Tenía que luchar. Se lo debía a sus amigos. Se lo debía a sí misma por todos los errores que había cometido.
Resollando a través del sabor amargo de su máscara, Ruth apartó con la pierna el pequeño tórax medio carbonizado de un niño para llegar hasta el parachoques trasero de un coche, donde levantó su arma y se preparó para el ataque.
Muchos supervivientes lo llamaban el Año de la Plaga o Año Uno, pero la historia de la humanidad no era lo único que se había perdido en los catorce largos meses que habían pasado desde la plaga de máquinas. Los nanos invisibles habían devorado a todos los seres vivos de sangre caliente que se encontraban a menos de tres mil metros de altura. El ecosistema había sufrido un gran desequilibrio, pues sólo quedaron peces, anfibios y reptiles para las poblaciones de insectos, cuyo número se había disparado, causando estragos en la tierra. Las langostas y las termitas habían devorado bosques enteros. El curso de los ríos había cambiado para siempre a causa de la erosión.
También habían arrasado estados y naciones enteras. La plaga había dejado pocas zonas habitables en el mundo: las Rocosas, los Andes, los Alpes, el Himalaya, y unos cuantos picos altos dispersos por el planeta. Nueva Zelanda. Japón. California.
Leadville, en Colorado, era ahora la capital de los Estados Unidos y la principal fuerza militar del planeta. Sus capacidades se habían visto reducidas en varios órdenes de magnitud, pero en los demás continentes, las poblaciones de refugiados estaban sumidas en violentas guerras por territorios devastados por ellos mismos y por el paso de los dos últimos inviernos.
En comparación, la guerra civil de Norteamérica no era nada agresiva. Los rebeldes se habían declarado independientes y reivindicaban el dominio de las ciudades más cercanas por debajo de la barrera, y, en su mayoría, todos habían conseguido abastecerse de comida, combustible, medicinas y utensilios suficientes para sobrevivir.
Los mamíferos y las aves podían adentrarse en el mar invisible durante un tiempo, en ocasiones durante horas. Sin organismos receptores, los nanos eran inertes. Después penetraban por los pulmones o por los ojos o por cualquier rasguño microscópico de la piel y se multiplicaban, se propagaban y se multiplicaban otra vez, y desintegraban los tejidos blandos, los músculos y los huesos para seguir reproduciéndose.
La comunidad científica internacional había hecho grandes avances durante el último año, especialmente en los consolidados laboratorios de Leadville, donde se utilizaba a la propia plaga para aprender y experimentar. La tecnología Arcos era un prototipo versátil, creado para detectar y destruir células cancerosas. Podría haber sido una bendición. Sin embargo, había acabado con todo el equipo de ingeniería, excepto con uno de sus hombres, al liberarse en el área de la bahía de San Francisco; una pequeña tragedia dentro de la extinción global. Nadie sabía dónde encontrar el laboratorio. Al morir, sus ordenadores y sus secretos desaparecieron con ellos. El hombre que escapó había quedado atrapado en una isla de piedra en las alturas de la sierra de California, hasta hacía veintinueve días, cuando se atrevió a trasladarse a otro pico con el guía de esquí Cam Najarro.
Ahora estaba muerto, pero antes de fallecer había dado con una cura.
Con sus ideas, Ruth y otros investigadores se convencieron de que podrían desarrollar un nano capaz de proteger el organismo desde el interior, como una vacuna, y la lenta guerra norteamericana se intensificó. El gobierno de Leadville pensó que la situación estaba demasiado avanzada como para compartir esta nueva tecnología a la ligera y confiar en que se alcanzaría paz. En los demás países, los ejércitos hambrientos se comían a los muertos de sus enemigos y hacinaban a los prisioneros como ganado, aunque en los Estados Unidos también se habían cometido atrocidades.
Leadville vio una oportunidad de controlar la única vía de descenso de las montañas. Era una ocasión para controlar todo el planeta, garantizar la lealtad, establecer nuevos estados y dejar que los enemigos y los indeseables sucumbiesen al hambre y a la guerra si no accedían a someterse como esclavos. Era un gran premio después de todas aquellas enormes dificultades.
Pero no todo el mundo sentía esa codicia. El equipo de asalto que había volado desde Colorado para registrar el laboratorio del Arcos estaba lleno de topos. Algunos hombres y mujeres que ocupaban puestos clave discrepaban del plan de Leadville y sacrificaban su propia seguridad y bienestar para que la gente adecuada subiese al avión. Los tres expertos en nanotecnología, los tres pilotos y siete de los doce soldados que habían aterrizado en Sacramento habían ido con la intención de hacerse con la nueva tecnología y llevársela a Canadá para extenderla libremente y acabar con el conflicto. Pero las cosas salieron mal. Se vieron atrapados en la ciudad y más de la mitad fueron asesinados o capturados.
Al final eligieron quitarse los trajes de aislamiento y apostar por la nano vacuna, una versión apresurada de primera generación que demostró no ser una protección infalible frente a la plaga. En ocasiones se dejaba vencer, lo que les hacía vulnerables a cierto dolor, pero podían quedarse. Podían ocultarse.
Hacía tres días, Ruth, Cam y el sargento de segunda Newcombe habían iniciado una excursión a través de la interminable destrucción para transportar esa primera vacuna al resto de supervivientes. Pensaban que habían ganado, pero aun se encontraban a ciento cuarenta y cinco kilómetros del punto elevado más cercano.
El intenso estruendo de los helicópteros volvió a aumentar mientras se acercaba. Durante un instante, Ruth alzó la vista hacia el cielo azul de mayo antes de volverse y cerrar los ojos, mareada por el nuevo temor y la adrenalina. Entonces fue consciente de que las aeronaves les sobrevolarían. Iban a cubrir a los escuadrones de tierra. La idea le arrebató todas sus fuerzas y tuvo que apoyarse en el Mercedes, el pesado vehículo que Cam debía de haber escogido con la idea de que su sólido diseño detuviese el fuego de los fusiles.
«Por favor, Señor», pensó.
Newcombe se acercó abriéndose paso a través de los restos y los huesos. Estaba cubierto de hormigas. Por desgracia, no podía matarlas y aferraba la mochila contra su pecho con ambas manos. Llegó corriendo y revolviéndose hasta chocar con un gran todoterreno gris. Cam le detuvo. Los dos hombres cayeron al suelo y parecían estar peleando. Se daban manotazos frenéticamente intentando aplastar el mayor número de hormigas posible. Los bichos no eran peligrosos sólo porque picasen o mordiesen. Después de todo aquel tiempo, las hormigas estaban cubiertas de nanos. Con cada mordedura podían inyectarle la plaga a Newcombe directamente en la sangre, pero no había tiempo para buscar a todas las hormigas que podrían ocultarse en su traje. Newcombe ya estaba buscando el fusil, que se le había caído, y Cam le agarró por la mochila y le arrastró tras el Mercedes.
—¡Aquí! ¡Por aquí! —gritó Najarro.
Los helicópteros ya habían despegado y cortaban el aire con su fuerte e intermitente estruendo. De un momento a otro sobrevolarían el camión. Ruth observó el Mercedes y se preguntó si ella y Cam cabrían dentro. Tendrían que dejar las mochilas.
Entonces se volvió a mirar el equipo de Newcombe y se dio cuenta de algo que la dejó helada. La cremallera estaba abierta y dejaba ver la radio, el botiquín de primeros auxilios, calcetines... Nada de comida.
Los señuelos habían sido idea de Cam, que había aprovechado aquel extraño entorno. Buscando alimentos desesperadamente, habían encontrado todas las tiendas y las casas vacías, todo lo que había en cajas o en bolsas de papel había desaparecido, de modo que Cam y Newcombe habían metido en sus mochilas todas las latas de manteca de cerdo y de almíbar que podían llevar. Era un plan inteligente. No había ninguna otra fuente de calor por allí, lo que les hacía relativamente vulnerables.
Newcombe ya había corrido hacia el norte o había vuelto hacia el oeste seis veces para dejar trampas de comida para que atrajesen a inmensos grupos de cucarachas, hormigas, escarabajos y moscas en un frenesí de calor y de ruido. Dos días después volvieron a disminuir, de modo que las minúsculas carroñeras evolucionaron para adaptarse al cambio, arrasándolo todo a cada oportunidad, sobreviviendo sólo con la agresión. Las tropas de Leadville apenas tendrían signos de olor humano gracias a sus trajes de aislamiento, pero eran nuevos. Se estaban moviendo. Y estaban casi encima de la colonia.
Hilos oscuros se arremolinaban en el aire y desaparecían de la vista de Ruth, y se retorcían arriba y abajo con el viento del ciclón. Ambos helicópteros se desviaron, pero uno descendió mientras el otro ascendía forzando los motores obstruidos por las hormigas. En un efímero momento de silencio, Ruth oyó el traqueteo de las metralletas en fuego automático. Los soldados se defendían como podían.
Entonces retrocedió. Las mejillas y el cuello le ardían con media docena de mordeduras.
—¡Ah!
No todas las hormigas de la húmeda ráfaga que la azotaba estaban muertas. Ni mucho menos. A muchas los rotores las habían despedazado, y muchas otras estaban aturdidas. Algunas habían quedado atrapadas en las vísceras de sus compañeras pulverizadas, pero otras seguían libres, y estaban confundidas y enfadadas.
Ruth cayó al suelo, golpeándose la cara y el cuello. No paraba de pensar en una cosa: «Mi mochila». La buscó mientras a duras penas conseguía volver a ponerse de rodillas y ahí estaba Cam, tropezando con la basura de su propia bolsa. Tenía un puñado de botellitas de cristal. Les quitó el tapón y le pasó una. Perfume dulce. Le escaldó las fosas nasales y volvió a colocarse la máscara, arrastrando la tela con cuidado para deshacerse de las hormigas que seguían en sus mejillas. —¿Dónde? —preguntó. Pero él la agarró del brazo y vació el resto de las botellas sobre sus cabezas.
Newcombe se unió a ellos de golpe. Tenía una botella de repelente de insectos y la apretó hacia ella, aplastando hormigas y rociando líquido. Era como respirar aguarrás.
—¡Creo que no nos han visto! —exclamó Newcombe. Pero el estruendo de los helicópteros volvió a cambiar de dirección. Estaban regresando.
—¡Corre hacia la alcantarilla! —le gritó Cam a Ruth.
—¿Y mi mochila?
¡No! ¡No te levantes! —gritó—. Si nos ven...
—¡Tengo más comida! ¡Ahí! —Cam tiró de Ruth mientras se arrodillaba y la empujó hacia el Mercedes, donde estaba su mochila—. ¡Si nos quedamos aquí vamos a morir!
Tenía razón. El enjambre de insectos, que cada vez era más denso, empezaba a nublar el sol. Al escuchar la nueva intensidad del ruido, Ruth comprendió que uno de los pilotos estaba usando su aeronave como un potente ventilador, librando a las tropas terrestres del enjambre.
«Se lo quitan a ellos y nos lo mandan a nosotros».
—¡Venga! ¡Corre! —gritó Cam hundiendo un cuchillo en una lata de leche. Pero ella dudaba.
Lanzó la lata que chorreaba lo más lejos que pudo y se agachó para acuchillar otra, pasando por alto las hormigas que le cubrían los guantes y las rodillas. El era así, rápido a la hora de tomar la mejor decisión. Cam Najarro no era ni soldado ni científico, pero había sobrevivido todo el Año de la Plaga en un pico yermo y aislado donde ochenta personas acabaron siendo seis a causa del hambre, el frío, los insectos y la locura, y pocos podían igualar esa clase de formación. Era un buen hombre, aunque estaba gravemente herido y, en ocasiones, Ruth temía que no estuviese del todo cuerdo. Era muy decidido. Se había comprometido con ella incluso antes de que ella hubiese comentado que, algún día, los avances en nanotecnología podrían reconstruir su cuerpo dañado, y había asumido toda la responsabilidad que le había sido posible. Explorador, guardaespaldas, amigo. Era injusto que se quedara mientras ella escapaba. Pero también era injusto hacer que sus esfuerzos fuesen en vano.
«Vete», se dijo mientras recogía su mochila. Sus compañeros estaban perforando las latas que quedaban y terminarían en unos segundos. Pronto se reunirían con ella.
Ruth se adentró en el laberinto de vehículos y esqueleto e intentó mantener la cabeza gacha. Los helicópteros no si habían movido y ella intentó alejarse del sonido lo máximo posible. En un momento dado, una de sus botas quedó atrapada en un amasijo de huesos y tropezó. Entonces reboto contra un monovolumen marrón y se agachó, tosiendo y exhausta. La cara y la boca le ardían, pero apenas tenía hormigas encima. Se asomó sólo lo justo para mirar a través de las polvorientas ventanillas del sedán e intentar ver al enemigo.
Algunos de los soldados se encontraban en medio de la niebla viviente. Seguían en pie a duras penas, pero de algún modo, el traje de uno de los hombres se había rasgado. Quizá se hubiera enganchado en la valla. A Ruth le pareció que una de las mangas cubiertas de goma colgaba a la altura del codo, pero era imposible saberlo con certeza entre la masa negra de hormigas.
Su brazo hecho jirones se izó como una bandera y trazó una oscura estela de sangre e insectos. Los insectos habían penetrado en su cuerpo. Apenas tenía ya forma humana, y se retorcía y se sacudía mientras le devoraban vivo. Dos soldados intentaron sacarle de allí, pero un tercero se lanzó contra el hombre que agonizaba, lo derribó y le apuntó al pecho con la metralleta.
«No», pensó Ruth. De pronto entendió las intenciones del soldado y se quedó helada. «No, está apuntando al brazo de su compañero».
El soldado disparó el arma y amputó el brazo invadido de hormigas frenéticas, pero dejó el cuerpo de su amigo allí tendido invitando a que llegaran más. La científica no podía mirar. Apartó la vista y buscó con la mirada a Cam y a Newcombe, pero a sus espaldas se encontró con otro horror. Nuevas erupciones habían surgido de la tierra y cubrían la carretera como si fueran humo. Además, ahora desde el nordeste se acercaba también una nube rojiza de escarabajos o de algún otro insecto. Al mismo tiempo, otro fenómeno azotó la colonia de hormigas. La plaga de máquinas. Ni siquiera los insectos eran inmunes a ella, tal y como Ruth llevaba tiempo sospechando. En su frenesí, las hormigas generaban demasiado calor a pesar de la fresca tarde de mayo, y en la nube se empezaron a formar agujeros como si de fuegos artificiales se tratase conforme las hormigas se desintegraban.
Ruth observaba sobrecogida. Entonces su corazón dio un brinco cuando una forma humana apareció de entre dos coches cercanos. Era Cam. Corría cojeando de manera extraña, y se daba manotazos en el cuello y en la capucha. Newcombe apareció tras él. Ruth les hacía señas desesperada mientras volvía los ojos hacia el enemigo e intentaba ver al soldado herido de nuevo.