Atlántida (54 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Excepto yo, por alguna razón. Yo sí puedo leer la memoria genética,
dijo la voz de Randall.
Tengo el don y la maldición de guardar recuerdos no sólo en mi cabeza, sino en todas las células de mi cuerpo.

—¿Por qué?

Ignoro la razón por la que fui diseñado así.

—¿Diseñado?

La voz de Randall evitó la última pregunta y prosiguió:

Para no enloquecer, tuve que aprender a guardar los recuerdos donde ni yo mismo pudiera acceder a ellos, y creé murallas y diques para detener el caudal constante de memoria.

Memoria. Memoria genética. Alborada pensó que la clave eran los recuerdos y que él estaba recibiendo toda aquella información por algo relacionado con la memoria.

—Yo tenía que olvidar algo…

¿Qué es?

—No lo sé. Lo he olvidado.

Entonces todo está bien.

Alborada descubrió que había una sensación de vacío en su mente, un hueco rodeado por una cascara dura que no podía abrir.

Y tampoco quería hacerlo. Sólo sabía que estaba en deuda con Randall. Aunque ignoraba exactamente por qué, la pagaría.

El código Alborada decía: «Un hombre de honor siempre paga sus deudas».

Madrid, Moratalaz

—Sólo hay una solución para superar el bloqueo de memoria que sufre la señorita Kiru. Desde el punto de vista práctico, es como si hubiera vivido muchas vidas y no pudiera recordarlas. Por eso tendremos que recurrir a la regresión.

Gabriel ya sabía que Valbuena creía en la reencarnación, pero no que pretendiera conocer métodos para recordar vidas pasadas.

—Se trata de una técnica antigua —les explicó—. En sánscrito se denomina
prati-prasav,
o «nacimiento inverso». Es como hacer fluir hacia atrás el río del tiempo.

—Eso es imposible. El tiempo sólo fluye hacia delante —objetó Gabriel.

—La mayoría de las ecuaciones físicas son simétricas con respecto al tiempo-contestó Valbuena. Al Universo y sus leyes les resulta indiferente en qué dirección corra el tiempo. Si nosotros lo percibimos moviéndose en un solo sentido es debido al segundo principio de la termodinámica. Dicho de otro modo, captamos que el tiempo avanza cuando la entropía o grado de desorden de un sistema aumenta. Pero eso no nos impide remontarnos mentalmente al pasado, cuando la entropía era menor.

A Gabriel le pareció que Valbuena lo estaba aturullando con cierta dosis de palabrería. Pero el profesor le exigió silencio. Debían actuar.

Valbuena no tenía diván, de modo que usaron el sofá del salón. Era el típico de color café, forrado de escay. Estaba impecablemente limpio, como todo en aquel piso, pero la imitación de piel se había cuarteado. Gabriel se sintió transportado a su niñez, a la casa de sus abuelos paternos, y pensó que tal vez la regresión en el tiempo no era imposible.

Apagaron todas las luces salvo la del cuarto de baño. Para acelerar, utilizaron el Morpheus en lugar de recurrir a la sofronización. Gracias al aparato, Kiru se estabilizó en una fase de transición entre la vigilia y el sueño.

—Ahora, necesitamos que haga de médium, Gabriel.

Gabriel se volvió hacia su antiguo profesor. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre de pila.

—Sé que tiene usted migraña, pero debe hacerlo —insistió Valbuena.

Aunque cualquier roce físico le habría servido para contactar con la mente de Kiru, Gabriel no pudo evitar ponerle el dedo índice bajo el ojo y los otros tres entre el arco supraciliar y la sien, como el señor Spock llevando a cabo la fusión mental.

Fue como hundirse en unas aguas oscuras, como si él mismo bebiera del Leteo, el río del olvido…

Gabriel volvía a habitar el cuerpo de Kiru.

Pero ahora no estaban reviviendo una escena en movimiento sino clavados en una fotografía.

Sybil-Isashara estaba sentada en su sitial, mirando fijamente a Kiru, con una palabra congelada en la boca.

Kiru la miraba a ella, sin reconocerla. Era Gabriel quien sabía que se trataba de Sybil Kosmos.

Kiru. .. Kiru. ..

Las palabras resonaron sobre la pirámide como si un dios les hablara desde el cielo. Gabriel reconoció la voz de Valbuena. De alguna manera se había introducido en su visión.

Kiru miró a los lados, buscando el origen de la voz. El resto de la imagen seguía congelada, pero ella se movía.

Kiru. Respóndeme.

Cuando ella intentó hablar no pudo. Seguía teniendo la boca zurcida por gruesos cordeles de cáñamo.

Kiru. ¿En qué momento te cosieron la boca? Recuerda…

Recuerda. ..

Recuerda…

—¡ K'mmmmm!

Kiru intentaba hablar.

Kiru. Recuerda cuándo te cosieron. Cuándo te callaron.

Pero si ella estaba drogada cuando se lo hicieron,
pensó Gabriel.

Silencio, señor Espada. Los hilos que cierran su boca nos servirán de símbolo para abrir las cadenas que bloquean su mente. Paciencia.

Kiru. Recuerda cuándo te cosieron. Cuándo te callaron.

Kiru sacudía la cabeza a los lados, desesperada por hablar y responder a aquella voz que hacía retemblar las laderas del volcán. Subió los últimos peldaños, se acercó a Isashara, inmóvil como una estatua, y la empujó.

La estatua se hizo añicos contra el suelo. Todo se volvió borroso. Kiru cayó de rodillas sobre la terraza de la pirámide, se clavó los dedos en los labios y tiro con una fuerza sobrehumana de los hilos. El dolor fue tan intenso que Gabriel chilló dentro de ella. Y todo se volvió negro.

En vuelo sobre el Atlántico

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Joey.

Llevaba un rato despierto, viendo a los dos adultos sumidos en un extraño trance. La azafata le miró, sonrió y se llevó un dedo a la cabeza, como diciendo: «Están un poco locos». Después volvió a la cabina, donde llevaba casi todo el viaje.

Randall tenía cogidas las manos de Alborada, y ambos se miraban a los ojos, sin apenas pestañear. Era una de esas extrañas curaciones de su amigo, como cuando había liberado a William Ramírez de su adicción al crack.

¿De qué tenía que curar a Alborada? ¿Se trataba de que recordara algo o de que lo olvidara?

Ambos separaron las manos y parpadearon por fin.

Joey era demasiado joven para sentir auténtica empatía por adultos como Alborada. Sin embargo, se dio cuenta de que el español salía del trance como si le acabaran de quitar de la espalda una mochila cargada de piedras. Los hombros se le veían más rectos, movía el cuello a los lados con soltura y ya no apretaba la mandíbula como si estuviera todo el rato rechinando los dientes.

—Joey…

Joey apartó los ojos de Alborada y miró a Randall. Su amigo estaba palmeando el asiento que tenía al lado.

—Siéntate aquí. Hay una historia que quiero contaros antes de que lleguemos.

—¡Por fin recuerdas!

—Sí, por fin recuerdo. Pero te lo advierto, Joey. Voy a contar esa historia como se contaban antes las cosas, cuando no había prisas y los relatos se narraban al calor de una hoguera y…

—¿Es que es una historia muy larga?

—… y los jóvenes no interrumpían a sus mayores.

Joey bajó la mirada y ocupó su asiento.

—Vale. Ya capto la indirecta.

—Así está bien. Tened paciencia, pues, porque voy a narraros mi historia, que es también la historia de la Atlántida.

—No recuerdo cuándo nací. Por dos razones. En primer lugar, fue hace mucho tiempo. En aquella época, la gente no llevaba la cuenta de su edad, ya que no tenía demasiada utilidad. Los años no llevaban número. No había necesidad de fechar los acontecimientos.

»Pero calculo que desperté a la existencia en algún momento entre los años que llamarías 2200 y 1900 antes de Cristo.

—¡O sea, que tienes más de cuatro mil años!

Alborada se llevó un dedo a los labios para pedir silencio, y Joey pidió perdón con las manos.

—No soy como vosotros, Joey. Debes aceptar desde ahora que pertenezco a una especie emparentada con la vuestra, pero distinta. Llámame
Homo immortalis,
si quieres. No añadiré más explicaciones sobre eso, porque nos eternizaríamos.

»He dicho "desperté", y ése es el segundo motivo de que ignore cuándo nací. En el momento en que abrí los ojos, no recordaba nada anterior. Pero no era un niño: mi cuerpo era, básicamente, el mismo que veis ante vosotros.

»Estaba desnudo, en un lugar cerrado y cálido, bajo una luz entre dorada y rojiza. Era una estancia circular, una especie de gran iglú de metal. Con el tiempo, ese lugar fue conocido como la cúpula de oricalco. Sus paredes y su suelo emitían un brillo que no deslumbraba, y su superficie mostraba diseños cambiantes, redes y filigranas muy finas que no dejaban de moverse.

»Ami lado, tumbada en el suelo, había una mujer, desnuda como yo.

»Era hermosa, y la deseé. Por un lado era como un recién nacido, pues no tenía recuerdos de mi vida anterior ni de cómo había llegado al interior de la cúpula. Pero sabía hablar, sabía pensar, sabía qué era una mujer y cómo debía comportarme ante ella, sabía que estaba desnudo cuando lo normal habría sido encontrarme vestido.

—O sea, que te habían borrado la memoria… Perdona, Randall.

Randall miró a Joey con fingida severidad y prosiguió.

—Es posible que yo mismo la hubiera borrado. Pero ahora no me interesa contaros lo que ocurrió
antes
de la cúpula, sino
después.

«Desperté a la mujer, y ella me miró.

»Pero al tocarla ocurrió algo muy raro.

»De pronto me encontré hablando con ella, pero
por dentro.
Estaba en su mente, y ella estaba en la mía. No intentaré explicaros la sensación.

Joey observó que Alborada asentía, como si supiera de qué hablaba Randall. ¿Se habrían fundido mentalmente como dos vulcanianos?

—Lo más extraño fue que, gracias a ella, pude atisbar otra mente. Pero ésta era muy superior a la nuestra, muy diferente. Era una entidad colectiva, una especie de red inmensa, con tantos nudos como estrellas en el Universo, tal vez más.

—La Gran Madre —murmuró Alborada. —Así es. La Gran Madre.

A Joey le daba rabia que Alborada tuviera secretos en común con Randall que él ignoraba, pero no dijo nada.

—Yo no llegué a fundirme con la mente de la Gran Madre. La percibía a través de mi compañera, que me hacía de puente, de médium. Pero gracias a ella podía captar sus pensamientos.

»Eran pensamientos muy distintos a los que los humanos pueden concebir, incluso superiores a los que los
Homo immortalis
alcanzamos. Había belleza en ellos, una mezcla de poesía y pintura en múltiples dimensiones que me llenaba de gozo, aunque no entendía por qué. Eran pensamientos
grandes,
ideas que hablaban de mundos que no existen ni existirán. La Gran Madre se contemplaba a sí misma, se hacía crecer, se dividía y se comunicaba entre sus partes, volvía a fundirse…

»Me hubiera quedado allí para siempre. La sensación era como sentarse a contemplar las olas o las llamas de una hoguera, sólo que multiplicada de forma infinita: la paz de contemplar hermosos diseños que cambian sin cesar y que despiertan en el alma armonías que ni ella misma sabe que existen.

Randall suspiró, como si añorara aquel momento.

—Pero me di cuenta de que la conexión se estaba debilitando. Lo que ocurría era que ella, mi compañera, se estaba perdiendo dentro de la Gran Madre. Tuve que tirar de ella para sacarla de allí. Era…

»Sólo puedo recurrir a metáforas. Era como si ella fuese una buscadora de perlas sumergiéndose con una cuerda atada a la cintura, y yo estuviese en un bote sujetando el otro extremo de la cuerda. Las perlas eran tan bellas que ella no podía dejar de sacar una y otra y otra, así que si yo no hubiese tirado de la cuerda a tiempo, ella se habría ahogado.

—Creo que lo entiendo —dijo Alborada.

«¿Por qué a él no le regaña cuando le interrumpe?», se preguntó Joey.

—Volví a encontrarme dentro de la cúpula. Ella me miraba. Aunque no recordábamos conocernos, ahora nos unía una intimidad mayor de la que puede brindar una vida humana entera. Y pasó lo que tenía que pasar, y de lo que no pienso dar detalles porque hay menores delante —dijo Randall.

«Después de eso salimos de la cúpula, que se había abierto. Y descubrimos que estábamos en la ladera de un volcán, cerca de la cima. A nuestros pies se abría una bahía circular que rodeaba el volcán, y había otra isla que rodeaba la bahía.

»En esa segunda isla, la exterior, vivía gente desde hacía mucho tiempo. Nunca habían puesto el pie en el volcán, pues lo consideraban tabú, un lugar prohibido y sagrado.

»Pero cuando supieron de nuestra presencia, cruzaron las aguas de la bahía y se establecieron en la montaña de fuego. Fueron ellos quienes la bautizaron basándose en mi nombre. Pues ese nombre era una de las pocas cosas que recordaba al despertar en la cúpula.

Al hacer una pausa tan dramática, Joey pensó que era casi obligatorio preguntarle.

—¿Y cuál era tu nombre?

—Atlas. Por eso llamaron a la isla «Atlántida».

Randall prosiguió su historia. Aunque ignoraba de dónde procedían sus recuerdos, lo cierto era que poseía muchos conocimientos prácticos que transmitió a los isleños. En pocas generaciones, la Atlántida prosperó y extendió su influencia, y su cultura se mezcló con la de gran isla que había al sur, que entonces se llamaba Widina y luego se convirtió en Creta.

Pero el centro espiritual de aquella civilización se hallaba en la Atlántida, junto al volcán y la cúpula de oricalco, que Atlas sentía como el origen de su fuerza.

Sin embargo, ni Atlas ni su esposa volvieron a entrar en la cúpula para comulgar con la mente de la Gran Madre. Aquel artefacto permanecía cerrado. Ningún ritual conseguía abrirlo. Atlas captaba de vez en cuando destellos de la mente de la Gran Madre, pero siempre eran ecos lejanos, reflejos del esplendor que había captado en toda su plenitud. Lo cual provocaba en él una gran nostalgia.

Como era de esperar, la pareja de
Homo immortalis
tuvo hijos. Los embarazos duraban veinte meses. Siempre nacían parejas de mellizos, niño y niña.

—Eso me hizo sospechar que mi esposa y yo éramos también hermanos.

—¿De dónde habíais salido? —preguntó Joey.

—Lo ignoro. En aquel entonces, pensé que éramos hijos de unos dioses que habían bajado a la tierra. Hoy no hablaría de divinidades, sino tal vez de seres inteligentes que, más que engendrarnos, nos diseñaron con algún propósito que nunca llegué a conocer. Tal vez si vuelvo a entrar a la cúpula… Pero ésa es otra historia.

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