Newcombe hizo un gesto triunfante. Por debajo del sonido, en la radio se escuchó la voz de un hombre alta y clara:
—...silla está contra la pared, la silla está contra...
Y enmudeció. Los aviones se habían marchado. Cam no entendía la extraña frase, pero Newcombe asentía. El sargento pulsó dos veces su botón de «ENVIAR», una señal de respuesta rápida e imposible de localizar que indicaba que había comprendido el mensaje y miró a Cam y a Ruth.
—Buenas noticias —dijo.
Ruth se despertó dolorida. Le dolían los dedos y la muñeca. Sentía un picor áspero e intenso y salió de su saco de dormir, desesperada por apartarse del dolor. Era un acto reflejo tan básico como apartar la mano del fuego, pero aquellas ascuas estaban dentro de ella. La plaga de máquinas. Ruth lo sabía, pero se movió de todas formas y gritó en la oscuridad.
—¡Levantaos! ¡Levantaos!
Las estrellas brillaban cercanas con la intensa claridad de mil millones de fragmentos de luz. Incluso a través de las lentes de color bronce de las gafas protectoras, Ruth podía ver el cañón abierto de la calle residencial a su alrededor, pero al intentar levantarse se golpeó la rodilla con algo. Entonces el suelo tembló y resonó bajo sus pies. Estuvo a punto de caerse. Se agarró con los dos brazos y golpeó a Newcombe mientras éste se incorporaba.
Se encontraban en la caja de una camioneta Dodge. Habían encontrado una lancha al fin, horas antes de la puesta de sol, pero se pasaron unos cuarenta minutos buscando un vehículo capaz de remolcarla. Sacar la camioneta de las ruinas les había llevado otra hora. Para entonces, el sol se estaba poniendo y Cam sugirió utilizar el vehículo para acampar y que dos durmiesen mientras el otro hacía guardia. Las ruedas les servían de aislante, y empaparon el suelo de gasolina para protegerse de las hormigas y de las arañas.
—Pero ¿qué...? —exclamó Newcombe, pero se detuvo y se miró los guantes—. Joder.
El también lo había sentido.
—¡Estamos en un punto de concentración! —gritó Ruth cogiéndose el brazo herido mientras se levantaba como podía otra vez —. ¿Cam? Cam, ¿dónde estás? ¡Tenemos que irnos de aquí!
Un rayo de luz blanca atravesó la oscuridad desde el interior de la larga y estrecha lancha pesquera aparcada en el remolque. Entonces el foco de la linterna se elevó un poco y se reflejó en la pintura beige mientras Cam saltaba a la proa.
—Esperad —dijo—. Tranquilizaos.
—No podemos...
—Nos iremos, pero esperad. Coged vuestras cosas. Newcombe, será mejor que nos rociemos con más gasolina. A saber qué criaturas andarán despiertas ahora.
Su tono metódico debería haber ayudado a Ruth a controlarse. Tenía razón. Había demasiados peligros por ahí como para salir corriendo a ciegas en plena noche, pero el dolor era intenso y creciente y cada vez que inspiraba llevaba más nanos hacia sus pulmones.
El equipo de esquí sólo estaba pensado para proteger de la nieve y del frío. Las chaquetas, las gafas protectoras y las máscaras de tela no les servirían de nada contra la plaga. De hecho, las máscaras eran prácticamente inútiles. Llevaban aquella armadura provisional para reducir el contacto, pero era una batalla perdida. Miles de partículas microscópicas cubrían cada metro de suelo, con mayor concentración en unos puntos que en otros, como membranas invisibles que se dejaban arrastrar. Con cada paso levantaban grandes nubes de ellas y andar despacio no ayudaba en nada. Estaban en medio de un océano invisible. Nanos propagados por el aire cubrían el planeta entero y formaban amplios lagos y corrientes a merced del tiempo. Aquella niebla era especialmente abundante allí, a nivel del mar. El viento podía elevarla y alejarla, pero la lluvia, las escorrentías y la gravedad hacían bajar a las máquinas subatómicas constantemente. Newcombe no había querido beber agua allí por temor a las bacterias, pero incluso de haber tenido pastillas depuradoras Ruth se lo habría impedido porque aquella orilla debía de estar infestada de nanos.
Su única protección real era la nano vacuna, pero ésta no era infalible. En una situación ideal, acabaría con la plaga en cuanto el invasor entrase en contacto con la piel o los pulmones. Pero en realidad su capacidad de acabar con la enfermedad era limitada y actuaba mejor en infecciones activas. Y eso era un problema. Una vez inhalada o absorbida de algún otro modo por un organismo, la plaga tardaba minutos o incluso horas en reactivarse, y durante ese espacio de tiempo podía extenderse más de lo que uno pudiera pensar. Un ser humano está compuesto de miles de venas, de tejidos, de órganos y de músculos, y una vez que las máquinas se duplicaban, el propio pulso del cuerpo se convertía en una debilidad, diseminando los nanos por todo el organismo.
La vacuna no era tan agresiva. Era imposible. Sólo podía reproducirse al aniquilar a su rival. De otro modo podría producirse otra plaga. Ruth le había enseñado a reconocer la única estructura del dispositivo calorífico de la plaga que compartían y le había proporcionado la capacidad de detectar las fracciones de caloría del calor residual que generaban los nanos constantemente al multiplicarse. Pero la vacuna siembre iba tras su antagonista. Siempre reaccionaba, y era más pequeña y más rápida, capaz de erradicar a su presa, pero sólo tras la persecución.
Por suerte, en cierto modo, la plaga tendía a aglomerarse en las extremidades y en las cicatrices, atacando así al cuerpo desde sus puntos más débiles. La vacuna se agrupaba del mismo modo, pero en más de una ocasión habían padecido molestias conforme la interminable batalla continuaba en su interior.
En el caso de Ruth era en su brazo roto. El tejido hinchado y coagulado parecía actuar como una pantalla que atrapaba a los nanos en su muñeca y los retenía en la mano, mientras la devoraban poco a poco. Tenía pánico a quedarse manca. Se preocupaba por eso porque no quería pensar en algo peor, como una hemorragia, un derrame cerebral, un ataque al corazón, o incluso la muerte.
Por un instante, miró a Cam temblando. Pero tras la luz blanca que llevaba en la mano no era más que una sombra distante y sin rostro. Ruth se agachó y cogió su mochila, alejándose de Newcombe mientras él encendía su propia linterna. No iba a molestarse en recoger su saco de dormir. Inmediatamente empezó a bajarse de la camioneta, apoyando un pie en uno de los lados.
—Ruth...
—¡Tú pesas treinta kilos más que yo! —gritó vencida por el miedo y la envidia—. ¡Maldita sea! ¡A mí siempre me va a afectar más! ¡Yo siempre llegaré antes a mi límite!
—Déjame ir delante —dijo Cam saltando desde la lancha.
La caída fue brusca. La luz de la linterna le alumbró el pecho, pero pronto se recompuso y se apartó de la camioneta.
Ruth dijo entre dientes:
—Tenemos que resguardarnos en algún lugar limpio.
—De acuerdo.
Cam iluminó la calle con la linterna y cambió de dirección. Después se volvió hacia Newcombe.
—Vamos —dijo—. Nos echaremos la gasolina por el camino.
Newcombe corrió hacia ellos con la segunda fuente de luz. Les alcanzó justo cuando llegaban a la acera y les hizo un gesto con la mano libre.
—Quedaos aquí —dijo—. Voy a inspeccionar esta casa. No os mováis de aquí.
Ruth emitió un sonido entre la risa y el llanto. Parecía una estupidez esperar junto al césped seco e irregular que había junto al buzón. En la oscuridad, aquel pequeño espacio tenía un aspecto perfectamente normal, a pesar del dolor, pero la decisión de Newcombe era indiscutible. Su sacrificio.
Si había esqueletos en el interior significaría que la casa estaba plagada de nanos. Había una gran concentración en la carretera, donde tanta gente se había desintegrado, pero también había sido reducida por el viento y la lluvia. Había pequeños lugares dispersos más seguros y, por lo general, tendían a resguardarse de cara al viento, y utilizaban sus propios nervios para calcular lo densa que era la plaga. Habían tenido mucha suerte intentando acampar en el interior. Una habitación sellada era una bendición, pero un solo cadáver podía significar millones de aquellas cosas, y tenían que evitar exponerse a altas concentraciones. Peor aún, podrían no advertir a simple vista que había cadáveres en el edificio. Como última medida desesperada, la mayoría de las personas se habían escondido, arrastrándose a los rincones y a los armarios.
Abrir todas las puertas era un buen modo de sobrecargar la vacuna, pero esa inspección era necesaria. Las viviendas con cadáveres eran también viviendas con insectos. O bien las hormigas habían entrado y habían establecido una colonia, o la podredumbre había convertido la casa en un paraíso para termitas y escarabajos.
Encorvada sobre su brazo, Ruth observaba a Newcombe mientras se acercaba al edificio de dos plantas. El joven enfocó la fachada con su linterna para comprobar que no había ninguna ventana rota.
—¿Qué otra cosa podemos hacer, Ruth? ¿Qué podemos hacer? —dijo Cam.
—Nada. Esperar.
«Dios mío», pensó ella. ¿O lo había dicho también en voz alta?
—Aquí tienes otra máscara. Póntela sobre la que llevas. ¿Necesitas ayuda? Espera.
Cam dejó su mochila y ajustó con cuidado la banda de tela por detrás de su capucha y sus gafas.
—Voy a inspeccionar la casa de al lado por si...
—¡Huesos! —gritó Newcombe.
Cam tiró de Ruth. —Vamos —dijo—. Vamos.
Hablaban como si les rodease un ruido intenso y repetían las palabras para que quedasen claras. Ruth se dio cuenta de que estaban separados y se apresuró a ponerse junto a Cam mientras Newcombe corría tras ellos. Tenían la terrible sensación de estar enjaulados, a pesar de que no había nada a su alrededor excepto la calle abierta. Estaban enjaulados por dentro.
Entonces Ruth se quedó a oscuras. Los dos hombres apuntaron con sus linternas hacia la siguiente vivienda. La puerta principal estaba colgando y Newcombe dijo:
—¡Dejadla! ¡Seguid avanzando!
Ruth resbaló en el borde de la acera y se golpeó la espinilla, pero se levantó como pudo, haciendo uso de la obstinación que tanto le había servido en su carrera. Su mente estaba centrada en un único pensamiento: «Seguir avanzando».
Cam la agarró de la chaqueta.
—No vayas tan rápido —dijo—. Debemos tener cuidado.
Ruth perseguía la luz de Newcombe. Sabía demasiado. Pocos adolescentes y ningún niño sobrevivían a una infección importante. Tener un cuerpo más pequeño era una desventaja, y ella siempre sería más propensa a sufrir los ataques que sus dos compañeros.
Sabía que el odio que sentía era absurdo y descabellado, pero no podía controlarlo. Intentaba ocultarlo.
—¡Vamos! —gritó.
No tenía nada que ganar acusándole pero, ¿por qué no les había avisado Cam? Él estaba despierto. «Se suponía que estaba despierto», susurró su nuevo odio. Entonces volvió a tropezar. Su bota se enganchó en algo y cayó sobre un seto quebradizo. Fue como si alguien le hubiese dado una bofetada.
Se quedó allí tirada, temblando, en silencio, escuchando la agonía de su brazo. Incluso sus oscilantes emociones la habían abandonado.
—¡Te he dicho que fueras más despacio! —la linterna de Cam le recorrió el cuerpo.
El rayo de luz estaba lleno de polvo flotante y Ruth vio un farol negro de jardín enredado en su pierna, con el cable arrancado.
—¡Te podías haber roto la puta pierna! —dijo Cam enfadado mientras se arrodillaba.
Tiró del cable para liberarle pierna y, por primera vez, Ruth vio que tenía tics. Movía la cabeza una y otra vez para intentar frotarse la oreja con el hombro.
Entonces escuchó un ruido sordo y miró a su alrededor. Newcombe se encontraba ante la puerta principal, apoyando el hombro contra ella. De repente, el marco cedió y entró de golpe.
—Todo irá bien —dijo Cam, pero sus palabras no eran más que sonidos inútiles. Sonidos tranquilizadores.
Ruth asintió. El no tenía la culpa de lo que estaba pasando. Podría ser que simplemente la camioneta tuviese una concentración de nanos más elevada que la lancha, y Cam tenía su tamaño a su favor. Hacía tiempo, él también había sufrido daños considerables en pies y manos y casi le habían devorado la oreja. Era difícil que ellos notasen una infección antes que ella. Era sólo que ella lo esperaba todo de él, por muy justo o injusto que fuera.
—¿Puedes levantarte? —preguntó Cam mientras se agachaba a ayudarla.
—¡Limpio! ¡Creo que está limpio! —chilló Newcombe desde dentro de la casa, y sus dos compañeros corrieron hacia la puerta con el felpudo de «Bienvenidos» todavía en su lugar. La entrada tenía el suelo de madera oscura. Ruth vislumbro el amplio comedor. Newcombe estaba junto a las escaleras que ascendían al segundo piso y les hizo un gesto con la mano.
—Por aquí-les indicó.
La linterna alumbró una serie de pequeños retratos enmarcados. Una familia. Rostros. Ruth obligó a sus piernas a arrastrarla. De repente se golpeó contra la pared y tiró al suelo dos de las fotografías. Cam pisó una e hizo añicos el cristal. Una vez arriba, Newcombe se dirigió hacia la izquierda, al cuarto de un niño. Las paredes eran azules y de ellas colgaban dos pósters de futbolistas en blanco y negro. La luz de las linternas iba recorriéndolo todo. Cam cerró la puerta. Newcombe se inclinó sobre la pequeña cama y tiró de las mantas. Después se arrodilló ante la puerta y tapó con ellas el hueco que había entre ésta y el suelo. —La ventana —dijo Ruth.
Cam abrió los cajones de la cómoda y los tiró al suelo. Cogió dos montones de ropa y cubrió la repisa de la ventana lo mejor que pudo con las camisas y la ropa interior. Los tres respiraban con dificultad. —¿Mejor? —preguntó.
Ruth negó y asintió con la cabeza confundida por el dolor. —Es todo lo que podemos hacer —respondió—. Empeorará. A salvo en aquel dormitorio, su vacuna sólo tenía que actuar contra la plaga que ya infectaba su sangre, las partículas que transportaban en la ropa y el movimiento. No obstante, al correr y sudar habían acelerado la absorción.
Ruth empezó a llorar. Ahora la plaga se cebaba también con su pie izquierdo y las heridas de la mano le ardían como lava, le consumían el hueso, y sentía calambres en todos los músculos.
Sus manos formaban una garra paralizada. En la penumbra, la habitación destrozada encajaba perfectamente con sus pensamientos: un caos incoherente plagado de organismos agitados. Su claustrofobia la invadió como un cáncer, entumeció su inteligencia y dejó paso únicamente a un terror y un remordimiento infantil.