callejones sin salida. La carnicería era inimaginable. Los restos humanos llenaban cientos de kilómetros cuadrados sólo allí, en el área más amplia de la bahía de San Francisco, junto con cuerpos de perros, aves y demás especies de sangre caliente.

—Por aquí —indicó Newcombe señalando la pendiente del arcén, más allá de los vehículos ennegrecidos. Ruth negó con la cabeza. —Será mejor que sigamos por aquí.

Varios conductores habían intentado escapar estrellándose contra el guardarraíl, y sólo habían conseguido volcar por la colina. No quería provocar una avalancha de coches.

—Tiene razón —convino Cam—. Nos lo tomaremos con calma.

—Entonces deja que vayamos nosotros delante —le dijo Newcombe a Ruth mientras la adelantaba.

Mark Newcombe tenía veintidós años y era el más joven de los tres. Se llevaba más de diez años con Ruth y se había formado como soldado de las Fuerzas Especiales durante dos años antes de la plaga de máquinas. El fin del mundo sólo le había endurecido más. El fusil de asalto, la mochila y la cartuchera que llevaba pesaban veintitrés kilos, pero eso no le hacía ir más despacio.

El paso de Cam era más irregular. Estaba herido, como Ruth, lo que, según ella, le hacía mejor líder. Cam no tenía tanta seguridad. Se preocupaba mucho por las cosas, y a Ruth le gustaba por eso. Estaba más dispuesto a admitir que se había equivocado, que era por lo que aún seguían en la interestatal. La carretera estaba mal, pero al menos podían avanzar. El reducido trío había intentado atajar campo a través más de una vez por las áreas residenciales o los centros comerciales que se habían ido encontrando a lo largo de la autovía, pero se habían topado con demasiadas vallas y arroyos y matorrales quebradizos plagados de escarabajos y trampas, incluso el tráfico calcinado era mejor.

Newcombe se había cortado en el codo y en ambas rodillas antes de continuar la marcha.

—Sigamos —dijo.

Pero en cuanto pasaron el riachuelo, Cam le hizo detenerse inmediatamente y le limpió las heridas con una cantimplora en un intento de adelantarse a la plaga. Después le vendó los cortes y envolvió las perneras de Newcombe con gasa.

Cam se puso en pie antes de que hubiese terminado.

—Espera —dijo mientras inclinaba la cabeza para escuchar el cielo.

Era una tarde de mayo soleada y tranquila.

A Ruth se le erizó el vello de la nuca. «Yo no oigo nada», pensó. Pero el escalofrío que le recorrió la espalda la obligó a girarse para mirar a su espalda. Buscó a través de los coches inertes en busca de cualquier amenaza. Nada.

Cam la empujó.

—¡Vamos! ¡Vamos!

Corrieron a refugiarse bajo la inmensa caja metálica de un camión. Cam y Newcombe tenían sus armas en la mano, pero Ruth necesitaba el brazo sano para arrastrarse bajo los escombros. De pronto, el sol la cegó momentáneamente y su guante aplastó un montón de vidrio y plástico.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Pero entonces ella también lo escuchó. Era un tamborileo leve y amenazador. Helicópteros. Otra vez. En las inmensas ruinas de lo que había sido Sacramento, en California, los únicos sonidos que se escuchaban eran el viento, los ríos y, en ocasiones, los bichos. Era una pequeña ventaja. Hasta el momento siempre habían oído los helicópteros mientras aún se encontraban a decenas de kilómetros de distancia.

Esta vez estaban más cerca y se acercaban a gran velocidad.

—He visto una alcantarilla a unos cuatrocientos metros —dijo Ruth sobresaltada.

Ya habían tenido que esconderse bajo tierra en dos ocasiones porque el enemigo tenía infrarrojos.

—Sí, yo también la he visto. Está demasiado lejos —gruñó Newcombe.

—Vaya —Cam levantó uno de sus guantes hacia la forma inhumana de las gafas protectoras y la capucha y anunció—: Hormigas.

Ruth se giró para mirar, pero se golpeó la cabeza en el confinado espacio. En la caja del camión, que estaba abollada, se leía «SAFEWAY» en letras tan altas como ella y dijo en voz baja:

—Es una cadena de supermercados.

—Joder —Newcombe se apresuró de nuevo hacia la luz del sol.

Se desplazaba sobre los codos para proteger su fusil de la basura y del polvo, pero se le enganchó la mochila en la chatarra que tenía encima y tuvo que agacharse aún más, lo que le obligó a sujetar su arma por delante de él.

Ruth apretó los dientes. El intenso estruendo de los helicópteros y los esfuerzos de Newcombe por avanzar unos centímetros la volvieron presa del pánico, y entonces advirtió que les rodeaba otro sonido que aumentaba suavemente. Los muertos volvieron a la vida. Los huesos y la basura temblaban con el creciente estruendo, las vibraciones y los susurros. En alguna parte, una puerta chirrió al abrirse.

—¡Vamos! —dijo Cam.

Al mismo tiempo, Newcombe siseó:

—No os mováis.

Ruth se volvió rápidamente. Tenía que moverse aunque no hubiese ningún sitio adonde ir. Había visto colonias de hormigas extendiéndose por techos y paredes como una ola negra, despojando edificios enteros de cola para moqueta, goma y tapicería. Si se encontraban sobre una colonia sufrirían una muerte terrible.

—Tenemos que salir de aquí —dijo.

—Vamos —asintió Cam.

Ruth intentó pasar por delante de él arrastrándose entre el asfalto resquebrajado y la caja blanca y roja del camión. Entonces vio dos hileras de hormigas.

Los helicópteros planeaban sobre ellos y aturdían su corazón y su mente. Todo su cuerpo tembló. A su alrededor todo era ruido. El camión resonaba con el sonido y Ruth sintió ganas de gritar. Entonces el estruendo se desplazó sobre ellos, como un edificio que se derrumba o un tren, y Newcombe la agarró del brazo.

—¡Joder, vuelve atrás! —gritó mientras el sonido aplastante se alejaba—. ¡Puede que no estén seguros! ¡Igual sólo están siguiendo la carretera!

Ruth se obligó a asentir. No podía respirar. Intentaba asomarse, pero cuando el camión volcó, había golpeado al menos a otro vehículo. Delante de ella había un sedán beige tremendamente abollado. El ruido aún era fuerte y fácil de seguir. No se había alejado demasiado. Estaba aterrizando.

De repente, pudo ver a través de un hueco entre el guardabarros destrozado y la rueda. Al principio sólo veía el cielo y los árboles. Entonces vio dos helicópteros. Puede que hubiese más. Las aeronaves descendieron con suavidad y aterrizaron con una sincronización casi perfecta. Las puertas laterales de ambos helicópteros estaban abiertas y de ellas salían hombres vestidos con trajes de aislamiento verdes. Hombres sin rostro ni hombros, cuyas capuchas y bombonas de oxígeno deformaban su figura.

—Han bajado —dijo.

Había campos abiertos a aquel lado de la carretera, un tramo irregular de tierra marrón y llana donde acababan los edificios comerciales. Ruth divisó una alambrada que podría retener un tiempo a los soldados, pero estaba inclinada en un punto donde podrían derribarla con facilidad. El sonido de los helicópteros resonaba y martilleaba desde la alta fachada de un almacén.

Cam se coló a su lado, estirando el cuello para poder ver. Tenía el hombro cubierto de hormigas.

—Aquí no aguantaremos —le dijo a Newcombe.

—Los bichos —exclamó Ruth—. Debemos ponerlos entre nosotros y ellos.

—Sí, de acuerdo. Vamos —Newcombe se volvió y empezó a quitarse la mochila.

Ruth se arrastró como pudo y cuando salió a la luz busco a Cam, que se sacudía una manga. Ambos se agacharon tras los coches inmóviles.

Por los destellos de sol que había visto reflejados en la; bombonas de oxígeno y en las armas, debía de haber unos diez o veinte soldados.

—¡Espera! —Cam tiró de ella, y ambos se escondieron tras un Mercedes blanco—. Si suben por el terraplén podremos intentar obligarles a retroceder hacia el camión.

Ruth asintió con la boca seca. ¿Dónde estaba Newcombe?

Con la espera, de repente se dio cuenta de lo cansada que estaba. Los viejos cardenales, las nuevas heridas. Mientras esperaban, sacó su revólver. En otra época, todo aquel sufrimiento ya habría acabado con ella, pero ya no era la que había sido. Ninguno de ellos era el mismo. Y aquello tenía sus cosas buenas y malas. Ahora, Ruth Goldman era, en muchos sentidos, menos complicada. Pensaba menos y sentía más. Y su miedo, su frustración y su vergüenza albergaban una gran fuerza.

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