Atlántida (55 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlas y su esposa reinaron en la Atlántida en una auténtica edad de oro. Para ellos el poder de influir en las emociones de los demás era tan natural que lo llamaban simplemente
Habla.
Podían inspirar amor, temor, obediencia o confianza entre sus súbditos. Pero Randall estaba convencido de que había sabido utilizar aquellos dones con responsabilidad.

De hecho, los griegos del continente le dieron otro nombre en su propia lengua: Prometeo, «el que se preocupa».

—Cuando comprobé que los humanos eran más débiles que nosotros, que envejecían y morían mientras mi esposa y yo seguíamos eternamente jóvenes y que no poseían el poder del
Habla,
los vi como si fueran niños y decidí protegerlos. Al principio los protegí de sí mismos, y después…

Randall hizo una pausa. Alborada y Joey se miraron, como preguntándose «¿qué le pasa ahora?», pero él arrancó de nuevo.

—Después tuve que protegerlos de mis propios hijos.

»Del mismo modo que tardaban veinte meses en nacer, nuestros vástagos también maduraban más despacio. Por lo que he comprobado, la duración de la infancia en una especie tiene mucho que ver con su tiempo de vida. Ya que nosotros no teníamos fecha de caducidad, era lógico que nuestro periodo de crecimiento fuese más largo que el de los
Homo sapiens.

»Pero algo debía estar mal diseñado en nosotros, porque los genes que transmitimos a nuestros hijos demostraron ser defectuosos. No externamente. Todos fueron niños de una gran belleza, de miembros perfectos, piel intachable, voces musicales. Nadie habría pensado al verlos que sus almas escondían tanta podredumbre.

»Cuando los mayores, Isashara y Minos, tenían más o menos el mismo aspecto que un adolescente de la edad de Joey ya habían nacido otras cuatro parejas de mellizos, y la sexta estaba en camino.

»Fue entonces la primera vez que abrieron la cúpula.

La esposa de Atlas sufría los dolores de su sexto parto, que estaba resultando más complicado que los cinco anteriores. Ser
Homo immortalis
no significaba no experimentar dolor, de modo que Atlas la estaba acompañando para hacérselo más sencillo mediante su dominio del
Habla.

—Era una noche de luna llena. Mientras mi esposa daba a luz, mis hijos mayores realizaron la primera gran atrocidad de la Atlántida, el pecado original que a la larga justificaría su destrucción.

»Por simple diversión, Isashara y Minos obligaron a los sirvientes de nuestro palacio a pelear entre sí. Espolearon en ellos un odio tan primario y visceral que se mataron entre sí con palos, piedras y cuchillos, y cuando estaban malheridos siguieron clavándose las uñas y los dientes.

»A sus hermanos pequeños el espectáculo les resultó divertido. Entraron en liza y manejaron a otros sirvientes a modo de peones de ajedrez. La lucha se convirtió en una batalla campal en la que participaron casi cien hombres.

«Cuando apenas quedaban ya supervivientes, Isashara y Minos se dieron cuenta de que la cúpula se había vuelto verde y se había abierto.

»De modo que entraron en ella y se fundieron con la mente de la Gran Madre como lo habíamos hecho mi esposa y yo. Isashara como médium, Minos sujetando la tenue soga que unía a su hermana con la realidad exterior para evitar que fuera absorbida por la vasta mente.

«Mientras la partera me ayudaba a lavar a los mellizos y cortarles el cordón umbilical, La tierra tembló, y aunque no estaba en la cúpula sentí la presencia de la Gran Madre. Unos segundos tan sólo, pero capté de nuevo aquel diseño tan hermoso y rico. Sólo que en el vastísimo tapiz multidimensional se habían mezclado unos hilos sucios, una nota de corrupción.

«Habían sido ellos. En vez de limitarse a contemplar y admirar, se atrevieron a intervenir, a manipular. Y eso provocó el terremoto. Pero el que sufrimos en la Atlántida fue apenas un estremecimiento.

»En Creta, la "travesura" de mis hijos provocó tal seísmo que destruyó todas las ciudades y aldeas de la isla. Los hermosos palacios de Cnosos y Festos quedaron reducidos a escombros. ¿Cuántas personas pudieron morir? Nadie llevaba la cuenta entonces. Tal vez treinta mil, tal vez cien mil. Quizá más.

—Ya había captado la crueldad de mis hijos. En los niños, la maldad puede ser pura como el diamante. Cuando jugaron con las vidas de aquellos hombres junto a la cúpula dorada, sólo buscaban divertirse, como críos que descubren un hormiguero y se dedican a exterminar a las hormigas. Ellos se habían dado cuenta de que eran superiores a los mortales, pero la conciencia de esa superioridad, en lugar de infundirles sentido de la responsabilidad y amor a los más débiles, los llenó de soberbia y desprecio.

»Y todos eran así. Pensé que tal vez los recién nacidos… Pero tenían diez hermanos cuyo lado más oscuro se había revelado a la luz. No cabía duda de que el defecto estaba en nosotros, sus progenitores, así que no confiaba en que la sexta pareja de mellizos fuera mejor.

«Tenía que evitar que causaran más daño. Pero cuando le expliqué el plan a mi esposa, ella no quiso saber nada. Eran sus hijos, los había llevado en su vientre y los había parido con mucho sufrimiento. Eso es algo que los varones no podemos entender.

»Pero que no lo pudiera entender no significaba que me resignara.

Randall hizo una pausa. Por su gesto, Joey se dio cuenta de que los recuerdos eran cada vez más dolorosos.

—A la noche siguiente, drogué a mi esposa. Cuando dormía, entré en contacto con ella, buceé en su mente, en los lugares más recónditos. Y a la vez que lo hacía utilicé el
Habla.

»Me llaman el Primer Nacido. Tengo habilidades que no sé cómo adquirí. Tal vez quienes me crearon ya me diseñaron así.

»Entré en los recuerdos de mi mujer. Para mí, lo que veía era una estructura, un tapiz mucho más simple que el de la mente de la Gran Madre. No obstante, seguía siendo complejo. Me dediqué a deshacer nudos, a cambiarlos de lugar, a mover una hebra aquí y otra allá.

»Ahora sé que lo que hice fue modificar sus conexiones neuronales. Pero era la primera vez que lo hacía, y me temo que no fui demasiado sutil. Queriendo obrar bien, como suele ocurrir cuando se utiliza un gran poder, hice un mal. Provoqué un gran daño en su mente, y la convertí en una persona infantil, clavada a un presente perpetuo.

»Al despertar, no me reconocía. Pero cuando intenté arrebatarle a los pequeños, los abrazó y se enfrentó a mí como una leona. Ella era muy fuerte, de modo que preferí apartarme. Ya tendría tiempo de vigilar a esos niños en el futuro.

Randall volvió a suspirar y murmuró para sí:

—Siento lo que te hice, Kiru.

Madrid, Moratalaz / La Atlántida

Cuando la negrura se desvaneció, Gabriel encontró a Kiru recostada en un lecho, dentro de una estancia perfumada e iluminada con lámparas de aceite.

Dos sirvientas se acercaron a la cama, cada una con un bebé en brazos. Eran un niño y una niña. No podían tener más que unos pocos días.

Kiru cogió a uno en cada brazo, como si estuviera más que acostumbrada a sujetar no sólo a un recién nacido, sino a dos a la vez.

—Él se llamará Zinduk —dijo Kiru.

—¿Y cómo se llamará ella?

Kiru levantó la mirada. Había un hombre mirándola. Gabriel pensó que lo conocía de algo.

Y así era. Lo había visto en la mente de Sybil. En la visión de ésta se hallaba encadenado, tenía los párpados arrancados, el rostro convertido en una máscara de dolor y el abdomen abierto en una raja espantosa. Pero, sin duda, era el mismo hombre. O el mismo inmortal.

Atlas, el Primer Nacido.

—Su nombre será Adazu —respondió ella.

Kiru contempló a la niña. Parecía una muñeca perfecta, que miraba a su madre con una extraña inteligencia en sus ojos oscuros. El niño era prácticamente igual.

«Mis mellizos», pensó Kiru. A Gabriel le sorprendió que lo pensara en primera persona.

«Este recuerdo es más antiguo que todos los demás», pensó.

—Escucha, Kiru —dijo Atlas—. Tengo que decirte algo…

—¿Sí?

—Tengo que decirte algo…

—¿Sí?

—Tengo que dec…

El recuerdo se repitió un instante, luego se paró y dio un salto adelante, como una grabación estropeada. Gabriel pensó que allí había algo más que un bloqueo, que la memoria de Kiru había sufrido un auténtico deterioro físico.

—¡… a mis hijos!

—Han cometido un crimen terrible. Tú sabes que no tienen remedio.

—¡No les harás eso!

Algo fallaba en el recuerdo, pues Gabriel no sabía qué era «eso» que Atlas deseaba hacerles y Kiru quería evitar.

—Está bien —se rindió él—. Tienes razón. No me los llevaré de aquí. Pero los castigaré. Sobre todo a los mayores. Isashara y Minos han tenido la culpa de todo.

Gabriel se quedó de piedra. De modo que Kiru era la madre de la pareja gobernante.

O, por decirlo de otro modo, Kiru era la madre de Sybil Kosmos. Eso explicaba el gesto de sorpresa de SyKa al verla con la boca cosida y a punto de ser sacrificada. Y también por qué en el siglo xxi seguía teniendo tanto interés en encontrar a Kiru.

Atlas se apartó un poco y le hizo un gesto a una tercera criada, que le acercó a Kiru una copa llena de vino.

—Toma esto, señora. Es bueno.

—Será mejor que sueltes a los niños —dijo Atlas.

—Es bueno.

—Será mejor que sueltes a los ni…

—¡No pienso soltarlos!

La criada le acercó la copa a la boca. Era vino caliente, especiado con canela. Algo que a Gabriel le habría revuelto el estómago, pero que en aquel tiempo debían considerar una exquisitez.

«La van a drogar», comprendió. ¿Cómo no se daba cuenta Kiru, si ya era la segunda vez que se lo hacían?

No. En realidad, era la primera vez. Esta vivencia era más antigua. Kiru no debía sospechar nada.

La sensación de pesadez que se apoderó de Kiru ya le resultaba familiar a Gabriel. Al cabo de un rato, cuando ya se le cerraban los párpados, Atlas intentó abrirle las manos. Pero incluso dormida, Kiru se negaba a soltar a los pequeños.

Atlas renunció. A cambio le puso la mano en la frente, de un modo muy parecido a lo que había hecho Gabriel en el sofá de Valbuena

—Es por tu bien —dijo Atlas—. Hay cosas que agradecerás no recordar…

En vuelo sobre el Atlántico

Randall prosiguió su relato.

—No terminé ahí. También drogué a mis hijos, a los otros diez. Después entré en sus recuerdos y borré la memoria de la atrocidad que habían cometido. Con ellos quizá fui más sutil, o tenía menos que borrar. No creo que sus mentes fueran mucho peores después de aquello.

»Pero no bastaba. La ponzoña anidaba en la misma raíz de sus almas. Siempre serían peligrosos para los demás humanos, para quienes deberían haber sido sus hermanos pequeños.

»De modo que, sedados como estaban, los embarqué y me los llevé de la Atlántida.

»En los mitos antiguos hay historias de padres o abuelos que tratan de desembarazarse de sus descendientes para evitar algún peligro, pero que por miedo a mancharse las manos de sangre no los asesinan de forma violenta, sino que los abandonan en algún lugar remoto. Así hizo Layo con su hijo Edipo, así obró Acrisio con su nieto Perseo. Ninguno de ellos consiguió escapar de su destino; algo que habrían conseguido se hubieran atrevido a matarlos ellos mismos.

»Eso mismo me ocurrió a mí. Me equivoqué. Por no derramar la sangre de mis diez hijos, provoqué a la larga muchísimas más muertes. A veces hay que tomar decisiones difíciles.

—Pero ¿se puede matar a los inmortales? —preguntó Joey. Ya tenía fantasías en las que le trasplantaban el ADN de Randall como si fuera una córnea o un riñon. No le hacía ninguna gracia pensar que ni siquiera eso le garantizaba la vida eterna.

—Quizá no hice bien al denominarme
Homo inmortalis.
Tal vez
Homo durabilis,
«hombre duradero», sería más apropiado. Puedo resistir mucho más que un humano mortal, Joey. Pero no puedo sobrevivir a todo. Si separas mi cabeza de mi tronco y no vuelves a unirlos enseguida, te aseguro que estaré bien muerto.

«Así que cuando me done su ADN, tendré que conseguirme una armadura indestructible», pensó Joey. Todavía no era inmortal, y ya empezaba a encontrarle pegas a su futura condición.

Randall llevó a sus hijos a una isla perdida en el centro del Egeo. La conciencia le impedía abandonarlos sin más, así que se cercioró de que todos terminaran de madurar sexualmente. Después, en la fecha convenida, un barco vino a buscarlo de noche y se lo llevó. Como soberano de los mares, Atlas ordenó que ninguna otra nave se acercara a esa isla. Entre los marineros corrieron relatos escalofriantes sobre los monstruos que habitaban en ella.

—Cuando volví a casa, la situación había cambiado. No encontré a mi esposa. Pocos días después de mi marcha había desaparecido, abandonando a los recién nacidos.

»Me dijeron que su conducta se había vuelto excéntrica y que constantemente olvidaba las cosas, y que a ratos ni siquiera reconocía a los bebés. En alguno de esos olvidos debió embarcar en alguna nave, y no se supo más de ella. Según me dijeron, los niños habían muerto de inanición, pues ninguna nodriza se había atrevido a amamantar a los hijos de los inmortales.

»En mi ausencia, privados también de Kiru, mis súbditos cayeron en la infamia de realizar sacrificios humanos para pedir el regreso de los dioses.

»Con eso consiguieron abrir la cúpula, lo que demostró que la única forma de hacerlo era ofreciendo vidas humanas. Pero una vez dentro de la cúpula no conseguían nada. La gente normal no percibía más que un tenue cosquilleo eléctrico, y las escasas personas con potencial telepático enloquecían allí dentro, pues no estaban preparadas para el contacto con la Grán Madre.

«Cuando volví, prohibí de raíz esos sacrificios. La cúpula permanecería cerrada para siempre. Aunque echaba de menos contemplar la mente de la Gran Madre, comprendía que los peligros eran demasiado grandes.

»Reiné solitario durante mucho tiempo. Algunos dirían luego que ésa fue la segunda edad de oro de la Atlántida. Sobre todo, comparada con los horrores que vinieron luego.

»Porque cuando uno no acaba de raíz con sus pesadillas, éstas acaban regresando. »Y mis hijos regresaron. Randall meneó la cabeza.

—No es mi recuerdo favorito, sin duda. Durante tantos años que perdí la cuenta, estuve encadenado bajo la cima del volcán, sufriendo el frío y el calor, el viento y las emanaciones sulfurosas del cráter. Me daban de comer y beber lo justo para que sobreviviera, pues querían eternizar mi martirio. Después les pareció poco, y mi hija Isashara añadió un nuevo refinamiento a la tortura.

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