El regateo bajó a cincuenta personas para hacerle sitio al dinero. Cincuenta vidas y toneladas de frío metal y joyas, y, por supuesto, eran más rehenes que refugiados. Fue un acuerdo tácito, pero Leadville tendría el control total sobre sus vidas, y entre aquellas cincuenta personas se encontraban las mujeres y los hijos del premier, del primer ministro, de los generales y de un compositor famoso. El intercambio suponía un nuevo comienzo, un gesto de confianza mutua. Los rusos cedían a sus familias y sus bienes y, a cambio, los estadounidenses prometían aceptar a quinientos refugiados en Leadville cuando sus aviones regresasen tras completar la evacuación a la India.
«Es una oferta generosa», había dicho Kendricks, pero lo único que querían los rusos era un avión para atravesar las defensas de Leadville, Sólo uno.
Por encima de la ciudad rugía una puntiaguda figura negra que destellaba al sol. Ulinov cerró los ojos contra el sonido y las sacudidas de los hombres de seguridad e intentó tranquilizarse. No quería morir así, entre un escándalo de fusiles y con Kendricks gritándole.
—¡Dejaremos que muera hasta el último de los tuyos, Ulinov! —le chillaba mientras sus hombres abrían las puertas de la GMC—. ¿Entiendes? ¡Has tirado por la borda nuestra última oportunidad!
—¡Señor! —interrumpió el agente al mando apostado junto al alto capó plateado de la camioneta.
Lo irónico de la situación era que Ulinov pensaba que tal vez se había ganado aquello al enviar tantos datos a través de la radio, como el número de cazas, y comunicarles el aumento de reservas acorazadas. Su gente debía de haber decidido que sólo había un modo de hacer frente a la fuerza de Leadville.
Los estadounidenses habrían comprobado el tesoro y habrían dado su consentimiento antes de cargarlo en su avión, al otro lado del mundo. De alguna forma, aquello no había bastado. O bien una o más cajas se habían sustituido antes de que el avión despegase, o bien se habían llenado de plata barata que se asemejara un mínimo a las reliquias de la era zarista al pasar por los rayos X y los infrarrojos. Las fuerzas de los Estados Unidos no habían querido quedarse allí más tiempo del necesario, al alcance de los misiles musulmanes y las cargas de la infantería y, por supuesto, tenían el dinero en el avión. También tenían a las familias, con todas las identidades confirmadas mediante documentos gubernamentales y huellas dactilares.
Ulinov estaba convencido de que aquellos prometedores hijos e hijas eran exactamente quienes se suponía que eran. Sólo eran cincuenta vidas: abuelas, primas y esposas, pero advirtió un error entre las decenas de archivos enviados. Había un nombre que no volvió a mencionarse desde su aparición en un único manifiesto, sin duda añadido por un funcionario que no sabía lo que se estaba confirmando.
«Madre de Kuzka».
El nombre en sí era bastante común, y los primeros manifiestos estaban cargados de listas similares que marcaban los lazos familiares de los supuestos refugiados en lugar de sus verdaderos nombres. «La tía y el hijo del ministro Starkova. El hermano del director Molchaoff». Pero unidas, las palabras «Madre de Kuzka» formaban parte de una expresión rusa que significaba «castigar». Es más, durante la Guerra Fría, en un discurso para la Asamblea General de las Naciones Unidas, el dirigente soviético Kruschev utilizó la frase para advertir al planeta de una prueba nuclear sin precedentes para demostrar el poder de la URSS.
La bomba había sido más una amenaza que un arma viable. Tenía un tamaño tan enorme que sólo podía transportarse en un bombardero especialmente adaptado. El 30 de octubre de 1961 detonaron una bomba de hidrógeno de cinco. En comparación, las cabezas nucleares modernas variaban en rendimiento desde un megatón para los misiles submarinos hasta los diez megatones de los misiles balísticos intercontinentales.
Ulinov era a la vez un patriota y un estudioso de la escalada de poder de su país. Había captado la entrada del manifiesto que a los analistas estadounidenses se les había escapado porque estaba convencido de que habría traición. Quizá los Estados Unidos estaban demasiado centrados en sus propios rebeldes. Además, la antigua prueba nuclear se recordaba principalmente por su código: «Iván», o por su apodo:
«Tsara Bomba
», la Bomba del Emperador.
No podía regodearse. Sentía lástima. Leadville había transformado algunas de las antiguas minas en búnkeres y Ulinov estaba convencido de que se estaban llevando a cabo nuevas excavaciones y construcciones subterráneas en la ciudad, pero eso no cambiaría nada.
La bola de fuego de 1961 se había visto desde cerca de mil kilómetros de distancia y se había elevado casi diez mil metros sobre el nivel del mar. Las ondas sísmicas producidas aún se detectaban en su tercera pasada alrededor de la Tierra. Para limitar la potencia radiactiva de la explosión, ya que la mayor parte del impacto se produciría en la Siberia rusa, se utilizó un revestimiento de plomo en lugar del típico de uranio 238. Ulinov suponía que aquel dispositivo estaría modificado de manera similar. La tierra se había vuelto demasiado valiosa como para contaminar cientos de kilómetros.
Aquélla era su jugada final. Tras permanecer demasiado tiempo al borde de la aniquilación, los rusos se habían convertido en unos veteranos fríos y despiadados. Se habían transformado en un pueblo de guerreros sin país con la oportunidad de acabar con la única superpotencia que quedaba en el mundo. El avión debía de transportar la mayor cabeza nuclear que habían sido capaces de crear a partir del arsenal abandonado, y probablemente había más de una. Un misil balístico se habría podido detectar y la respuesta habría sido idéntica. Ahora era demasiado tarde.
Ulinov se resistió cuando la unidad de segundad intentó meterlo en la camioneta después de Kendricks. Quería sentir el cielo y las blancas montañas a su alrededor, por mucho que se encontrase en tierra extranjera. Alzó la vista en busca del sol, no de los aviones, sino del sol cálido y agradable, mientras a su alrededor resonaban los motores y los gritos. El ruido de la radio. Las armas. Era el grito de muerte de una ciudad.
Durante días, Ulinov había luchado contra aquella certeza y contra su miedo, pero nunca intentó huir De haberlo hecho habría alertado a los estadounidenses. Pero esperaba que su gente lo entendiera. Sabía lo que iba a suceder.
Lo sabía y permaneció allí.
En California, Ruth entrecerró los ojos para observar la luz procedente del este, una oleada incandescente. Parecían pequeños soles asomando de repente en la bruma matinal. ¿Tres? ¿Cuatro?
«Por lo menos cuatro», pensó mientras parpadeaba para deshacerse de aquellos puntos blancos, pero era una luz abrasadora y antinatural. El lino vello de su cuello se le erizó como rígidas agujas de metal. Permaneció inmóvil durante varios segundos. Ni siquiera respiraba. Parecía que su cuerpo se hubiese convertido en un diapasón, temblaba estaba muy alerta. La pendiente rocosa que tenía bajo sus pies estaba quieta v fría, pero la brisa del oeste generó un mar de corrientes al atravesar el pequeño grupo que la rodeaba. Entonces, aquella gente tan cordial reacciono. Los once se apiñaron para protegerse unos a otros, v se agarraron a las mochilas a las mangas de las chaquetas para aumentar la conexión.
—¿Qué coño ha sido eso? —gritó Alex.
—Mike... —dijo Samantha.
—¡Ah! —Mike estaba de rodillas v se tapaba la cara.
Debía de haber estado mirando directamente al objetivo cuando aquellas estrellas artificiales estallaron sobre la tierra.
«Dios mío», pensó Ruth. ¿Cuántas más habrían explotado en otros lugares? Podría haber ataques por todo el planeta arrasando lo poco que quedaba de la humanidad. ¿Y si India o China se habían convencido finalmente de dar el paso antes de que lo hicieran los demás? a atrocidad que aquello implicaba la atravesó como un fantasma y Ruth se tambaleó, mareada y sin sentido. Pero estaba allí, como siempre, abriéndose paso a través del grupo para cogerla del brazo.
Hiroki protestó por los empujones emitiendo un leve quejido. Los otros empezaban a recuperarse de la impresión. Alex y Sam se arrodillaron para ayudar a Mike, pero Newcombe miraba su reloj, v Ruth no entendía por qué.
—¡Mike! ¡Dios mío, Mike! —gritó Samantha. Cam tenía una expresión feroz.
—¿Estás bien?
—¿Qué?
—Mírame. ¿Estás bien?
Los ojos marrones y desprotegidos de Cam tenían una mirada resuelta, v Ruth se quedó mirándole. Sintió el viento limpio en su pelo v percibió el aroma a pino y a tierra húmeda. Habían caminado por la pendiente este bajo las cimas de los exploradores para despedir a Brandon y a Mike, que planeaban explorar los picos más cercanos del pequeño valle para volver antes de que nadie les viese. D Mac todavía estaba indeciso. El método de compartir la nanovacuna no había ayudado. Mike pensó que era genial, pero incluso Brandon dudó a la hora de beber de la sangre que Cam se había extraído de la mano izquierda.
Ruth había considerado un modo de administración menos impresionante. Los nanos eran más pequeños que un virus y podían absorberse a través de la más mínima imperfección en la piel. Debería bastar con frotar su saliva en los brazos de los chicos o con algo tan simple como un beso, pero tenían que estar seguros. Si la restregaban sobre la piel, la vacuna podía perderse o quedar inerte, y un beso podría administrar una cantidad demasiado pequeña que podría perderse. Ingerir la sangre era el método más seguro. Los nanos también eran más resistentes que un virus, de modo que resistirían los ácidos estomacales y pasarían al torrente sanguíneo.
Aun así, bebería era horrible. Los chicos estaban asustados a pesar de las palabras de aliento de Cam. Ruth se había estado preparando para despedirse de él. No se había acercado a ella en toda la mañana. También había cogido su mochila. Cam y Newcombe decidieron que lo mejor era mantener las armas y el equipo cerca todo el tiempo, por mucho que se fiasen de los exploradores. Ruth había llevado la suya todo el rato por el registro de datos. Era consciente de las ganas de Cam de ir al este con Mike y Brandon. Era muy típico de él unirse a su misión, ofreciendo su experiencia y su fuerza. Ya le había dado a Mike sus prismáticos dos mecheros y una pequeña cantidad de gasas estériles y de desinfectante para que loschicos fuesen equipados lo mejor posible. «¿Pero y si hay más bombas?»
El miedo de Ruth se había convertido en una carga intensa, y de forma reflexiva se apretó contra Cam para pasar. Él se pus» tenso al sentir sus manos en el pecho. Había malentendido el gesto. Entonces ella sintió que le había infundido a él su gran temor. A espaldas de Cam había un montón de granito inclinarlo y la arrastró hacia allí para utilizar la roca como escudo. —¡Aquí! —gritó.
Los demás se unieron a ellos, lentos y aturdidos. —¡Eso ha sido una bomba atómica! —exclamó Alex—. Tiene que haber sido una bomba atómica, ¿verdad? ¡Se están bombardeando!
El joven sentó a Mike contra una roca enorme v le apartó las manos de la cara para intentar ver los daños. Brandon se acercó, y después llegaron Newcombe y D Mac. Ed condujo a Kevin y a Hiroki hacia el espacio seguro y todos se arrodillaron.
Incluso hechos una piña formaban un minúsculo puñado de vidas. Ruth volvió a dirigir la mirada al cielo esperando ver alguna señal. Nada había cambiado. Unas tenues nubes corrían en la brisa con una calma pasmosa.
Newcombe se hizo un hueco junto a Alex delante de Mike.
—Abre los ojos —dijo—. Tienes que abrirlos para que podamos ver qué tienes, chico. —¡No puedo! —gritó Mike.
Ruth pasó los dedos sobre el guijarro grabado que aun guardaba en su bolsillo.
—¿Eso era Utah? —preguntó—. ¿Dónde ha sido? El tono desesperado de su voz le avergonzaba porque aquella terrible luz cegadora no debería deseársele a nadie pero si la explosión había tenido lugar en Colorado... si el holocausto había sucedido tan lejos...
—Deberíamos probar con la radio —dijo Newcombe— Saca la radio.
—Sí.
Cam se quitó la mochila y la apoyó sobre el regazo de Kevin.
Estaban demasiado apretados como para dejarla en otra parte. Sacó una cantimplora y un trozo de tela. Después sacó la pequeña caja de control y los auriculares de aluminio.
—No tienes quemaduras —informó Newcombe a Mike—. ¿Ves algo?
—Un poco. Veo formas. —Bien. Eso es bueno.
Newcombe se volvió y extendió la mano para coger la radio.
—No —dijo Cam pausadamente.
Ruth les miró a ambos, sorprendida de que Cam todavía desconfiase de él, hasta que se dio cuenta, al mismo tiempo que Newcombe, de que Cam ya no estaba pendiente de ellos, y se giró.
Todos lo hicieron. —Joder —dijo Alex.
Más allá de la línea de rocas, Ruth vio un inmenso arco de distorsión en la atmósfera; una convulsionante onda expansiva de fuerza y calor. Se extendía como un círculo en la superficie de un estanque, aunque era tan grande que sólo podían ver una parte del creciente agujero en el cielo.
Poco a poco se dio cuenta de que debía de ser a cientos de kilómetros de distancia, y en un área de cientos de kilómetros. Crecía muy deprísa y hacia el oeste, en dirección contraria al viento. Avanzaba rompiendo el aire y apartando las escasas nubes.
—¿Dónde ha sido? —repitió Ruth con la voz aguda de un niño.
—¡Dios mío! ¡Señor! —exclamó Samantha. —¿Qué hacemos? —preguntó Cam mirando la radio en su mano.
Entonces se la ofreció a Newcombe, pero el soldado miraba al cielo como todos los demás. No reaccionó hasta que Cam le puso el aparato contra el hombro.
—Sí. Vale. —Newcombe buscó a tientas los auriculares. —La radiación —dijo Cam.
Entonces, la ladera de la montaña del otro lado del valle dio una especie de salto. La tierra empezó a ascender por la pendiente. Las rocas chocaban y se rompían produciendo un sonido similar al de los disparos. En las zonas más bajas, los árboles se balanceaban. Algunos se cayeron. Al sureste, una nube roja de insectos salio del bosqueen medio de la confusión.
El temblor atravesó los veinticinco kilómetros de valle y ladera en un momento. Después corrió hacia su cima. El suelo se sacudió. Una de las rocas que tenían encima se desprendió, sólo unos centímetros, pero cayó sobre otra losa de granito y el roce produjo un chirrido ensordecedor. Sobre el grupo llovieron pequeños trozos de piedra que abrieron dos pequeños cortes en las mejillas de Brandon. La mayoría gritó. Cam apartó a Ruth de allí, pisó a Samantha y cayó sobre Ed y Hiroki.