Antídoto (23 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Fue como si Dios hubiese tocado el cielo. Una nueva corriente de aire siseó en el bosque desde el este, apagando la brisa, y en aquel momento Cam se sintió desesperanzado. Todo lo que había conseguido hasta entonces lo hizo con el objetivo de resistir a los terribles y letales efectos de la plaga. Sólo eran un puñado de hombres y mujeres rodeados por kilómetros de tierra vacía o ciudades muertas, pero siempre tuvo la oportunidad de controlar levemente su destino.

Antes de que pudiera decir «Creo que he visto otra bomba», Newcombe ya los había cogido a los dos y echado a Ruth al suelo.

—¡Agachaos! —gritó.

Otro frente de viento atravesó los árboles, de forma mucho más violenta que la primera corriente de aire caliente. El bosque se lamento, azotado por el polvo, los insectos, las ramas y las hojas. Cam rodó y se cubrió la cara con los brazos, ahogándose a pesar de la máscara.

El viento se fue tan rápido como había llegado. Cam se quedó en el suelo hasta que su propia parálisis le asustó. Había visto rendirse a demasiada gente, y no era así como quería morir. Se levanto. Lo hizo aunque no había necesidad alguna, apretando los ojos por las partículas abrasivas que había en el aire. Estaba cubierto de polvo, y pensó que sería radiactivo. El propio sol se había apagado, oscurecido por la tormenta de arena. Ruth y Newcombe no habían terminado mucho mejor, aunque ella tenía limpio el lado que el otro le había cubierto. Aun así, ambos estaban tan sucios corno Cam, con mugre en cada rincón de sus chaquetas y capuchas. También la había en los troncos de los árboles, a los que les decoloraba la corteza.

¿Cuanto tiempo les quedaría de vida? Cam supuso que dependía de lo cerca que hubiera estallado la bomba. Se puso a pensar en que podían pasar varios días hasta que el veneno los redujera a pobres inválidos sanguinolentos, pero su siguiente pensamiento se centró en la radio. Se preguntó si podrían usar las pilas que les quedaban y emitir durante horas y horas hasta que murieran. Quizá pasara un avión de reconocimiento. Puede que un avión de evacuación de Leadville volara lo bastante cerca como para oírlos. Alguien les encontraría, los buenos o los malos, y seguro que ese alguien preferiría poner a salvo la vacuna que dejarla perdida para siempre en aquel valle.

Cam se quitó las gafas y las golpeó contra la pierna para sacudirles el polvo.

—¿Estás bien? —masculló arrodillándose al lado de Ruth.

Ella asintió aún confusa.

Se le habían caído las gafas, y estaban llenas de tierra. Cam le desató el cordón de la capucha, y luego se quitó los guantes y usó las manos desnudas para limpiarle las mejillas. Saboreó aquel momento de intimidad. Era evidente que Ruth estaba aturdida, pero sus atenciones la ayudaron a centrarse de nuevo. Sus ojos marrones le miraron. Parecía que intentaba sonreír.

Miró entonces a Newcombe.

—¿Qué ha ocurrido?

—La onda expansiva —respondió, respirando con dificultad.

Luego, sacudió su capucha—. Dios, no esperaba que llegara hasta aquí.

—¿Te refieres a la bomba de Colorado? Pero...

—¿Qué tipo de radiación habremos recibido? —preguntó Cam con urgencia.

Newcombe estaba demasiado calmado. El soldado no pensaba que les hubieran atacado de nuevo, y su comportamiento intensificó el torrente de emociones que Cam había reprimido. Se llevó las manos a la espalda para ocultar su temblor. Empezaba a atreverse a abandonar la idea de disparar a Ruth y luego suicidarse antes de que el dolor v los vómitos se hicieran insoportables.

«No ha sido una segunda bomba», pensó. «No lo ha sido».

—Esto no ha sido lluvia de otro ataque —dijo Newcombe, mostrándoles un guante marrón—. Sólo ha sido aire caliente, resultante de la primera bomba. Le ha costado llegar hasta aquí. La cantidad de radiación que habremos recibido será más o menos como la de la luz ultravioleta que absorbemos cada día. No es suficiente para matarnos, si es lo que te preocupa. Al menos, no a esta distancia —el soldado se miró el reloj—. Cincuenta y ocho minutos. Dios, la explosión debe de haber sido gigantesca.

—¿Aún piensas que se ha originado en Leadville? —preguntó Ruth. Empezó a sacudirse el polvo de la ropa y Cam usó la excusa para apartarse de ella. Ahora estaba temblando mucho, V no quería que ella viera lo que debían de reflejar sus ojos.

«No vamos a morir», pensó, casi llorando. Estaba muy afectado. Solía pensar que tenía muy poco que perder, pero aún quedaba mucho para que tocase fondo.

Se quedaron allí durante treinta minutos. Cam los apartó unos pocos metros de las madrigueras de serpiente, a una roca donde se sentaron para limpiarse, beber y lavarse las gafas. Newcombe intentó hacer funcionar de nuevo la radio y escribió algo en su diario. A excepción de otro seísmo más, el bosque estaba tranquilo y en silencio. Los insectos parecían haber vuelto al suelo tras el paso de la onda expansiva, lo que resultaba un alivio.

—Ya has visto lo que le ha pasado al cielo —dijo Newcombe.

Ruth asintió, pero Cam tenía la cabeza en otra parte. Miraba hacia arriba mientras hablaban, absorbiendo la extraña belleza del polvo. Una niebla marrón seguía agitada por el viento, afectando a la luz del sol, pero ya habían avanzado otros cinco kilómetros. Habían perdido su punto de visión y ya no podían ver el horizonte rasgado al este.

—El terremoto llegó primero porque las vibraciones avanzan muy rápido a través de las tosas sólidas —dijo Newcombe—. El aire es diferente.

—El viento —corrigió Ruth.

—Para el caso, es lo mismo.

—Para las partículas no —respondió.

—Eso ya no lo sé.

—El viento alejará las partículas nocivas de nosotros, sobre todo las más altas de la atmósfera —explicó.

Esperaban que aquello fuera verdad, pero Cam se guardó el comentario. Además, seguía preocupado por la plaga. Si la onda expansiva había cruzado novecientos kilómetros, podría haber traído consigo una tormenta de nanos. Puede que muchas de las máquinas subatómicas hubieran alcanzado los tres mil metros y se hubiesen destruido. Cam supuso que la onda podía haberse llevado a tantos como podía haber traído, pero la sierra se alzaba como un muro tras las grandes das depresiones de Utah y Nevada. Era posible que la fuerza de la explosión se hubiese agotado ahí, v que las montañas hubiesen actuado como un peine v apresado grandes cantidades de nanos.

No tenía ninguna prisa por seguir caminando. Si habían ingerido la plaga junto con el polvo, en una hora o dos lo notarían de sobra. Podían volver hacia el oeste, sobre la barrera. No llegó a ocurrir. Por una vez, habían tenido algo de suerte. Cam supuso que seguían lo bastante elevados como para que no les afectara. Era muy probable que hubiera habido grandes fluctuaciones de presión dentro de la onda expansiva. Quizá la bomba hubiera esterilizado gran parte de la plaga como efecto secundario.

El grupo se levantó y siguieron caminando. Avanzaron hasta que, pasado otro kilómetro, Ruth empezó a cojear del pie derecho. Gradualmente, empezaron a ver signos de que los efectos de la onda no habían sido tan devastadores en el valle. Las montañas de alrededor parecían haber desviado el viento, protegiendo aquella zona más baja. También había menos polvo en los árboles. La habitual capa de suciedad del suelo sólo había formado pequeñas dunas en vez de haber desaparecido por completo.

En una zona llena de cicuta de montaña, las hormigas aún caían vivas de las hojas de pino, como si fueran ceniza. En otro lugar, Cam divisó una página amarilla provinente de un listín telefónico. Sólo una única página, llevada hasta allí desde Dios sabía dónde. Más tarde, pasaron por unos noventa metros de basura esparcida entre los árboles, compuesta en su mayoría por bolsas de plástico y celofán. Eran nuevas. La brisa estaba empujando muchas hacia allí, y una de ellas flotó hasta él mientras caminaban.

La explosión debió de dispersar los escombros por todo el país. Cam empezó a pensar en las hormigas de los árboles. Se figuró que sería una colonia cercana que había terminado volando por los aires, pero quizá eran otra cosa, como una especie provinente del desierto. El frágil equilibro natural que se venía observando debía de estar enfrentándose ahora a un nuevo trastorno al añadir ahora insectos nuevos sobre varios cientos de kilómetros a la redonda.

Seguramente sería peor al otro lado de la bomba. El frente de viento procedente del este debía de haber devuelto el polvo, los escombros y los insectos a la zona de la explosión. Allí donde la radiación dejase algo vivo, los insectos empezarían una nueva lucha aún más salvaje por la supremacía.

De momento, no había por qué preocuparse. Cam había aprendido a distraerse, pero no podía escapar del dolor de pies, de rodillas, de caderas, de manos o de cuello durante más de unos pocos minutos, ni tampoco de su preocupación por Ruth. Siguieron avanzando. Caminaron hasta encontrar un prado soleado donde las malas hierbas se había doblado formando arcos de forma similar a los círculos que se dibujaban en las cosechas. Cam se aterró cuando la mano derecha empezó a dolerle de repente, pero pasados unos minutos la vacuna empezó a hacer efecto y el dolor remido. Ruth y Newcombe no parecían afectados, sólo era una falsa alarma.

Durmieron como troncos a un par de kilómetros sobre la pendiente de la siguiente montaña. Estaban todos tan cansados que Newcombe empezó a cabecear durante su tumo de guardia, algo que jamás había ocurrido, que Cam supiera. Este abrió los ojos y observó el negro cielo cubierto de estrellas. Se le había pasado el efecto de la aspirina, y ahora estaba helado y deshidratado. Seguramente, su subconsciente lo había despertado al oír respirar profundamente a dos personas cuando sólo debía escuchar a una.

Estaban resguardados en la grieta de una colina de granito temerosos de recibir otro ataque nuclear. Cam se clavó una lata vacía y una cantimplora al incorporarse. «Mierda», pensó.

Tenían una cantidad de agua peligrosamente baja. Habían divisado un estanque, pero estaba plagado de bichos. Y eso sin contar que también se estaban quedando sin comida. Estas necesidades básicas no se saciarían sin más, así que Cam frunció el ceño contando los kilómetros que faltarían para llegar a la barrera. Al amanecer, saldría a buscar un riachuelo, mientras Ruth y Newcombe comían y trataban el pie de la primera, cambiándole el calcetín y aplicándole la pomada que quedaba por si volvían a salirle ampollas. Pensó que incluso echando una breve siesta después de comer, conseguirían llegar a la cima antes de que se pusiera el sol.

Pero al crepúsculo llegaron unos aviones. Adormecido en su saco, Cam confundió el ruido con un recuerdo. Gran parte de lo que recordaba y esperaba eran pesadillas.

Aquel sonido amenazante empezó a hacerse más fuerte.

—Despierta —se dijo. Apartó entonces su cuerpo de la roca y habló de nuevo, colocando su guante en las piernas del otro—. Newcombe, despierta.

Los dos compañeros se despertaron. Ruth profirió un suave y melancólico sonido. Newcombe se giró, se tocó la máscara y tosió. El soldado se agitó y volvió la cara hacia el cielo grisáceo. El valle seguía oscuro, con el amanecer aún escondido tras la montaña que tenían a sus espaldas. Cam se dio cuenta de que la mirada de Newcombe se dirigía también al horizonte oeste. Pensó que sería un efecto de las montañas, que hacían rebotar el sonido de otro lado, pero el avión estaba llegando de verdad desde el oeste.

—¿Qué hacemos?

—No os mováis —respondió Newcombe. Su agujero en la roca no era perfecto, pero debería ser suficiente para ocultarlos. El avión estaría a la vista en apenas unos segundos. Newcombe encontró la radio y la encendió para luego sacar los prismáticos. Cam lamentó haberle dado los suyos a Mike. Ambos miraron la línea del horizonte mientras Ruth luchaba por conseguir un hueco entre ellos, sin darse cuenta de las marcas rojas que tenía en la mejilla, allí donde la había apoyado en la mochila para dormir.

—¿Estás bien? —le preguntó Cam. Ella asintió y se apoyó en él. El calor que transmitía era muy agradable y reconfortante, v, por una vez, consiguió que sólo quedara en eso.

El ruido se adueñó del valle, un zumbido monótono y profundo. Un instante más tarde, nuevas estrellas aparecieron en los picos del sureste: estrellas metálicas. Los aviones brillaban como el fuego según volaban hacia el este, hacia el amanecer, saliendo suavemente de la oscuridad nocturna. Cam contó cinco antes de divisar otro nuevo grupo. La noche se vio invadida por un tercer escuadrón bastante más al sur, todos ellos saliendo del negro cielo del oeste.

«Esto no tiene nada que ver con nosotros», pensó, con una breve sensación de horror. Hasta el momento, todo lo que habían visto en el cielo los perseguía. Pero aquella vez era diferente. No sabía por qué, pero era un suceso como los terremotos o la explosión, algo demasiado grande como para entenderlo.

Newcombe oteó también el norte, para luego girar la cabeza en dirección contraria.

—Escribe tú, ¿quieres? —dijo, sin quitar los ojos de los prismáticos mientras señalaba el bolsillo de la camisa con la mano libre.

—Claro —Cam cogió la libreta y el bolígrafo. —Tienen distintivos estadounidenses —dijo Newcombe—. Cargueros C-17. Ocho, nueve, diez... Tienen un avión de ataque AC-LSO con reparaciones en el fuselaje. También veo un 737 comercial de las United Airlines y otros seis MiGs. Lo dijo como una palabra, «migs», y Cam preguntó: —¿Qué es eso?

—Cazas, cazas rusos. Dios, parecen aviones norteamericanos con escoltas rusos. Pero también hay un DC-10 con letras árabes, creo.

—Déjame ver dijo Ruth.

—No —Newcombe miró hacia el norte de nuevo y continuó oteando el valle mientras permanecía atento a la radio, pero no se oía más que ruido. Cam no sabía si era por la alteración atmosférica o porque sólo funcionaba con frecuencias del ejército que los aviones normales no usaban, aunque también podría ser porque volaban en modo silencioso.

—Yo sé un poco de árabe —dijo Ruth. Tocó el hombro de Newcombe, pero éste se apartó. Cam fue el único que vio cómo dos de los tres grupos cambiaban de dirección, con el sol iluminándoles la parte inferior mientras volaban hacia el sur. —Ahora vienen también algunos desde el norte —informó Newcombe—. Un viejo avión ruso de abastecimiento. Tres aviones de transporte, y dos cazas que no reconozco.

—Son una flota de refugiados —comentó Ruth—. Habrán cogido cualquier cosa que les sirviera para desplazarse. ¿Qué hay al otro lado del Pacífico? ¿Japón? Y Corea. Allí hay bases del ejército americano, es posible que nuestros aviones también procedan de esas zonas.

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