Antídoto (9 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

—¡Eh! ¡Eh! —gritó un hombre que iba más atrás.

Hernández se giró y vio a cuatro soldados corriendo por la pendiente, entre los que se encontraban Powers y el médico. Traían varias chaquetas y una cantimplora.

—Buen trabajo a los dos —les dijo a Tunis y a Kotowych.

Los otros se acercaron.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el médico.

—Llevémosle al refugio primero —dijo Hernández—. He cortado la hemorragia.

—Ese desfiladero nos está matando —dijo otro hombre.

Hernández se puso tenso, pero no era el momento de imponer su autoridad. «Están asustados», pensó. «Deja que se quejen». No obstante, no podía permitir aquel tipo de manifestaciones.

Estaban excavando la roca desde lo alto de la colina porque no quería descubrir su posición con un campo de zanjas abiertas. Requería un mayor esfuerzo, pero sus refugios armonizaban bastante bien con el entorno, montañas de granito sobre montañas de granito. Lo peor era la espera. Tenían unas cuantas barajas de cartas y un juego de backgammon, y sus soldados se entretenían escribiéndose nombres y dibujándose cosas en la piel con bolígrafos. Era mejor trabajar. Arrastrar rocas no era precisamente un gran reto, pero les obligaba a planificarse y a cooperar y a él le daba la oportunidad de analizarlos. Podía haber ordenado el uso de más explosivos, y suponía que tendría que hacerlo en un momento dado. El suelo era como el cemento, endurecido por eones de cortos deshielos y largos inviernos. El único modo en el que pudieron empezar a construir sus búnkeres fue detonando muchas minas antipersona boca abajo, contra el suelo, pero quería conservar toda la artillería posible.

El campamento que Hernández veía mientras ayudaban a Kotowych a atravesar una pequeña cresta estaba en las últimas: unos cuantos soldados desperdigados, unas lonas verdes medio perdidas en la ladera. Los refugios no bastarían. Incluso si Nuevo México atacase en otro lugar, las tiendas de campaña y los sacos de dormir no les protegerían del frío eternamente. A pesar de todo, el comandante estaba orgulloso. Se sentía todo lo bien que se podía sentir en aquella situación. Habían levantado aquello juntos y eso ya era algo, aunque no podía evitar controlar sus posiciones y reanalizar la distribución de las ametralladoras y de los misiles stinger. Los soldados tenían motivos para estar preocupados. Por suerte, los helicópteros estaban en desventaja a aquella altitud. El clima jugaba a su favor. Suponían que Nuevo México esperaría un frente de altas presiones para elevarse lo máximo posible. El terreno también era su aliado. Dirigiría cualquier acercamiento a sus pies, donde la pendiente se transformaba en un valle alineado con las curvas planas de las carreteras 82 y 24.

Llevaron a Kotowych al bunker 5. Dos soldados más salieron del interior.

—Lo tengo, señor —dijo uno de ellos. Hernández sacudió la cabeza. Quería quedarse con Kotowych.

El soldado insistió. —Por favor, señor.

El sargento Gilbride le sorprendió. Apareció por la parte pendiente del bunker acalorado por el esfuerzo. Su rostro barbado presentaba un color carmesí en las mejillas, nariz y orejas. Parecía que había atravesado el campamento corriendo, y Hernández se alarmó.

—Comandante, ¿puede venir un momento? —dijo Gilbride.

—Claro —Hernández se separó de Kotowych—. ¿Estás bien?

—Sí, señor.

Gilbride empezó a descender de nuevo la colina y el comandante le seguía. Entonces escuchó alto y claro la voz de una mujer. Miró hacia atrás. Powers y otro hombre le estaban vigilando y pronto apartaron los ojos de él.

«No querían que entrase», advirtió de repente. «Mierda».

Casi todos sus soldados se habían acuartelado en Leadville antes de cambiar su disposición. Habían perdido a amantes y amigos junto con cualquier sensación de seguridad. Sus suboficiales decían que había al menos tres mujeres escondidas entre sus ochenta y tres soldados, tres mujeres que no eran marines, pero Hernández no había hecho nada. En su tropa sólo había once mujeres, de modo que la diferencia de número era importante, aunque tan sólo había habido un par de peleas, y Hernández no quería comenzar otra disputa impidiéndoles que confraternizasen. No podían permitirse más bocas que alimentar, pero tampoco podía arrebatarles las pocas cosas buenas que les quedaban en la vida, aún temiendo las posibles consecuencias. No podían permitirse embarazos. Continuó caminando con el ceño fruncido. Él también había dejado a alguien atrás. Una joven llamada Liz que tenía la suerte de tener un trabajo en la ciudad. Liz era botánica, y se encargaba de una planta entera de invernaderos protegida en el interior de uno de los antiguos hoteles. Era una tarea importante, pero al pensar en ella recordaba su cabello rojizo y el modo en que se lo colocaba por detrás de la oreja y dejaba al descubierto su cuello y su larga y perfecta clavícula. Volvió a preguntarse si debía habérsela llevado de Leadville con él. ¿Habría ido si se lo hubiese pedido? —Espera —dijo tocando el hombro de Gilbride. Estaban a medio camino del refugio principal, que se hallaba apartado en el campo en pendiente. Hernández no veía a nadie más que a un centinela junto al bunker 7.

—Ya lo he entendido —dijo—. Había alguien en el 5 que no querían que viese.

Gilbride negó con la cabeza e hizo un ademán para que le siguiera.

—No —dijo el comandante— Tengo que hacer al menos otro viaje a por más roca. —Por favor, señor.

La voz del sargento era ronca y gangosa. Sus tejidos sinusales habían respondido al aire seco produciendo más mucosidad que le impedía respirar.

Pero aquello no fue lo que hizo que Hernández buscase la mirada de su amigo. «Señor». Aquella formalidad era rara en Gilbride. Sabía que no era necesaria cuando estaban solos. Nathan Gilbride era uno de los cuatro marines que habían volado a Sacramento con Hernández, e incluso antes de eso, ya se había ganado todos los privilegios. Habían pasado juntos todo el Año de la Plaga. El comandante se sentía responsable y le invadía la ira. Gilbride no merecía estar allí. Pero al mismo tiempo, se alegraba de tenerlo a su lado, lo que en cierto modo le hacía sentirse culpable, porque confiaba en él aunque los líderes de Leadville no lo hicieran. Sabía que era un buen barómetro para averiguar cómo estaban los soldados, y Gilbride estaba nervioso.

—No nos servirás de nada si estás agotado —le dijo Gilbride con razón—. Venga, haz un descanso.

Hernández podía no haberle hecho caso, pero buscó en el bolsillo de su chaqueta para mirar su reloj. Las 13:21 horas. Era pronto para acabar, y si lo hacía, tendría que enviar a alguien a decirle a todo el mundo que parase. Y entonces la jornada del día siguiente también debería ser corta o la gente empezaría a criticar, lo que significa que perdería dos tardes de trabajo. «Mierda».

—De acuerdo —dijo—. Pero tendremos que decirles a todos que paren.

—No hay problema —contestó Gilbride. El bunker principal no era distinto al resto. Era una simple zanja con dos tiendas de campaña unidas, rodeadas de rocas. No tenían madera ni acero. Ya habían tenido que subir una cantidad considerable de material hasta la montaña como para subir también aquello, de modo que los refugios no tenían techo. Eso les hacía más vulnerables a los misiles, las armas y la nieve. A aquella altura se formaban tormentas en cualquier época del año.

Las bajas temperaturas tenían una ventaja. Al construir las paredes de roca, llenaron de tierra los agujeros y vertieron orina. El líquido congelado sirvió de cemento para unir la tierra y la roca. Beber agua era todo un hijo, a pesar de que habían encontrado ocho riachuelos y filtraciones en la zona. —Te he hecho un café —dijo Gilbride abriendo la cremallera de la larga tienda de campaña.

Su morada era oscura y en ella había infinidad de armas, sacos de dormir y un cubo que hacía las veces de retrete y que apenas olía gracias al aire gélido y enrarecido. A pesar de lodo, a Hernández le sorprendió encontrar dentro sólo a la especialista en telecomunicaciones de la Marina McKay sentada con un libro destrozado cerca de su rostro. Estaba partido en dos para que otro soldado pudiese leer la otra parte.

Les miró sólo por un momento y después volvió a levantar la mirada. Hernández advirtió algo de miedo en sus ojos castaños.

—Señor. Buenas tardes, señor —saludó.

—¿Hemos recibido alguna llamada por radio?

—No, señor.

«Pero ella también está nerviosa», pensó.

Sus muebles consistían en cajas de acero de munición y un cajón de madera que servía de escritorio y de cocina. Gilbride sacó el hornillo, un Coleman civil de dos fogones. No era seguro cocinar dentro, no sólo por el peligro de incendio, sino porque podían intoxicarse con el monóxido de carbono, pero nadie se quedaba fuera si no estaban trabajando. Hernández tampoco les había obligado a cumplir esta regla, pero animaba a sus suboficiales a que recordasen constantemente a los soldados que abriesen algún respiradero antes de encender los hornillos.

—McKay, necesito un mensajero —dijo Gilbride con voz áspera—. Diles a todos que dejen de trabajar. Hoy tendremos un turno corto.

McKay asintió.

—Sí, sargento.

«Está muy dispuesta a irse», pensó Hernández. «¿Y dónde está Anderson?». El sabía que sólo Bleeker y Wang estaban en lo alto de la colina, extrayendo roca. Gilbride era demasiado eficiente. Todo estaba demasiado bien preparado, y Hernández también empezó a ponerse nervioso.

«Son malas noticias», pensó.

6

Hernández se sentía como si hubiese entrado en un campo de minas. No podía hacer otra cosa más que esperar. Lucy McKay se quedó el tiempo justo para tomarse una taza de café caliente y después salió por la portezuela de la tienda de campaña, tras deslizar la cremallera.

Gilbride inclinó la cabeza hacia un surtido de bolsas de comida preparada. La mayoría estaban abiertas, y alguien se había comido su contenido o lo había usado como moneda de cambio.

—¿Azúcar? —preguntó Gilbride. —Sí, gracias.

Todo aquello de sentarse a tomar café era muy extraño. No el gesto amistoso en sí, sino lo poco común de la situación, el hecho de usar entonces lo que no tendrían mañana. Si es que había un mañana. Bebiendo de las tazas juntos bajo la fría luz verde de la tienda, Hernández expresó sus pensamientos en voz alta.

—Será mejor que lo disfrutemos ahora que podemos, ¿no? Si es que a esto se le puede llamar disfrutar.

—Sí —Gilbride, inquieto, movió dos tarros y una cantimplora por el simple hecho de moverlos—. Por cierto, esto es le último que nos queda, hasta que nos traigan más provisiones Los soldados han acabado con todo muy deprisa.

—Se nos van a congelar las pelotas —bromeó Hernández —Recibiremos más provisiones, ¿verdad? «Esos deben de ser los nuevos rumores, que estamos so los», pensó el comandante, y se alegró de nuevo de contar con la amistad de Gilbride.

Sus suboficiales eran el mejor modo de obtener información y de mediar entre él y los que estaban bajo su mando.

—Puede que pase un tiempo hasta que incluyan el café en la lista —respondió—, pero sí, por supuesto. Saben que no podemos vivir del musgo.

Leadville no le habría proporcionado todo aquel arsenal si temieran que sus soldados pudieran volver con él, hambrientos y furiosos, y aun así gran parte del suministro había desaparecido antes de que abriesen las cajas. En casi todos los paquetes de comida preparada faltaban sus mejores componentes: caramelos, café, pasta de dientes. Incluso el peso de las cajas de munición se había aligerado. —Nos necesitan —reafirmó Hernández. —Claro.

—Sabes que puedes contarme cualquier cosa —le dijo al sargento un momento después, esta vez con voz cortante e impaciente—. No saldrá de aquí. Quedará entre tú y yo, Nate. Gilbride dejó la taza sucia en la tabla donde Hernández había clavado el mapa de la zona, justo sobre la frontera de Utah, donde no había ninguna contienda. No. Se rumoreaba que cerca de la región elevada de la meseta de White River, sus propias fuerzas habían utilizado un arma nanotecnológica contra los rebeldes y habían desintegrado a dos mil hombres, mujeres y niños por reparar un avión de pasajeros.
White
River
esperaba llegar antes que Leadville a los laboratorios de Sacramento, pero fueron aniquilados a modo de advertencia para los demás grupos rebeldes.

Norteamérica parecía un continente diferente en sus mapas. Nada habitaba el este o la región central de los Estados Unidos, o los largos tramos del norte de Canadá. Las poblaciones que hubiesen sobrevivido se veían limitadas a permanecer en dos líneas desiguales desperdigadas por todo el oeste. La franja que formaban las Rocosas era mucho más densa que la de las sierras. A parte de aquello, no había nada.

Habían dibujado flechas rojas para marcar los asaltos aéreos en Wyoming, Idaho y la Columbia Británica. Los cuadrados rojos indicaban las unidades acorazadas avanzadas del paso de Loveland, y los círculos y los números las supuestas fuerzas establecidas en Arizona y Nuevo México. Leadville estaba prácticamente sola contra todo aquel esfuerzo, a excepción de tres cimas de partidarios.

—Hay mucha gente cabreada —dijo Gilbride.

Y señaló el mapa fingiendo que se refería a eso.

Hernández se dio cuenta de lo mucho que le estaba costando a su amigo incluso plantear la idea, y le respetaba por ello. Al fin y al cabo, lo mejor que les había enseñado el cuerpo de marines era a usar el cerebro, y la batalla que se diseminaba por la Divisoria Continental ya no era sólo una guerra por el alimento y los recursos. Todo el mundo quería la vacuna. Él sabía que debería condenar a Gilbride por atreverse a insinuar una rebelión, pero lo único que dijo fue:

—Sí, sí. Es un desastre.

Y aquello en sí resultaba alentador.

Hernández sólo contaba con información limitada y sabía que era por un motivo, otra manera de aumentar su impaciencia. Era un hombre de carrera y sonrió vagamente al pensar en la típica queja del soldado de a pie: «No soy más que un hongo. Me mantienen a oscuras y no me dan más que mierda».

Leadville quería que no tuviese otras opciones. Había visto a demasiados desertores, de modo que no sólo pretendían mantener a todos los comandantes de campo con la comida justa para que dependieran de ellos, sino que también querían que su gente supiese lo menos posible de los motivos de la guerra o si se había ganado o perdido. Hernández había recibido órdenes de mantener silencio radiofónico y cuarentena, supuestamente para evitar que los rebeldes les localizasen, pero también para que no escuchase la otra versión de la propaganda. Todos eran estadounidenses, y todos estaban igualmente equipados. Los líderes habían puesto a Hernández y a otros comandantes del frente sur en unas frecuencias que en un momento dado había utilizado la armada, pero no sería difícil escuchar al enemigo. Hablar con él.

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