Cam apretó los dientes para intentar contener su adrenalina y los oscuros recuerdos de pólvora y gritos. Entonces apareció el otro grupo. Llevaban uniformes. Cam levantó su arma, pero Newcombe le puso la mano en el antebrazo, justo donde Ruth le había tocado.
—No —susurró el militar.
Los uniformes estaban hechos andrajos. Antes habían sido verdes, pero ahora, descoloridos por el sol, tenían un color apagado. Sus insignias eran paramilitares, pero eran indisciplinados. Uno llevaba la camisa abierta, y otro una gorra de béisbol deshilachada de los Gigantes de San Francisco. Eran adolescentes. Exploradores. Los cuatro llevaban mochilas hedías a mano y resistentes bastidores hechos con ramas atadas con una cuerda para recoger y almacenar madera.
Se los veía delgados, fuertes y bronceados, y parecían contentos. Se estaban riendo.
Cam apenas reconocía aquel sonido y seguíaparalizada por el miedo. Pero habían sido sus propios nervios y las distorsiones de la roca los que habían vuelto más graves sus voces. De hecho, ya conocía al chico más escandaloso. Tras escucharles durante la mayor parte del día, identificó aquel tono confiado de inmediato cuando el chico dijo;
—Hoy te voy a dar una paliza, Brandon.
—Sí, hombre.
—Vas a perder, como siempre.
—Que te den.
Utilizaban aquellas bromas como escudo mientras se adentraban en la zona de la plaga para animarse y no perder la valentía. Aquello explicaba que gritasen cada vez másconforme se aproximaban.
Newcombe parecía estar tan sorprendido como Cam ante su estúpida guasa. Ambos vacilaban.
Fue el chico más escandaloso el que los vio primero. De repente sus ojos se abrieron como platos v parecieron enormes en su delgado rostro.
—¡Hostia!
Entonces se puso pálido, agarró a dos de sus amigos y los empujó hacia atrás.
Cam esperaba encontrarse con otro de ellos antes. Había planeado llamar a uno desde la distancia y darles tiempo para reaccionar, pero el chico escandaloso era el líder. Probablemente les acompañaba siempre a buscar comida, y su simple heroísmo ahuyentó a sus amigos como unagranada. Les apartó de Cam y Newcombe incluso aunque aquello le retrasase a él.
—¡Esperad! —dijo Newcombe.
Los adolescentes continuaron apartándose. Uno de los chicos tropezó con el pie de otro y el líder volvió a gritar, levantando a su compañero del suelo. Un segundo después recibieron respuestas desde arriba, perdidas en el cielo azul.
Can se quedó atrás, y Newcombe tiró su fusil, se quitó las gafas y la capucha y expuso sus pecas y su cabello rubio.
—¡Esperad! —repitió—. Tranquilos.
—¡Hostia, tío...!
—¡... de dónde venís!
Su piel también presentaba signos de viejas ampollas y de antiguas heridas. Algunas de aquellas cicatrices se habían perdido bajo el bronceado, el enrojecimiento producido por el viento, el sudor y la suciedad, pero habían sufrido ataques por debajo de la barrera en más de una ocasión. Puede que aquellas cimas bajas se viesen sumergidas en aquel mar invisible durante los calurosos días de verano. Cam no podía ni imaginarse lo terrible que debía de haber sido ser atacados por la plaga sin tener adonde ascender.
—Son soldados —dijo el chico del suelo al ver la chaqueta y la pistolera de Newcombe. Entonces miró al cielo como si buscase aviones.
El líder terminó el pensamiento por él.
—Sois estadounidenses. ¿Os han abatido?
—Soy el sargento Newcombe, de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, y éste es Najarro —dijo Newcombe, dejando que de momento tomasen a Cam también por un soldado.
Ahora, los chicos se movían más despacio, dudosos.
El chico escandaloso empezó a sonreírles.
—Hostia —repitió saboreando cada letra de la palabra.
Se llamaba.Alex Dorrington. Tenía diecinueve años, una espesa mata de pelo castaño y la manía de entrecerrar los ojos, una adaptación al implacable sol de sus cimas. También parecía bajo para su edad. Cam recordó cómo el crecimiento de Manny se había detenido. Todos aquellos chicos eran un año y medio más jóvenes cuando se desató la plaga, aún en la etapa media de la adolescencia, y su dieta era escasa y precaria.
Los exploradores también se parecían a Manny en otra cosa: estaban eufóricos. Bombardearon a Cam y a Newcombe con cientos de preguntas y los tocaban constantemente, sobre todo a Newcombe, y tiraban desu chaqueta para confirmar que era real.
—¿Quién va en los aviones?-...si os ayudamos...
—Pero ¿cómo podéis desplazaros por debajo de la barrera? Se distanciaron un poco de Cam en el momento en que se quitó las gafas y la máscara, incapaz es de ocultar su impresión. El se aprovechó de ello.
—¿Cuántas personas más hay aquí arriba? —preguntó. —Cuatro, señor. Cuatro más. Eh... Supongo que es mejor que habléis con el padre de Brandon. —Bien. Gracias.
Siguieron a los chicos concautela por la cresta sin decirle nada a Ruth. Alex había mandado a un niñollamado Mike por delante, pero aún había gente gritando desde la cima; un hombre y una joven.
Los dos grupos se encontraron en una grieta en la áspera superficie de lava negra y Cam dejó que Newcombe fuese delante, no por su rostro arruinado, sino porque estaba temblando. Tenía miedo. Los chicos se habían mostrado desesperadamente cordiales, pero Cam no dejaba de analizar la situación y no le gustaba, estaban atrapados en aquel barranco. Aquella tensión le volvió a recordar a Sawyer. En ocasiones su amigo se había mostrado egoísta y violento como una rata, lo cual le convertía en el superviviente perfecto, pero la fuerza de Sawyer se convirtió en una debilidad crítica al ser incapaz de dejar de luchar y al generar amenazas que no existían hasta que él las imaginaba. Aquello fue lo que le mató. Cam no quería convertirse en aquella persona, pero no podía controlar sus pensamientos.
—Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos —dijo Newcombe tomando el control de la situación. Dio un paso adelante para darles la mano. —Yo soy Ed —se presentó el hombre—. Ed Sevcik. Tenía unos cuarenta años y el pelo oscuro como Brandon, pero su barba era canosa.
—¿Podemos sentarnos en alguna parte, Ed? —preguntó Newcombe.
—Claro, por su puesto. Lo siento. Es que... No... No me puedo creer que estéis aquí —dijo el hombre sin dejar de mirarles a los dos.
—Gracias. Muchas gracias.
Cam fingió una sonrisa, aunque no le sorprendía su entusiasmo. Ver nuevos rostros debía de resultarles algo increíble.
Continuaron subiendo por el barranco. La chica no se separaba de Ed. Tenía el mismo cabello oscuro, la nariz respingona y un par de largas piernas que había decidido lucir llevando shorts, cuando todos los chicos llevaban pantalones largos para protegerse de las rocas.
—¿Van a venir más compañeros vuestros? —preguntó Ed.
—No. Estamos solos —respondió Newcombe.
—No vienen de un avión, señor —dijo Alex entornando los ojos como siempre.
Tal vez no fuese por el sol, sino porque empezaba a necesitar gatas.
—¿Entonces cómo habéis llegado hasta aquí?
—Os lo enseñaremos —contestó Newcombe.
—Estaban por debajo de la barrera, señor S —dijo un chico al que llamaban D Mac.
—Pero si no vinisteis en avión...
—Os lo enseñaremos, lo prometo —dijo Newcombe—, pero cuando lleguemos a vuestro campamento y nos.sentemos, ¿de acuerdo?
Continuaron avanzando por la pared inclinada de una pequeña y árida meseta. Allí había parcelas de nieve más grandes, cubiertas de polen y polvo. A treinta y cinco metros por delante, Brandon desapareció por un hueco entre la tierra, y se apresuró hacia otra pequeña elevación donde habían amontonado tierra y rocas para formar barreras contra el viento alrededor de unas cuantas tiendas de campaña. En todas las demás direcciones, el terreno caía abruptamente, en picado al oeste y con más suavidad al este, donde otros picos se elevaban al otro lado de un inmenso valle accidentado. Para Cam, el paisaje era como volver a casa. Era infinito. Sólo tenía el viento, el sol y a aquellos pocos y pequeños seres humanos a.su alrededor, que gritaban con alegría.
—Cuidado con esta cuesta —dijo Alex mientras se agachaba al borde del agujero. Primero ayudó a Ed, y después a Newcombe. También ayudó a la chica, con lo que se ganó una sonrisa.
Cam la observaba mientras descendían y volvían a ascender. Era delgada y plana. Ninguno de ellos tenía un gramo de grasa, y aquella debía de ser la razón por la que dirigía la atención hacia sus piernas. Incluso a pesar de algunas viejas costras y rasguños recientes, eran su mejor rasgo.
Era la única mujer. «No tendrá más de quince años», pensó Cam. Pero si Ed era el líder allí, ella debería de ser lo que le otorgaba gran parte de su poder por el simple hecho de estar bajo su control. El rey y la princesa. Ella sería la fuerza magnética que dominaba a todos los chicos, y su influencia habría aumentado durante su largo periodo de aislamiento. Cam se preguntó cómo Ed habría conseguido mantener la paz durante todo aquel tiempo. No había ningún bebé. Parecía que les había enseñado a los chicos a llamarle «Señor S», para marcar su autoridad desde el principio, pero todos habían crecido y se preguntaba si la chica seguiría obedeciendo a su padre en todo o si habría empezado a ejercer su propio poder.
Cam procuraba no analizarla demasiado de cerca, y miraba los rostros de los chicos en lugar de mirarla a ella. Hasta el momento, la chica había estado callada, pero los jóvenes no paraban de mirarla para ver su reacción. Esperaban su aprobación. Aquella especie de carisma debía de resultarle halagadora a una mujer tan joven, y Cam y Newcombe estaban a punto de arrebatárselo.
Aquello era lo que la hacía peligrosa.
Habían colocado ocho rocas alrededor de la hoguera, como si fueran sillas, dentro del amplio círculo del cortaviento. Brandon y Hiroki les cedieron sus asientos, y Cam empezó a observar que Brandon era un macho beta, posiblemente porque sería hermano de la chica. Lo normal sería que el hijo de Ed fuese su mano derecha, pero Alex y D Mac parecían ser sus lugartenientes.
Era una dinámica curiosa, pero había surgido a raíz de su circunstancia. Lo más probable era que Ed no hubiese tenido fuerzas para preparar a su hijo mientras protegía a su hija, lo que había dado fuerza a Alex y a D Mac, que se habrían esforzado en demostrar su valía y acabaron dominando al resto. Brandon no compartía sus objetivos y.su motivación. Sólo se habría puesto en peligro si hubiese intentado luchar por un puesto de liderazgo. Un rey y una princesa no necesitaban un príncipe a su lado, necesitaban guerreros.
—No es mucho —se disculpó Ed mientras Brandon les ofrecía dos cantimploras de plástico abolladas.
Después fue a por dos tazas de aluminio llenas de bayas y raíces. Cam también divisó un pequeño cazo y una bolsa de lona llena de saltamontes. Había una roca lisa para aplastar a los insectos, así como corteza de árbol y pequeñas matas de raíces y de musgo, pero Brandon dejó los insectos y las raíces por iniciativa propia y les ofreció lo mejor.
—Yo también tengo algo —dijo Newcombe hurgando en su chaqueta.
De uno de sus bolsillos sacó un cuaderno de notas en blanco que le entregó a Ed. Del otro extrajo un llamativo paquete de quinientos gramos de polvos de preparado energético con sabor a frutas del bosque.
La mayoría de los jóvenes lo celebraron.
—¡De puta madre! —dijo Alex.
Incluso la chica sonrió.
Ed les permitió preparar el dulce polvo rojo. La joven y algunos de los chicos se lo tragaron de inmediato. La bebida isotónica estaba cargada de sales minerales y de azúcar. Pero Brandon se bebió el suyo dando pequeños sorbos con los ojos cerrados, y Alex se guardó el suyo para más tarde demostrando un control admirable.
—¿Cómo llegasteis aquí? —preguntó Newcombe.
—¿Qué?¿Dedónde venís...? —empezó Mike, pero Alex Je mandó callar.
—Dígaselo, señor S.
Ed Sevcik asintió, al advertir, como Alex, que la pregunta de Newcombe era una prueba. Entendía que Newcombe y Cam podían levantarse y marcharse.
—Vinimos a acampar con raquetas de nieve —explicó mientras hacía un gesto hacia el oeste—. Los chicos y yo, mi esposa y Samantha.
Se tocó la camisa distraídamente y los tres parches cuadrados cosidos sobre el pecho: 4.1.9. Un número de soldado.
La chica era definitivamente la hermana de Brandon y la hija de Ed. Samantha y su madre también eran grandes excursionistas y pescadoras, y se habían apuntado a pasar la semana en la nieve con el grupo de exploradores. Ed era techador y solía trabajar todo el verano, de modo que aquella excursión anual se había convertido en las vacaciones de la familia durante años. Su esposa solía decir que era mucho mejor que pasarse dos horas haciendo cola en Disneylandia. Los chicos se alegraban de saltarse las clases, incluso si eso implicaba tener que trabajar más al volver. Sam se llevó su iPod. Brandon tenía insignias de méritos avanzadas para su edad. Tanto él como Alex habían alcanzado el rango de Águila antes de la plaga, y desde el punto de vista de Ed, todos los chicos, Samantha incluida, lo habían alcanzado a aquellas alturas.
Llegaron a aquellas pequeñas cimas bajas con tres personas que no conocían, admitió Ed con sinceridad, pudiendo haber mentido. Cam no preguntó por las improbables estadísticas. ¿Por qué habían muerto sólo los tres extraños y su esposa? O alguien intentó abusar de la chica o de la madre, o alguien empezó a robar comida. El propio Cam había cometido asesinatos con motivos, y de todos modos aquello habría sucedido hacía tiempo.
Cam pensó que los exploradores eran ideales para ayudarles a extender la vacuna, y no era una coincidencia que hubiesen encontrado a aquel grupo tan capaz. Nadie más podría haber sobrevivido en aquellos minúsculos tramos de tierra.
—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Newcombe mientras les contaba lo de la vacuna y la guerra por controlarla.
Ed y su grupo eran conscientes de la repentina guerra aérea. Al principio, los cazas y los helicópteros les habían dado esperanzas. Creyeron que por fin se estaba llevando a cabo una misión de rescate, pero las pilas de su pequeña radio se habían gastado hacía más de un año, de modo que sólo podían hacer conjeturas sobre quién luchaba y por qué.
—¿Queréis que bajemos ahí? —preguntó Ed desconcertado cuando Newcombe concluyó su explicación.
Pero su hijo estaba más dispuesto a participar.