Atlántida (59 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

»Vi cómo el maremoto alcanzaba a los barcos que nos seguían y después se precipitaba sobre la isla. A la izquierda, a unos dos kilómetros, había un poblado pesquero. La ola lo engulló, simplemente. Pero no era sólo la fuerza del agua la que lo destrozó: cuando más tarde me acerqué a mirar vi que el tsunami había arrastrado toneladas de rocas y de fango sobre la aldea.

»Una ola normal, por fuerte que sea, se rompe contra la orilla y pierde su fuerza, y como mucho penetra unos cuantos metros. Pero un tsunami no es una ola normal, sino la vanguardia de una onda con un frente enorme. Transporta la masa de miles, millones de toneladas de agua, a tal velocidad que su impacto es tan duro como el de un muro de metal.

»El tsunami empezó a trepar por la costa, arrastrando nuestro barco. Muchos de los hombres que huían de él se detuvieron y aguardaron resignados a que las aguas los devoraran. Otros siguieron corriendo, pero fue en vano. No llegué a escuchar sus gritos. Sobre el pitido que zumbaba en mi cabeza oía el tronar del agua, un fragor tan grave que hacía retemblar los huesos de mi cuerpo.

»La ola rompió por fin, a unos cincuenta metros de donde nos hallábamos. Cuando se retiró, descubrimos que había arrastrado los restos astillados de nuestro barco ladera arriba, a más de dos kilómetros de la orilla. Había varios cadáveres tendidos entre los guijarros y el lodo, pero la mayoría de los compañeros que quedaron rezagados habían desaparecido.

»Sobre el monte quedábamos unos setenta supervivientes de los casi doscientos hombres que viajábamos en el barco. A lo lejos, vi que cuatro naves seguían dirigiéndose hacia la isla. Milagrosamente, habían sobrevivido al paso del tsunami. Tal vez por ser tan pequeños y ligeros. Un barco más grande se habría partido en dos.

»Pero aún quedaba algo peor. Como la presión de la cámara de magma ya no podía sostener la columna eruptiva, ésta se vino abajo, y al hacerlo creó…

—¡Flujos piroclásticos! —dijo Joey.

—Así es. Desde la isla vimos cómo un nuevo frente avanzaba por el mar, una nube de aspecto algodonoso que parecía resbalar sobre las aguas. En aquel momento el cielo se había oscurecido tanto que, pese a que era poco más de mediodía, parecía casi de noche. En aquellas tinieblas, la nube resplandecía, y supe que traía con ella fuego y más destrucción.

—Pero… ¿los flujos piroclásticos pueden viajar sobre el agua?

—Te aseguro que pueden viajar, Joey. Yo lo vi.

»Las cuatro naves supervivientes casi habían llegado a la costa cuando los flujos piroclásticos las alcanzaron. Luego recogimos los pecios y algunos cuerpos muertos que llegaron a la orilla.

»Al ver el avance de la nube ardiente, que debía medir al menos treinta metros de altura, pensé que no estábamos a salvo ni siquiera allí y corrí cuesta abajo hacia la playa norte, exhortando a los demás a que me siguieran.

»No todos me hicieron caso, pues creían que aquél era el lugar más seguro, y estaban demasiado dispersos para usar el
Habla
de forma eficaz. De ésos, no sobrevivió ninguno. Cuando encontramos sus cadáveres, vimos que no sólo estaban abrasados, sino que a muchos les había reventado el abdomen por el calor, y otros incluso tenían el cráneo estallado. El súbito aumento de temperatura había hecho que sus cerebros y el agua contenida en ellos se dilataran de repente y rompieran los huesos del encéfalo.

—Dios mío —musitó Alborada.

—Huí ladera abajo. Quiso el azar que descubriera una cueva. No estaba muy seguro de que fuera un lugar seguro y no una ratonera, pero no muy lejos a mi espalda oía un nuevo ruido aún más siniestro. Era un rugido continuo, mezclado con detonaciones secas. Supongo que eran las rocas ardientes arrastradas por la nube reventando al enfriarse tras la dilatación.

»Entré en la cueva, y los demás hombres me siguieron. Como no era muy profunda, nos apelotonamos al fondo. Traté de infundirles calma para que no nos aplastáramos, pero no me era fácil, pues estaba muy lejos de sentirme tranquilo yo mismo. Por la boca de la cueva se veía el azul del cielo, pero de pronto desapareció. Todo se volvió oscuridad y las paredes de la cueva vibraron al paso de la nube.

«Pronto la temperatura se hizo insoportable y el aire nos empezó a faltar. Tosíamos y escupíamos una mezcla de flema y barro, e incluso sangre. Recordé cómo había soportado la tortura, encadenado durante años, e hice un esfuerzo por controlarme. Sólo entonces conseguí tranquilizar a los demás lo suficiente para que respiraran más despacio, dejaran de gritar y ahorraran aire.

»Pasó un rato que me pareció una eternidad, hasta que la oscuridad se aclaró y la temperatura empezó a bajar dentro de la cueva.

»Cuando salimos, teníamos que caminar con cuidado. El suelo estaba sembrado de cenizas y piedras que todavía humeaban. Nos dimos cuenta de que teníamos la piel chamuscada y llena de ampollas, y a muchos les faltaban las cejas, la barba o incluso toda la cabellera.

»Éramos veintiocho hombres, los únicos supervivientes de nuestro barco. Luego supe que se habían salvado otras tres naves, entre ellas la que llegó hasta la bocana del puerto de la Atlántida, pues el avance de los flujos piroclásticos es azaroso, y había dejado un estrecho pasillo que respetó a esos tres barcos.

»El resto de la flota desapareció, y con ella el orgulloso ejército ateniense que había zarpado para invadir la Atlántida. Veinte mil hombres perecieron en poco más de una hora.

»A ellos hay que sumar los treinta mil habitantes de la Atlántida, de los que apenas hubo supervivientes. Pero el desastre no terminó ahí. El tsunami azotó el sur de las Cicladas y de Grecia, destrozándolo todo a su paso. También llegó al norte de Creta, aniquiló la flota minoica y no dejó piedra sobre piedra a menos de tres kilómetros del mar.

«Tiempo después del desastre viajé por el Mediterráneo y comprobé los daños causados por la erupción. La isla central de la Atlántida había desaparecido. Apenas se podía navegar por las cercanías debido a la cantidad de piedra pómez que aún flotaba sobre las olas. Donde antes se alzaba la montaña y las aguas eran claras, ahora se abría una enorme bahía de aguas profundas y oscuras.

»En Creta, la mayoría de los palacios se habían derrumbado y ardido. Por lo que me contaron, fue la onda expansiva la que derribó los edificios y provocó los incendios. Los campos estaban recubiertos por una capa de ceniza que llegaba hasta las rodillas y en algunos lugares cubría hasta las ingles. No se podía cultivar nada, los olivos y las vides habían muerto y el campo estaba lleno de cadáveres putrefactos de ovejas y cabras. Ahora que la Atlántida no existía, los minoicos de Creta podrían haberse convertido en el nuevo poder del Egeo, pero nunca se recuperaron de aquel golpe. Después de la erupción sufrieron años de hambruna y guerras internas.

»Las consecuencias de la catástrofe se sintieron más lejos. Aquel año el verano se convirtió en invierno y el invierno en un azote glacial. El siguiente estío no fue mucho más cálido. Hubo también hambruna en Egipto, y los escribas me contaron que en pleno día habían caído tales tinieblas que apenas podían ver lo que escribían a la luz de las velas.

»Mucho tiempo después visité China, y supe que en la época en que se hundió la Atlántida sufrieron heladas en verano. Durante meses vieron el sol de un color amarillo enfermizo y crepúsculos en los que todo el cielo parecía ensangrentado.

»Tales fueron las consecuencias del final de la Atlántida. El recuerdo de la catástrofe se deformó con el tiempo, pero no llegó a borrarse del todo. Así le llegó a Platón, que escribió su relato novecientos años después, y lo embelleció haciendo la isla mucho más grande de lo que era y afirmando que sus compatriotas, los atenienses, habían logrado conquistarla justo antes de la catástrofe final. Ya veis que no fue así.

»Sin embargo, nunca corregí la versión de Platón. Pensé que era mejor olvidar todo aquello, para que nadie intentara buscar la cúpula dorada y dominar de nuevo aquel poder sacrílego.

—Entonces ¿por qué nos lo cuenta ahora? —preguntó Alborada.

—Creo que estaba equivocado. Es mejor que los hechos del pasado, sean infames o gloriosos, no queden en el olvido.

—¿Qué pasó con Isashara y Minos? —preguntó Joey.

—Sobrevivieron. Tras provocar el desastre que mató a sus súbditos y destruyó su ciudad, todavía tuvieron tiempo de prever lo que iba a ocurrir y huyeron. Al principio los creí muertos, pero luego tuve noticias suyas. Aunque cambiaron de nombre muchas veces y recorrieron el mundo a lo largo de los siglos, nunca resistieron la tentación de buscar el poder. Mientras que yo decidí ocultarme en el anonimato y olvidar periódicamente quién era para iniciar una nueva vida tan tranquila como la anterior.

»La última —dijo, volviéndose hacia Joey—, la de tu amigo Randall, el humilde barrendero del parque de caravanas de South Fresno.

—¿Tengo que llamarte Atlas a partir de ahora?

—Llámame Randall. Me gusta ese nombre. Me gusta ser Randall.

—¿Qué ocurrió con Kiru?

—Ignoro qué destino corrió. Tal vez sobrevivió, pero jamás supe nada de ella. Si se salvó del desastre, sospecho que debió encontrar la muerte a lo largo de los siglos. Hasta para un
Homo immortalis
es complicado sobrevivir tres mil quinientos años. Os lo aseguro.

La luz de la cabina se atenuó. La piloto les avisó por megafonía de que emprendían la maniobra de descenso hacia Londres. Randall se abrochó el cinturón y dijo:

—Ése, amigos míos, fue el final de la Atlántida. Si no queremos que toda esta civilización acabe del mismo modo que acabó la Atlántida, rezad a los dioses en los que creáis para que mis hijos hayan encontrado la cúpula de oricalco, y también para que nuestra querida Sybil Kosmos siga el cebo de este avión y se dirija a Santorini.

—¿Por qué necesitamos a Sybil? —preguntó Alborada, con gesto de incomodidad.

—Porque ella, obviamente, es Isashara. Y sin una
Femina immortalis
no podré hacer nada por salvar al mundo.

—Entiendo…

—Aun así, hay un pequeño problema.

—¿Cuál? —preguntó Joey.

—No tengo la menor idea de por qué está ocurriendo esto. Si queremos convencer a la Gran Madre de que detenga el fin del mundo, antes debemos saber por qué lo ha desencadenado.

Santorini, Nea Thera

Iris llevaba encerrada veinticuatro horas en una habitación de apenas nueve metros cuadrados. En ese tiempo, no habían venido a verla ni Kosmos ni Sideris. Tampoco sabía nada de Finnur, aunque el dolor palpitante de su mandíbula le servía de recordatorio.

A mediodía, una sirvienta vestida con el consabido modelito minoico le había traído una bandeja con agua, pan,
tsatsiki,
pescado adobado y pulpo a la brasa. Era la misma joven de ojos almendrados que le había encendido la pantalla para ver el especial de la NNC.

Tras entrar, había cerrado la puerta con llave mientras sostenía la bandeja en una sola mano. Iris se había acercado a ella para decirle en susurros:

—Escucha. Me tienen aquí encerrada contra mi voluntad. Tienes que dejarme salir.

Ella la miró con gesto de consternación.

—No puedo hacerlo. Me han dado órdenes.

—Esto es una retención ilegal, casi un secuestro. No querrás ser cómplice…

—Tú no le conoces. No me atrevo a desobedecer.

Ese
le,
obviamente, se refería al señor Kosmos. Iris se preguntó si la criada conocería su secreto, que el supuesto Spyridon Kosmos no era ningún vejestorio paralítico, sino un hombre en su plenitud.

Iris suponía que el auténtico Kosmos debía haber muerto hacía algún tiempo, y alguien, acaso un familiar, había suplantado su personalidad para aprovecharse de su fortuna.

Esa explicación dejaba una incógnita sin resolver, la más inquietante. ¿Qué tenía aquel hombre para provocar un pavor tan sobrenatural?

La habían encerrado en una habitación mucho más espartana que la que había compartido con Finnur. Una cama, un colchón de lana sobre un armazón de madera, un taburete y una mesa sin cajones. Una puerta, o más bien una media puerta, daba a un baño con retrete y lavabo, sin espejo. El cuarto tampoco tenía ventanas, y las paredes estaban pintadas de ocre, sin más adornos.

La ventaja era que no había cámaras. Iris lo había comprobado examinando las paredes a conciencia.

De modo que había concebido un plan bastante sencillo: atacar a la criada cuando volviera con la cena y escapar de allí. La chica era más bajita que ella. Iris estaba segura de que en una pelea cuerpo a cuerpo podría dominarla sin problemas.

Por desgracia, cuando volvió por la noche con la bandeja de la cena no lo hizo sola. Esta vez la acompañaba un sirviente. Era joven y, aunque no mediría más de uno setenta, llevaba tan poca ropa que podían apreciarse sus músculos de culturista hinchados con cierta dosis de anabolizantes.

Plan frustrado.

Después de cenar, convencida de que nadie la vigilaba, Iris se decidió a encender el móvil para llamar a la policía.

Pero cuando estaba a punto de marcar el 22649, el número de policía de Fira, se lo pensó mejor. En Santorini, el señor Kosmos era venerado como un dios y obedecido como un capo mafioso. Se imaginó el diálogo. «¿Que está retenida en Nea Thera? ¿Seguro que no es un error, señorita? Un momento. Vamos a ponernos en contacto con el señor Kosmos para aclarar este malentendido».

¿Qué pasaría si avisaba a la policía de Atenas? Sospechaba que algo parecido. En todo caso, por problemas de jurisdicción, se pondrían en contacto con la policía de Santorini, e Iris se encontraría de vuelta en la casilla de salida.

¿Avisar a la Interpol? «No me hagas reír, Iris Gudrundótlir», se dijo a si misma.

Pero el caso era que tenía que arreglárselas para salir de allí.

Cuando el móvil empezó a vibrar, eran las cuatro de la mañana. Iris se había tumbado con la ropa puesta, incluso con las zapatillas. Si se le brindaba una sola oportunidad de escapar de allí, por mínima que fuese, no iba a perderla por tener que vestirse o calzarse. Y, sin darse cuenta, se había quedado dormida. No era tan extraño considerando que la noche anterior no había llegado ni a cerrar los ojos.

«¿Eyvindur?».

—¿Eyvindur? —contestó en susurros—. No puedo hablar muy alto…

—Escucha, Iris. No fueron los Campi Flegri, como yo decía. Pero lo van a ser.

Campi Flegri

Eyvindur estaba al borde de Gli Astroni, el mayor de los cráteres de los Campi Flegri, una enorme hondonada de casi dos kilómetros de diámetro cuyo interior estaba poblado por un espeso bosque. Se había alojado en casa de Frederico y Gilda, unos amigos que ahora dormían plácidamente, convencidos de que la erupción del Vesubio no podía hacerles demasiado daño allí.

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