Atlántida (40 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

A una época, se dijo sin saber muy bien por qué, en que los dioses todavía convivían con los humanos. Y aquel pensamiento le produjo un extraño temor. Porque comprendió que él, un simple mortal del siglo xxi, se estaba atreviendo a ocupar el cuerpo de una divinidad del pasado.

Tal como las recordaba Gabriel, las aguas de la bahía interior de Santorini eran oscuras, y tan profundas que los barcos no podían anclar allí, sino que se amarraban a enormes bidones flotantes situados a cierta distancia del acantilado y unidos al fondo del mar por gruesas cadenas.

En cambio, las aguas que contemplaba ahora tenían un tono verde claro, casi fosforescente, como si bajo las aguas palpitara un inmenso enjambre de luciérnagas. En aquella Atlántida anterior a la gran catástrofe, la bahía era mucho más somera, tanto que en algunos lugares se veían las rocas del fondo.

El volcán central estaba rodeado por pasarelas de madera sostenidas sobre pilotes, a modo de larguísimos palafitos. Desde la escasa altura de la
Mariposa Lunar
no se veía bien cuántas eran, pero el capitán le explicó a Kiru que las pasarelas eran dos y formaban otros tantos anillos que circundaban la isla. A su manera se trataba de ciudades alargadas, pues estaban sembradas de casas, almacenes, tenderetes y amarraderos.

—En esos dos anillos viven los extranjeros que comercian con la Atlántida, señora.

No tardaron en llegar al anillo de madera exterior. Sobre él se alzaban dos torres de madera en las que montaban guardia decenas de arqueros. Cuando la
Mariposa Lunar
se acercó, los vigilantes tendieron los arcos. Al oír el crujido de la madera al tensarse, Gabriel se preguntó qué pasaría si a alguno se le aflojaban los dedos y se le escapaba una flecha. Pero no sucedió.

Se veía un gran tráfico de barcas entre ambos anillos. Las que se dirigían al círculo central llevaban ovejas y cabritos, aves enjauladas, grandes ánforas que debían de contener vino o aceite, retales de tejidos de colores y espuertas de mimbre llenas de grano, frutas y verduras. Y también baúles cerrados con cadenas.

—En ellos se guardan los productos más valiosos —explicó el capitán, y añadió como en un recitado—: Perfumes, marfil, vajillas de vidrio, lingotes de cobre y estaño, gemas y joyas de plata y de oro.

La mayoría de las barcas volvían vacías del interior, lo que hizo sospechar a Gabriel que la economía de la Atlántida era más bien parásita.

—Aquí se reciben las mercancías del resto de las tierras —corroboró el capitán, cuyo tono implicaba «sin entregar nada a cambio».

Gabriel no dejaba de preguntarse en qué se basaba el poder de la Atlántida. Sin duda, no en su superioridad militar. Si los soldados que llevaban a bordo eran mercenarios griegos, significaba que los habitantes de la Atlántida no eran muy aficionados a empuñar las armas.

Todas las naves de la comitiva se quedaron en el segundo anillo. Ya sola, la
Mariposa Lunar
atravesó el último foso, llegó a la isla central y atracó en un muelle de madera.

Junto al muelle había una pequeña explanada de cenizas grises. Teniendo en cuenta la flotilla que había escoltado a Kiru hasta la Atlántida, Gabriel esperaba un comité de recepción más numeroso. Sin embargo, sólo había tres mujeres, y junto a ellas una litera cargada por cuatro jóvenes con los cuerpos depilados y untados de aceite.

—Ha sido un honor traerte hasta la bendita Atlántida, señora —se despidió el capitán con una reverencia servil—. Que tu vida aquí sea próspera y feliz.

Con Kiru bajaron de la nave los seis mercenarios tuertos, que en ningún momento le dirigieron la palabra. Kiru caminó por una alfombra azul que llevaba hasta la litera. Pero antes de que subiera, se acercó a ella una mujer cuyo aspecto le sorprendió. Sus ojos eran de un azul casi transparente y sus cabellos amarillos como el heno en verano.

«¿Una esclava traída del norte?», se preguntó Gabriel.

La mujer rubia hizo una reverencia.

—Bienvenida a Atlántida, mi señora Kiru. Soy Nun, y desde ahora mis ojos son tus ojos, mi boca es tu boca y mis manos son tus manos.

Kiru levantó la mirada. La ladera subía en una pendiente muy empinada, y la cima estaba a tal altura que para verla tuvo que torcer el cuello hasta que le dolió.

Para salvar aquel desnivel, la calle principal de la ciudad subía en zigzag. Aquella ancha avenida estaba rodeada de edificios, tan apretados que apenas quedaba sitio entre ellos para angostos callejones. Gabriel trató de contar las revueltas del zigzag, pero se perdió. ¿Siete, ocho, nueve? ¿Tal vez más? Lo cierto es que la ciudad era grande, mucho más de lo que Gabriel habría esperado para una población de aquella época. Calculó, a ojo, que podía albergar a más de cuarenta mil habitantes: una Nueva York de la Edad de Bronce.

Aunque tuviera más kilómetros cuadrados que en el siglo xxi, la isla no podía sustentar tantas bocas. Gabriel comprendió que la Atlántida era un auténtico imperio que necesitaba de sus colonias sometidas para recibir alimentos.

—Debemos subir allí arriba, señora, a la ciudadela sagrada —dijo Nun.

Las edificaciones se interrumpían a cierta altura. Más .illa se extendía un gran espacio de roca y ceniza, la ladera desnuda. Pero después volvían a divisarse casas y templos que, a juzgar por los reflejos, estaban adornados con láminas de metal o piedras muy pulimentadas.

Sobre aquellos edificios descollaba una construcción que C iabriel no habría esperado ver en el Egeo. Se trataba de una pirámide escalonada, un zigurat o teocali o como demonios quisieran llamarlo los expertos. Por comparación con las casas que la rodeaban, Gabriel calculó que debía medir cerca de treinta metros. Considerando la pendiente sobre la que se elevaba, supuso que su cara norte, que no alcanzaba a ver desde allí, se fundía prácticamente con la empinada ladera del volcán.

—Ésa es la mansión de la suprema Isashara y del supremo Minos. Ellos te esperan con impaciencia, señora —informó Nun.

Kiru tenía la vista muy aguda, algo que agradecía Gabriel. Gracias a eso, pudo contar en la pirámide siete terrazas de piedra gris unidas por una escalera roja. Sobre la última terraza había un templete, y coronándolo otra estructura que, según había estudiado Gabriel, suponía un imposible arquitectónico en la cultura minoica.

Una cúpula metálica.

«Debes ir a la montaña de fuego y soñar los sueños de la Madre Tierra bajo la cúpula de oro de la Atlántida», había dicho la madre de Kiru. Ahora ella estaba pisando el volcán y tenía ante sus ojos la cúpula. Alumbrada por los rayos del sol que empezaba a declinar, más parecía de sangre.

«Sangre», pensó Gabriel, y sin saber por qué sintió un estremecimiento mental.

—Sube a la litera, señora —dijo Nun, en tono suave—. El camino hasta la cúpula es largo y tedioso.

—¿Por qué Kiru no puede subir andando? —preguntó Kiru, en tono caprichoso.

—Seguro que notas cómo el suelo se tambalea bajo tus pies.

—Así es. Toda esta isla se mueve. ¿Es que la Atlántida no tiene raíces en el suelo?

Nun esbozó una sonrisa que reprimió enseguida.

—Las raíces más firmes del mundo, mi señora. Éste es el ombligo de la Tierra, el lugar donde la suprema Isashara, con la ayuda del supremo Minos, se une con la Gran Madre y la convence para hacer su voluntad.

—Entonces ¿por qué se mueve a los lados como un barco?

—Porque acabas de bajarte de un barco, mi señora. El mar es muy posesivo, señora. Aunque ya hayas atravesado sus aguas, él seguirá tirando de tus piernas durante un rato para marearte y recordarte su poder. Por eso es mejor que subas a la litera.

Kiru dejó de resistirse y subió al palanquín. Cuando los porteadores la levantaron, hubo un instante de ingravidez en que se le revolvió el estómago, pero aguantó sin vomitar.

La pequeña comitiva se puso en marcha, escoltada por los seis soldados tuertos, que golpeaban el suelo con las tonteras de sus lanzas y daban voces para abrirse paso. La avenida estaba pavimentada con losas de piedra y tenía roderas para los carromatos. De ella salían atajos perpendiculares, angostos callejones con escalones tallados en la propia roca volcánica que subían entre las casas. Sin duda, los habitantes de la Atlántida debían desarrollar buenas pantorrillas y mejores glúteos a fuerza de recorrer esas cuestas todos los días.

Gracias a que la litera no tenía cortinas, Kiru podía mirar a los lados y brindar a Gabriel vistas de la ciudad, que procuraba absorberlo todo en su memoria. «¡Estoy en la Atlántida!», se repetía.

La mayoría de las casas tenían dos o tres pisos, y algunas hasta cuatro. Construidas a diversas alturas y adaptadas a los desniveles del suelo, formaban una suerte de laberinto tridimensional muy agradable a la vista. El efecto se veía reforzado por las vivas pinturas de las paredes, rojas, blancas, amarillas y azules.

En las puertas, terrazas y balcones había muchos vecinos que presenciaban con curiosidad aquella reducida procesión. También se veían cabras y ovejas, algunas en pequeños hatos y otras sueltas a su aire, y bueyes que tiraban de pesados carretones calle arriba o los frenaban avenida abajo. Al paso de la litera de Kiru, los arrieros los apartaban a los lados. Entre las casas crecían olivos, higueras y almendros que a mediodía debían brindar sombra. Ahora que caía la tarde, los rayos del sol se colaban bajo las ramas y hacían guiñar los ojos a los transeúntes que se habían detenido para contemplar el paso de Kiru.

—¿Por qué miran tanto a Kiru? —preguntó Kiru, molesta.

—Eres una inmortal entre los inmortales, señora —respondió Nun—. Todos te respetan y admiran.

Pese a lo que decía la mujer rubia, Gabriel observaba más muestras de temor al paso de la litera que de auténtica reverencia. Empezaba a sospechar que la clave del poder de la Atlántida estaba relacionada con la propia naturaleza de aquellos supuestos inmortales, y que esa naturaleza ocultaba un sombrío secreto.

Subieron durante largo rato por el paseo central, y en cada giro de la avenida el mar quedaba más abajo y la pirámide y la cúpula se acercaban más. Cuando cayó el sol, se encendieron antorchas en las calles y en los terrados de las casas, y también en los anillos que rodeaban la isla central. La luna no tardó en salir sobre el mar. Al ver su faz casi redonda, Gabriel pensó que a la noche siguiente habría plenilunio.

Habían llegado al final de la ciudad inferior. Más allá se extendía el yermo que conducía hasta la ciudadela y la pirámide. En aquel erial sembrado de cenizas el camino seguía zigzagueando, pero ahora no se veía rodeado de casas, sino de pequeñas pilas de piedras negras. Las pilas estaban dispuestas muy juntas, apenas separadas entre sí por un metro.

Y sobre cada una de ellas descansaba una calavera.

—Aquí descansaremos antes de subir a la ciudadela sagrada —informó Nun.

Entraron en una casa de dos pisos, la última antes del descampado. Allí Kiru pudo descargar su vejiga en un pequeño retrete, tan limpio y perfumado como el de un hotel de cinco estrellas. Después la condujeron a una estancia iluminada con cientos de velas, donde había una gran bañera de piedra que recibía agua de dos caños que salían de la pared. De uno brotaba agua fría y del otro caliente, que sin duda provenía del corazón de la montana.

Para Gabriel fue una experiencia un tanto turbadora que otras mujeres le(la) desnudaran y lavaran, y que al terminar le ungieran todo el cuerpo con aceite. Después de bañar a Kiru, le dieron ropas limpias, perfumadas y planchadas con piedras calientes. También le dieron de beber vino con canela, y trozos de cordero lechal muy especiados a la brasa sobre obleas de pan.

A Gabriel le sorprendía la aparente falta de curiosidad de Kiru. Pero mientras cenaba a la luz de antorchas de resina, rodeada por criadas silenciosas e inmóviles, Kiru se decidió por fin a hacer preguntas.

—¿Por qué han hecho venir a Kiru desde Widina?

—Porque éste es tu lugar, mi señora Kiru —respondió Nun.

—¿Cómo puede ser su lugar si Kiru no lo recuerda? Como siempre, Kiru se sentía confusa sobre sus propias memorias.

—Te ruego que aceptes mis palabras. Éste es tu lugar. Tú perteneces a la Atlántida. Es tu destino.

—¿Por qué?

—Por favor, mi señora, ten paciencia. Más adelante conocerás las respuestas.

Kiru estaba cansada, y el mareo que sentía después de desembarcar no había desaparecido. De hecho, la cabeza empezaba a darle vueltas. «Será culpa del vino con canela», pensó Gabriel.

Como fuere, Kiru no se encontraba de buen humor.

—Responde a las preguntas de Kiru ahora.

Su tono era imperioso. Al parecer, consideraba que, ya que era una «inmortal entre los inmortales», se le debía obediencia.

Pero hubo algo más, una sensación que Gabriel no había compartido con ella hasta entonces.

Primero fue una especie de tirón que partió de su nuca o algún pimío cercano, como si se le hubiera contraído un músculo cuya existencia desconocía Gabriel. ¿O aquello había ocurrido dentro de su cráneo? La sensación se extendió por sus venas a modo de fluido, como si le hubieran inyectado una sustancia cálida para hacerle una radiografía.

Las sirvientas que rodeaban a Nun retrocedieron con muestras evidentes de temor y algunas se arrodillaron. Nun se mordió los labios y abatió la mirada. Era obvio que también estaba asustada, porque le temblaban las manos, pero intentaba controlarse.

«Ese temor proviene de mí», pensó Gabriel. De Kiru, se corrigió automáticamente.

—Eres una de las bienaventuradas, mi señora, y no tengo más remedio que contestarte. Pero te ruego que no les digas a los supremos Minos e Isashara nada de lo que yo te cuente, pues tengo miedo al castigo.

Lo que Kiru diga es asunto suyo.
Gabriel leyó aquel pensamiento que pasó por la mente de Kiru como un relámpago. Pero ella misma se arrepintió de una réplica tan arrogante y dijo:

—Kiru no les dirá nada. Habla, Nun. ¿Por qué han hecho venir a Kiru a la Atlántida?

Nun contestó sin mirarla a los ojos.

—La estirpe de los inmortales antes era más numerosa, mi señora. Tú…

—Habla de esa estirpe.

Nun miró a ambos lados.

—Deja que salgan ellas, por favor. No debo hablar ante otros oídos.

Kiru, que se había acostumbrado rápido a su nueva autoridad, hizo un gesto con la mano, y las criadas salieron.

—Mi señora Kiru, antes, al principio de los tiempos, gobernó aquí Atlas, el Primer Nacido, el Padre de Todos, el Odiado. Atlas engendró hijos de su esposa, la Primera Nacida: cinco parejas de mellizos. Puesto que no quería que le arrebataran el poder, los encerró en una isla desierta, donde los Segundos Nacidos tuvieron que devorar a sus propios hijos para sobrevivir.

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