Al principio, Ruth se había comportado con Ari como una cría, y después había sido egoísta. No podía permitirse cometer el mismo error otra vez.
Ruth se había desviado de su camino para coger una caja de condones en Walgreen mientras los dos hombres estaban tres pasillos más adelante en la sección de comida enlatada, y se preguntaba qué narices les iba a decir si la descubrían. «Tengo que hacerlo». Incluso si ella decía que no, Cam podría decir que sí, y sus opciones eran limitadas. Ella se había alentado. Le envidiaba. En ciertas ocasiones no tenía ninguna gracia ser mujer, ser más pequeña y estar sola.
Mientras pasaba una furgoneta abollada detrás de Cam, Ruth tuvo la tentación de pedirle un descanso. Cada vez tenía más miedo de parecer débil. Se agarró a uno de los espejos del coche para apoyarse y alzó la vista para mirar la espalda de Cam. Después se alejó de la calavera que, apoyada contra la ventana abría las mandíbulas en un grito eterno.
Ruth sintió que le invadía la duda y una nueva vergüenza. «Intenta no pensar». Por desgracia, le dolían demasiadas partes del cuerpo como para ignorarlo, y donde no le dolía, le picaba. No entendía cómo Cam podía levantarse y seguir avanzando día tras día.
«No pienses. Ésa es la clave. No pienses».
Había demasiadas decisiones que tomar entre los coches. Cam pasó por encima de un esqueleto, pero ella tuvo que rodearlo. Después, él retrocedió al encontrarse con varios coches apretujados en un callejón sin salida, pero Ruth iba tan rezagada que cuando le alcanzó ya pudo incorporarse a la nueva ruta.
De repente se detuvo, mirando más allá de Cam con incredulidad. Estaban cerca de la cima de una pequeña elevación, y delante de ellos, la interestatal ascendía más de kilómetro y medio y atravesaba empinadas colinas con prados y robles retorcidos. La carretera estaba plagada de vehículos que se dirigían al este en ambos lados. Los coches ocupaban los arcenes y algunos se habían salido y habían caído por la ligera pendiente. Ruth vio un montón de rocas que se habían desprendido de uno de los muros de contención, una veta color magma de tierra y grava. Era interminable. Newcombe tenía razón. Era imposible llegar a un punto lo bastante alto en menos de una semana, o incluso dos, avanzando a través de cada maldito centímetro de aquellos restos.
«No, por favor. Por favor, no pienses», se dijo a sí misma pero el miedo que sentía no se disipaba. No podía evitar mirar la larga línea de la carretera mientras se abrían paso entre los capos de dos coches.
Cam se volvió y la apartó justo cuando un sonido seco de algo que se agitaba les inundó los oídos. Serpientes de cascabel. Una gran cantidad de cuerpos carnosos estaban enroscados en el espacio que tenían delante, defendiendo su territorio con agresividad. Najarro se hizo a un lado y retrocedió al topar con más cascabeles. Había encontrado más serpientes pasando junto a los coches más cercanos y Ruth miró a ambos lados con la idea de subirse a algún sitio.
Hizo lo que pudo para emitir las palabras.
—¿Qué hacemos?
—Les gusta la carretera —dijo Cam—. Está caliente y tienen muchos sitios donde esconderse. Sería mejor que avanzásemos campo a través como habíamos hablado en un principio.
—Joder, eso es de locos —dijo Newcombe—. No tienes ni idea de dónde nos estás metiendo.
—Sí la tengo. Lo conseguiremos.
—¡Yo podría conseguir un avión hoy mismo!
—Nos matarán en cuanto lo vean aterrizar.
—¡Basta! —intervino Ruth—. Dejad de discutir.
Pero su voz no era más que un susurro y los hombres no respondieron. Se miraban fijamente. Ella se giró temblando.
El entorno parecía cambiar según subían. Habían llegado a una zona donde al menos algunos reptiles habían sobrevivido. Apenas se encontraban a ciento cincuenta metros sobre del nivel del mar y aún les quedaban unos ciento treinta kilómetros por recorrer en aquel mundo extraño y peligroso. No quería ofender a Cam, ¿pero y si habían tomado la decisión equivocada?
Él ya estaba buscando un modo de pasar las serpientes. Se había subido al capó de un Toyota para inspeccionar la zona. El coche rozó contra otro vehículo y chirrió. Sin embargo, ante él la carretera se alargaba hacia el infinito y ella ya tenía los pies llenos de ampollas y le dolían los tendones y los huesos.
Ruth ya no estaba segura de que pudiesen conseguirlo.
El agente de inteligencia que seguía a Ulinov llevaba un teléfono plegable abierto en un costado como si fuese un cuchillo, de modo que pudiesen controlar cada paso que daban por las calles abarrotadas del centro de Leadville.
Nikola Ulinov era un hombre corpulento, pero solía ceder el paso a la gente que iba y venía por los emplazamientos de artillería rodeados de sacos terreros. Para empezar, era muy difícil seguirle. Ya había detectado a un segundo agente y se esforzaba por permanecer oculto a pesar de su paso irregular.
Ulinov medía un metro ochenta y ocho centímetros. Los estadounidenses habrían dicho «seis-dos» con su característica economía de palabras. Solía destacar siempre en las multitudes. El otrora cosmonauta era grande para ser un graduado de la Agencia Espacial Federal Rusa. Era ancho de pecho y hombros. Su cojera sólo le hacía más imponente. La mayoría se apartaba de su camino sin pensarlo, pero él no tenía ninguna prisa. Hacía dos días que tenía una excusa para cruzar la ciudad y estaba tomando notas.
Era un arma. Aquélla era la pura verdad, y así es como se sentía. No se lo tomaba con odio, sino con determinación. Un arma no odia. Sólo sirve. Su munición no era más que lo que les había robado con sus ojos y sus oídos, pero día a día se había vuelto más peligroso.
Se mantenía cabizbajo, como la mayoría de los civiles, encorvado dentro de su abrigo. Cada vez que levantaba la vista, tenía miedo de delatarse. Cada paso que daba hacia un lado o hacia atrás para dejar pasar a los demás hombres y mujeres era más que una actuación. Caminaba entre ellos como si llevase una bomba, y parecía imposible que nadie se diera cuenta de lo diferente que era, de sus pensamientos, de su intención. Él era el enemigo.
Quizá eso cambiase algún día. O eso esperaba. Casi desde el principio, su gente y los estadounidenses habían establecido una alianza, aunque aquella asociación había consistido en poco más que unas palabras transmitidas de un lado a otro del mundo. Los estadounidenses estaban demasiado centrados en su propia supervivencia, y a finales del segundo invierno, lo único que quedaba de Rusia eran unos cuantos millones de refugiados sin bienes ni poder. Hasta aquel momento.
Según parecía, aquélla era la razón por la que habían bajado a Ulinov de la estación espacial como representante experimentado y notorio de su gobierno arruinado. Era bilingüe, tenía experiencia diplomática y había colaborado con e incluso dirigido a estadounidenses. Pero tenía que ser algo más. Su gente estaba desesperada por tener algún tipo de ventaja.
No había conseguido nada. Por lo que había visto, el poder de Leadville estaba creciendo. No demasiado. Ellos también tenían sus propios problemas, pero incluso la mínima mejora iba totalmente en contra de la tendencia global. Había sido testigo de esto a bordo de la EEI, al ver cómo los supervivientes de todos los rincones del planeta iban desapareciendo.
«No sabéis la suerte que tenéis», pensó, y se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo con la cabeza levantada. Había establecido contacto ocular con un cabo del ejército joven y bronceado que estaba al borde de una acera preparado para la batalla de pies a cabeza, con el casco, la parka, los guantes y la metralleta. La expresión del joven se tensó y Ulinov se preguntó con temor qué habrían mostrado sus ojos. ¿Envidia? ¿Rabia?
El ruso no se atrevía a volver a mirar. Los dos agentes de inteligencia no debían pensar que los había descubierto, pero su amargura le siguió como un grito impertinente.
«No sois conscientes de cuánto tenéis».
La nueva capital de los Estados Unidos se encontraba a tres mil cien metros sobre el nivel del mar, en un terreno llano situado entre colosales picos blancos. Nunca había habido muchos árboles a aquella altura, y ahora no quedaba ninguno, pues los habían quemado todos para calentarse durante el primer invierno, de modo que Leadville no era más que un montón de ladrillos viejos y de cemento moderno. En la calle principal había dos museos de historia y un teatro bien conservado construido en 1870.
Incluso en el siglo XXI la amplia avenida conservaba la forma de la frontera estadounidense, diseñada para carros y caballos. Antes de la plaga, la ciudad albergaba a menos de cuatro mil habitantes, pero todos los edificios históricos y las cafeterías se habían convertido en centros de mando para tratar asuntos civiles, federales y militares.
Era una base. Hoteles, oficinas y domicilios privados estaban atestados de supervivientes, al igual que las gasolineras y las lavanderías. Los almacenes prefabricados y las tiendas de campaña ocupaban muchas de las calles laterales, tejados y aparcamientos. Era suficiente.
Al cerrar los ojos, las muchedumbres casi le recordaban a Kiev, Moscú y París. Las pisadas de las botas en el suelo, el sonido del roce de la gente. Sin embargo, había algo extraño en aquellos pasos y en aquellos sonidos humanos. Nadie corría porque llegase tarde al trabajo o a un espectáculo o a comer. Nadie reía ni gritaba.
Ulinov se puso contra la espalda de un hombre que estaba centrado en su teléfono móvil de cara a la pared de ladrillo de un banco. No hablaba. Sólo escribía un mensaje deslizando el pulgar por el teclado del teléfono. El ruso continuó su camino e inmediatamente vio a otra mujer dando suaves palmas con las manos ahuecadas. El caballete de su nariz estaba rojo y agrietado, como el de la cara del joven soldado. A aquella altura, la luz estaba cargada de rayos ultravioleta y no quedaba protector solar en ninguna parte.
Lo importante eran los teléfonos. Todos los funcionarios, soldados, médicos, operarios, electricistas y otros trabajadores fundamentales del gobierno estaban conectados entre sí por una serie de torres celulares locales y por Internet de acceso inalámbrico, todo construido durante el Año de la Plaga, y sin embargo Ulinov nunca les había escuchado hablar más alto que un susurro. Tenían miedo de que hubiese infiltrados. Su guerra era contra su propia gente, ¿y cómo podían saber quién estaba en su bando si el enemigo tenía el mismo aspecto que ellos y hablaba igual que ellos?
En muchos sentidos era como si el invierno aún tuviese a Leadville atrapada bajo dos metros y medio de nieve y a temperaturas bajo cero. Aquella gente seguía esperando. Estaban congelados. Incluso con la lucha, muchos de ellos no tenían qué hacer, y cada boca que alimentar era un problema. Todos teman miedo de ser prescindibles.
En su mayor parte, Ulinov no había visto más que lo que el gobierno había querido que viera durante los dieciocho días posteriores a su salida de la EEI. Hubo un desfile. Había recibido una atención médica excelente y raciones de comida abundantes. Pero aquella fachada había desaparecido. Leadville era una fortaleza sitiada por guarniciones de soldados, unidades armadas, avanzadas militares y patrullas de reconocimiento y, al igual que un músculo, se estaba flexionando. Durante días, los aviones de combate habían hecho retumbar el cielo. El rugido de los motores y de las aeronaves de refuerzo resonaba desde las montañas. A Ulinov le costaba llevar la cuenta. No siempre podía estar en la calle o cerca de una ventana. Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos también parecían estar simplemente reubicando sus aviones o despejando el pequeño aeropuerto al sur de la ciudad, moviendo los aviones a las carreteras del norte. Y algunos de los vuelos cortos que se oían no era más que pequeñas avionetas o enormes aviones de pasajeros.
Leadville también reabastecía a las unidades especiales de tierra llenando la carretera principal de pesados porta misiles y de tanques Abrams que quebraban el asfalto. Ulinov había contado al menos seis unidades motorizadas en cada una de las cuatro manzanas que había cubierto hasta aquel momento, y vio el mismo número exacto en la calle siguiente. Un cañón mecanizado. Transportes blindados para los soldados que servirían de apoyo a la artillería. El día anterior, las calles habían retumbado a primera hora de la mañana y una vez más por la noche. Los vehículos iban y venían seguidos de otro grupo aquella mañana. Una segunda oleada.
«¿Cuántos más habrá?», se preguntó, y se encontró con otro soldado en la acera junto a la puerta de una tienda. Era un capitán.
—Disculpe —dijo el ruso cuidando el modo en que se dirigía a él.
Tenía la identificación adecuada, pero no quería que le detuviesen por algo tan estúpido como su acento. Ya llegaba tarde.
Sin embargo, el capitán apenas le miró antes de entrar en el establecimiento. El nombre de la tienda estaba cubierto de spray negro. CAV4. Aquello estaba escrito por todas partes y Ulinov intentó recordarlo todo. FBI F2. ODA S/S. Todo iría a sus informes, y desde su punto de vista, parecía que Leadville estaba haciendo mucho más que reforzar lo que ya era una base importante. Estaba convencido de que estaban preparando un ataque, ¿pero dónde?
Corrían rumores, por supuesto. La evidente guerra aérea. Historias de armas nanotecnológicas y habladurías de que Ruth les había traicionado con otro dispositivo nuevo. Se decía que James Hollister había sido ejecutado y que muchos otros estaban en la cárcel o bajo arresto domiciliario.
Ulinov.sabía que sólo era cuestión de tiempo que le descubriesen a él también.
En una pequeña habitación de un antiguo hotel, una pequeña habitación privada con electricidad, un ordenador y dos teléfonos, Ulinov se reunió con el senador Kendricks y el general Schraeder. Su tensión les beneficiaba, pero no podía ocultarla. Aun así, lo intentaba.
Kendricks disfrutaba claramente el momento y analizaba el rostro de Ulinov mientras intercambiaban los típicos saludos.
—Buenos días, comandante. Siéntese. ¿Le apetece algo de beber? ¿Una coca-cola?
Y sacó una lata roja del escritorio.
Ulinov sabía que una lata de refresco cerrada se vendía en la calle a cincuenta, y a Kendricks le gustaba hacer pequeños favores. La aceptó. —Sí, por favor. —¿Qué tal va esa pierna? —Va mejor. Sus médicos son excelentes. Ulinov estaba en la cubierta de vuelo de la lanzadera espacial
Endeavour
cuando tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia en una carretera a las afueras de la ciudad. La metralla entró por el parabrisas y se cobró la vida del piloto. —Bien —dijo Kendricks—. Bien. Me alegro de oír eso. Ulinov se mostraba paciente. Aceptó la coca-cola y la levantó a modo de saludo —Gracias.