Ruth nunca había creído demasiado en Dios. La gente citaba los misterios y la sabiduría de la fe haciendo énfasis en la gran interpretación de sus enseñanzas, pero lo que hacían en realidad era cerrar la mente ante la verdadera complejidad del planeta, cerrar los ojos ante la incomprensibilidad del universo. Era algo ridículo. ¿Qué clase de Dios se molestaría en crear miles de millones de galaxias si sólo fuese a centrar su energía en la Tierra?
Creer era algo muy humano. La gente era muy vaga y muy egocéntrica. Ruth entendía que quisieran un mundo pequeño y controlado. A nadie le gustaba la incertidumbre. Ponía a prueba los límites de la curiosidad y de la inteligencia humana. La influencia del mono seguía muy presente en el hombre moderno. El simio tenía una paciencia limitada, de modo que las personas se resistían al paso del tiempo y al cambio. Desarrollaron el raciocinio para demostrar que eran el centro de todo, y luchaban por enseñar «diseño inteligente» en los colegios en lugar de biología y ciencia. Era absurdo. Los progenitores altos solían tener hijos altos. Los bajos solían tener hijos bajos. Nadie era igual que nadie. Era así de simple: evolución en una única generación. De otro modo todos habríamos sido clones perfectos unos de otros a lo largo de la historia. Pensar que la vida era inmutable era una fantasía. Las bacterias desarrollaban resistencia a los fármacos. Podían crearse perros de razas especializadas v estúpidas como el terrier de su padrastro. Incluso las propias religiones habían evolucionado con el tiempo. Algunas se habían vuelto más tolerantes, y otras más intransigentes.
Había respuestas reales si uno buscaba la verdad. El mundo se prestaba a conocerlo. Aquello era lo que ella había aprendido, pero era difícil. Le hubiese gustado sentir que una mano más grande la guiaba, pero ¿por qué a ella y no a la gente que murió en aquella cima? ¿Porque eran malas personas?
Ruth apretó de nuevo la piedra mientras la invadía una furia lenta y tenaz. Ella no se detendría. Eso era lo que representaba aquel guijarro. No podía detenerse ni aunque tuviese los pies rotos y doloridos y sintiese aquel dolor punzante bajo la escayola del brazo.
—¡Eh! —gritó Newcombe.
Estaba sobre una pendiente de granito abierta a unos cuarenta y cinco metros más abajo agitando los brazos.
Al principio, Ruth pensó que les estaba diciendo que no se acercasen. ¿Habría más cadáveres? Después se dio cuenta de que estaba señalando al este y miró por un instante la piedrecita que seguía sujetando en el puño llena de duda y de una nueva esperanza.
—Mira —dijo mientras tocaba a Cam a modo de celebración.
Al otro lado del valle, casi imperceptible en el cielo amarillo del anochecer, un hilo de humo se elevaba desde otra de las cimas.
Tardaron dos días en descender y ascender Por el camino vieron un lento e inmenso avión de carga G-130 al sur. Arrastraba largos cables por el aire que según Newcombe eran redes de sensores. También encontraron más serpientes.
La hoguera se repitió ambos días, a última hora de la mañana y de nuevo al anochecer. No cabía duda de que allí arriba había alguien, pero ¿quién? ¿Descubrirían unos soldados su posición así como así?
Ruth despertó a Cam de una pesadilla y él se levantó hacia la pálida luna con el puño cerrado. —Shh, tranquilo —dijo.
La luna creciente brillaba en el valle. Se veía tan baja en el horizonte que parecía estar a su mismo nivel, a dos mil novecientos metros de altura. Su luz proyectaba largas sombras desde los troncos de los árboles, sombras que se movían y crujían. Una fría brisa atravesaba sus copas y daba al bosque la apariencia de tener vida propia. Los grillos no paraban de cantar «Cri, cri, cri, cri». Su chirrido se interrumpía y continuaba, e invadía los silencios que los árboles dejaban por la intermitencia del viento.
—Tranquilo —repitió—. Todo va bien.
El se relajó. Por el sonido de su máscara supo que había abierto Ja boca, pero no dijo nada. Sólo asintió, y Ruth advirtió una sonrisilla quijotesca. Por supuesto, no iba todo bien.
El mundo entero estaba mal. Quizá él estuviese a punto de hacer la misma broma, pero había más tensión entre ellos.
—Lo siento —continuó Ruth.
¿El qué? Seguía arrodillada muy cerca de él y ladeó la cabeza intentando desviar su atención de ella.
—Se suponía que era el tumo de Newcombe, pero he pensado... quería hablar otra vez. Sin él.
—Bien.
Se había ofrecido voluntariamente a hacer guardia durante las primeras seis horas de la noche porque al día siguiente ella se quedaría atrás mientras ellos hacían el resto del viaje sin ella. Allí estaría segura. Sabían que no había nadie más por debajo de la barrera, mientras que en las cimas podían encontrarse varías amenazas.
Había pasado tres horas en la oscuridad antes de despertar a Cam. Tres horas con los insectos y el viento. Su mente estaba llena de temor, de pérdida y de distancia al borde de aquella frontera invisible con miles de kilómetros de zonas muertas a sus pies y minúsculas áreas seguras por delante que podrían resultar no ser tan seguras.
No sabía cómo despedirse.
Le debía la vida a Cam. Debería haberle respondido como él quería, incluso aunque no hubiese sentido una atracción real. Estaba tentada a hacerlo. Estaba demasiado pendiente de su mochila cada vez que la abría para sacar agua o comida o una máscara limpia, y siempre procuraba que ninguno de sus dos compañeros vieran la brillante caja morada de condones. Necesitaba calor y consuelo, pero Cam seguía asustándola. No era sólo por el potencial violento que veía en él, sino por sus ansias de autocompasión. Tenía miedo de acercarse demasiado porque no sabía cómo iba a reaccionar él, de modo que permanecía callada, a su lado, en la noche susurrante.
Había otro peligro que Ruth se guardaba para sí misma. No quería meterles prisa ni a Cam ni a Newcombe. Su equipo científico no había incorporado el fusible hipobárico en la vacuna para que no se autodestruyese como la plaga, pero esto no era lo único que la diferenciaba de ella. Tenía la capacidad de duplicarse sólo al atacar v destruir a un único objetivo: su rival. Cada minuto que pasaban por encima de la barrera suponía un nuevo peligro, porque sin su constante guerra contra la plaga la vacuna no tenía manera de mantener su número. De hecho, si se quedaban demasiado tiempo podrían quedarse atrapados como todos los demás después de haber sudado, exhalado o eliminado millones de individuos cada vez que iban al baño.
Tras dieciséis días en el mar invisible, acabarían por invadir su cuerpo. Aquello podría explicar los dolores de cabeza y el malestar que sentía en el estómago. Aquellos síntomas podían ser simplemente el resultado de la constante tensión y la mala alimentación, pero cabía la posibilidad de que la vacuna también fuese nociva al quedar atrapada y coagularse en el torrente sanguíneo hasta llegar a romper los capilares y aumentar las posibilidades de sufrir infartos o arritmias. Pero no lo sabían. Nunca la habían probado.
Ruth quería creer que pasarían días o incluso semanas antes de que la inmunidad descendiese hasta niveles de riesgo, si tenían que correr... Si había soldados esperando... Ya llevaban alrededor de los tres mil metros más de ocho horas, y Ruth no podía garantizar que no fuese a haber problemas. Los dos hombres también estaban preocupados. Newcombe la había preparado para la posibilidad de que Cam y él no regresaran. Había dividido el contenido de las mochilas y había preparado una con las cosas básicas para que sobreviviese sola que contenía principalmente comida y un saco de dormir. Le había enseñado a usar la radio y la obligó a demostrarle de nuevo que sabía disparar y cargar el revólver, como si tuviese alguna posibilidad en un tiroteo.
Ruth sabía que no podía ir con ellos, pero detestó el precio de su conocimiento y su educación, como si fuese una maldita princesa encerrada en una torre, demasiado valiosa para dejarla salir, de modo que se obligó a quedarse despierta en la noche fría. —Lo siento —repitió. —Yo también —respondió Cam. Siempre la sorprendía. Ruth negó con la cabeza. —¿Por qué? No. Tú has...
—Quizá deberíamos haberle hecho caso a Newcombe yo Cam— Él ha recibido un entrenamiento que yo no... No debería haber insistido tanto en seguir caminando. Quizá a s as alturas ya habrías perfeccionado la nano vacuna.
No, Cam. Fue idea mía, ¿recuerdas? Fui yo quien insistid en venir aquí.
«Y encima, después de todo, mañana subiréis ahí arriba por mí», pensó. «Y os encontraréis con los soldados y las armas, o con un grupo de supervivientes enfermos. No hay manera de saberlo».
Todavía sentado en sus mantas, Cam hizo un gesto como si volviera a callarse un comentario.
«No podría haber hecho esto sin ti», pensó Ruth. Entonces le acarició el antebrazo con la punta de los dedos y evitó convertirlo en algo más. Se contuvo para no bajarse la máscara y darle un beso en la mejilla, por mucho que mereciese aquel gesto de gratitud por su parte. —Por favor, ten cuidado —le dijo.
Cam se deslizó sin dificultad por el agreste terreno de granito y por el escaso bosque. Aquella mañana no llevaba la mochila, pero conservaba su arma y una cantimplora. Conocía bien aquel medio, aunque no aquella montaña en concreto. Los pinos de corteza blanca y los enebros le resultaban familiares, al igual que los capulines y la hierba silvestre.
Los saltamontes brincaban a su derecha. Los insectos se alejaban mientras Newcombe ascendía fusil en mano y se aglomeraban en un grupo de rocas.
Oían voces distantes procedentes de las alturas. Alguien le gritaba a sus amigos. Un chico impaciente o alegre. Su joven voz atravesó el cielo despejado. Parecía una buena señal, pero quizá estuviese entusiasmado porque los soldados de Leadville hubiesen llegado recientemente.
—¿Tú qué opinas? —susurró Newcombe.
Cam se encogió de hombros. Su relación le recordaba en muchos aspectos su vínculo con. Abert Sawyer, el hombre que les había llevado hasta el laboratorio de Sacramento. Su amistad con Sawyer estuvo cargada de desconfianza, de necesidad y de lealtad ciega al mismo tiempo. Quería arreglar las cosas con Newcombe. Quería ahorrarse la energía de estar siempre vigilándole, de modo que intentó reconciliarse con él.
—Creo que tienes razón —dijo.
—Este es el mejor camino que vamos a encontrar —dijo Newcombe señalando con la barbilla las crestas— Tracemos la ruta antes de seguir avanzando hacia el norte.
—Bien.
Cam cogió sus prismáticos mientras Newcombe sacaba un pequeño cuaderno de su bolsillo y añadía unas cuantas notas. El soldado de las Fuerzas Especiales tenía un sistema propio de taquigrafía, detallado y preciso, pero Cam se detuvo sin llegar a usar los prismáticos e intento percibir algo con los oídos y los demás sentidos, midiendo el viento y el sol de las primeras horas de la tarde. El olor a tierra y a pino de la montaña. Aun sentía la mano de Rut sobre su brazo.
Estuvo tentado a quitarse las gafas protectoras y la máscara, pero el día era cálido y claro. Sin un barómetro, Cam tenía que asumir que seguían en peligro. los días de mejor tiempo solían venir acompañados de frentes de altas presiones que elevaban el mar invisible de nanos. En sus mapas, los puntos de referencia más cercanos mateaban tres mil cuarenta metros y tres mil noventa y cinco, pero Camhabía aprendido a ponerse siempre en lo peor. Aún estaban al menos a ciento ochenta metros por debajo de los picos más elevados.
Hasta el momento, aún no habían logrado ver lo que había allí arriba. Estaban en una posición de desventaja. Aquel archipiélago de cumbres eracomo una sucesión de castillos. Todas las pequeñas cimas se encontraban sobre una fina e irregular banda de lava. Si había soldados, si se viesen obligados a disparar, se expondrían demasiado.
—Quédate aquí —dijo Newcombe.
—Vamos los dos.
—No. No podemos dejarla sola, v si tengo que volver corriendo necesitaré que me cubráis.
Cam asintió. Mark Newcombe era un buen hombre, a pesar de todas sus discrepancias. Newcombe le había ayudado a diario con la mano, le había limpiado y vendado la herida. \ había continuado cargando la mochila más pesada incluso cuando Cam tomó posesión de las radios.
—Iremos juntos —dijo Cam—. Al menos hasta la cresta. Así no nos perderemos de vista, y antes o después... Sabes que nos descubrirán. Cuanto más nos movamos por ahí más posibilidades tendremos que lo hagan.
—Exacto. Quédale aquí.
—No lo entiendes —insistió Cam—. Incluso si no hay soldados ahí arriba, esa gente será... diferente. Podrían ser peligrosos.
Newcombe observó brevemente el barranco de nuevo y después estudió a Cam durante mucho más tiempo. La expresión del sargento estaba oculta bajo la máscara y las gafas, pero su postura era decidida. Por primera vez, Cam se alegraba de llevar su propio equipo. Todavía tenía un secreto y pensaba guardarlo, sobre todo de Ruth.
—Es mejor si vamos los dos —dijo Cam tras recuperar su voz de nuevo—. No solo para que no te vean solo. Yo sabré qué decirles, pero tú eres la prueba de que funciona, la nano vacuna. Eso podría marcar la diferencia.
Newcombe permaneció callado. Tal vez estuviese pensando en la primera montaña y en la obsesión desesperada que les había llevado a tallar los millares de cruces. A Cam, aquella visión le había llegado al alma, porque jamás había imaginado que alguien pudiese vivir una situación peor que la que \vivió él en su propia montaña. Su grupo sólo había aguantado ocho meses antes de empezar a matarse y a comerse unos a otros.
Las voces resonaban por todo el barranco. Cam se escondió tras una roca del tamaño de un coche y cambió la luz del sol por la fría sombra que proyectaba. Newcombe se apretó junto a él con un aspecto feroz y volvió a comprobar el seguro de su fusil. Cam se había equivocado al calcular la posición del otro grupo. Había arrastrado a Newcombe a demasiada altura como para descender corriendo y desde allí no había otra ruta hasta el largo desfiladero que había más arriba, desde el que podían haberse asomado por una grieta, y haberse sentado a observar. La montaña le había confundido al rebotar el sonido, hasta que el otro grupo asomó de repente por encima de una cresta y sus voces fueron directas colina abajo. Estaban muy cerca. —Shh —susurró Newcombe.
Le dio un toque a Cam con el codo y le hizo un gesto claro. Cuatro dedos. Al sur de la roca.
«Verán nuestras huellas», pensó Cam, aunque el suelo era irregular y seco donde no había nieve. Newcombe y él habían evitado las zonas de hielo sucio y de hierba mullida y flores silvestres. Apenas habían dejado rastro.