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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (49 page)

Sybil estaba a menos de un metro. Extendió el brazo, pellizcó entre el índice y el pulgar la hoja del cuchillo que empuñaba Gabriel y tiró de él hasta apoyar la punta en su escote.

—Clávamelo, Gabriel. Venga la muerte de tu amiga. Lo estás deseando.

Si Kiru poseía un talento natural para manipular emociones primarias, Sybil parecía ser una auténtica virtuosa en el uso de aquel don. De repente, Gabriel experimentó un odio visceral por SyKa, a la que imaginó quemada, violada y empalada. Más al mismo tiempo la amó como si fuera la última mujer del universo y deseó poner a sus pies una guirnalda de estrellas. Y no encontró contradicción entre ambas pasiones.

—¿No eres capaz de clavármelo?

—No —reconoció él.

—Pues entonces pon el cuchillo en tu propio pecho —le ordenó Sybil con voz gutural.

Gabriel no pudo sino obedecer. En su interior aún quedaba una parte racional, tal vez la capa más evolucionada de su cerebro humano, que era consciente de lo que estaba pasando. Sin embargo, lo único que pudo hacer fue contemplarse a sí mismo como espectador pasivo de lo que hacía su cuerpo, dirigido por sus cerebros reptiliano y mamífero.

Siguiendo las instrucciones de Sybil, Gabriel se rajó la camiseta con un corte en forma de L, y tiró de la ventanilla recién abierta para descubrirse el pecho. Después se clavó la punta del cuchillo junto a la tetilla izquierda y trazó una línea hasta la derecha. Sybil se inclinó sobre él y sacó la lengua. La tenía fina y con la punta triangular, y a Gabriel le hizo pensar en una serpiente. Con suavidad, casi con ternura, recorrió el sendero rojo que había abierto la punta del cuchillo.

Gabriel sintió un fogonazo en el cráneo, y oyó los pensamientos de Sybil dentro de su cabeza.

{¿Sabes que el mito de los vampiros [los aztecas y los mayas empezaron a hacer sacrificios humanos incitados por nuestro ejemplo] proviene de nosotros?}

Sybil se apartó de él y se relamió la sangre. Sonreía con sinceridad, como si se lo estuviera pasando en grande.

—¿Por qué me has contado eso?

—Así que me has oído. Tu amiga me contó que podías oír los pensamientos de Kiru al tocarla. Tal vez llevas en tus venas algo de nuestra sangre.

Sybil jugueteó con la lengua dentro de su boca, como si fuera una gourmet saboreando un plato nuevo.

—Sí, es posible. Esto abre nuevas posibilidades.

—¿Cuáles?

—Gracias a ti, podría prescindir de alguien. Alguien a quien conozco desde hace mucho tiempo y de quien estoy inmortalmente aburrida.

«A lo mejor salgo vivo de ésta», pensó Gabriel, aferrándose a la posibilidad que sugería Sybil.

—No me has contestado.

Sybil se encogió de hombros.

—No suelo hablar de mis pasados. Pero de vez en cuando me gusta rememorar los viejos tiempos. Como comprenderás, no hay peligro alguno en que sepas cosas sobre mí.

—Porque me vas a matar, ¿verdad?

—No te equivoques conmigo, Gabriel Espada. Soy más sutil que eso.

—Así que quieres decir que me mataré yo mismo.

—Todavía no lo he decidido. Es cierto que, si yo fuera tú, considerando la absoluta miseria que es mi vida, tal vez me clavaría ese puñal en la carótida.

—Gracias por retransmitirme por adelantado mi propia muerte. Pero a los condenados se les concede un último deseo.

—Sé en lo que estás pensando. Eres muy sucio, Gabriel Espada —dijo Sybil, pasándose las manos por las caderas.

—Te equivocas —respondió Gabriel—. Estaba pensando más bien en información.

—La curiosidad es un vicio aún peor que la lujuria. Yahvé echó a Adán y Eva del Edén por comer del árbol del Conocimiento, no por fornicar. Pero voy a ser generosa Contigo. ¿Qué deseas ¿preguntarme?

Gabriel tragó saliva. Era cierto que quería saber; pero, sobre todo, intentaba ganar tiempo.

—¿Cuándo naciste?

—Es una grosería preguntarle la edad a una mujer.

—A una mujer sí, pero a una diosa no.

—Nací en una época en que nadie se molestaba en llevar la cuenta de los años. Los años no tenían número entonces. Si acaso, llevaban nombre.

—Pero seguro que puedes saber cuándo naciste cotejando tus recuerdos con los libros de historia…

—Lo que vosotros llamáis «historia» no es más que una creación de vuestra imaginación y vuestros prejuicios. Cuando leo vuestros libros, apenas reconozco lo que he vivido en mis cientos de vidas.

—Podríamos aprender tanto de vosotros…

—Si tuviéramos el menor interés en enseñaros, sí. Pero ¿te molestarías tú en enseñarle matemáticas a tu perro?

Gabriel miró a la izquierda.
Frodo
estaba sentado en el suelo, mirándolos con ojos inocentes y la cabeza ligeramente ladeada.

Y fue entonces cuando Sybil le puso las manos en las sienes.

El pasado…

Las visiones de Sybil se asemejaban en realismo a las de Kiru, pero SyKa se movía por ellas planeando velozmente en largos saltos y en elipsis manejadas a voluntad. Las propias imágenes mostraban una cualidad diferente, como si las hubieran rodado con una lente más oscura que recortaba con dureza los perfiles de los objetos. Sin duda, Kiru y Sybil veían la realidad con ojos distintos.

Sybil-Isashara había nacido en algún momento entre lo que los humanos denominaban el Neolítico y la Edad de Bronce. Durante un tiempo tan breve que apenas lo recordaba, había conocido un lugar donde el sol no se ponía sobre el mar, sino sobre una montaña. Pero después ella, su padre y sus nueve hermanos habían aparecido como por arte de magia en una isla anónima en el centro del Egeo que muchos siglos después recibiría el nombre de Agios Efstratios.

Cuando mucho tiempo después Isashara y su mellizo Minos comentaron aquel asunto concluyeron que su padre, el Primer Nacido, Atlas el Execrable, los había drogado o hipnotizado para embarcarlos y desterrarlos en aquella diminuta isla. Como fuere, había conseguido borrarles la memoria. Una vez llegados a la isla ni siquiera se acordaban de que existían construcciones de madera que podían surcar las aguas. Para ellos, el mar era el límite de su pequeño universo.

Ya en la isla, los Segundos Nacidos, los hijos de Atlas o Atlantes, se aparearon y engendraron nuevos descendientes. De ellos y de sus luchas nacieron muchos mitos. Entre los griegos, el relato del enfrentamiento entre los Titanes y sus sucesores, los dioses olímpicos. Entre los nórdicos, las sagas de las luchas entre los Vanir y los recién llegados Æsir. Entre los hebreos, la historia de los nefilim inmortales, los hijos de Dios que con el tiempo se unirían con las hijas de los hombres.

Pero todo eso eran avances que destellaban como relámpagos en la visión que Sybil le mostraba a Gabriel. Porque durante aquel tiempo primigenio y eterno, el mundo fue un lugar muy pequeño, y los Atlantes sólo se conocían a sí mismos y a su progenie.

Para ellos, la muerte era algo muy distinto que para el resto de los humanos —si es que a ellos se les podía llamar humanos—. Les resultaba muy difícil o casi imposible perecer por hambre o consunción: sus organismos eran tan resistentes que sobrevivían incluso reducidos a pellejo y huesos, de modo que sólo podían morir de forma violenta.

Con el tiempo, en cuanto los hijos de los hijos de los Segundos Nacidos empezaron a crecer y a exigir más comida, los Atlantes se dieron cuenta de que la diminuta isla sin nombre no podía producir alimentos suficientes para todos ellos.

Por tanto, los padres empezaron a matar a los hijos. Al Igual que el Cronos de la mitología griega, los Atlantes se habían convertido en dioses que de alguna manera devoraban a sus vástagos.

No, comprendió Gabriel al contemplar la siguiente visión. No los devoraban «de alguna manera», sino
literalmente.
Primero les aplastaban la cabeza con piedras y luego los despedazaban y devoraban su carne y sus entrañas crudas, pues no conocían el fuego. Ni los sesos perdonaban, pues entre ellos no existía el kuru, la enfermedad que mataba entre convulsiones a los devoradores de cerebros de Nueva Guinea.

Aquella sociedad apenas poseía cultura material. Sus cuerpos eran tan resistentes que no sentían la necesidad de vestirse, y como único atuendo llevaban collares confeccionados con pequeñas conchas que encontraban en la playa. Sólo pescaban los peces que se acercaban a la orilla: Atlas el Primer Nacido les había inculcado que el mar era un lugar peligroso, maldito y aborrecible, y tenían prohibido internarse entre las olas más allá de donde hicieran pie, de modo que nunca desarrollaron el arte de navegar.

No se encontraban muchos animales en la isla, y los pocos que había eran pequeños. Para cazarlos no necesitaban herramientas. Sólo tenían que acercarse y proyectar sobre ellos su poder de manipular impulsos y emociones, al que los Atlantes denominaban el
Habla.
Las presas quedaban paralizadas de terror y ellos sólo tenían que abatirlas con palos o piedras que recogían del suelo para la ocasión. Luego devoraban su carne cruda, como hacían con la de los bebés.

De modo que los Atlantes eran una raza inmortal y a la vez primitiva, más atrasada que los humanos que moraban en el resto del extenso mundo. Si el viajero Ulises los hubiera visitado, habría pensado que eran como los Cíclopes, salvajes que no comían pan ni bebían vino ni respetaban las normas de la hospitalidad.

Desde el principio, Minos e Isashara demostraron ser los que mejor dominaban el
Habla,
y también los más implacables. Por tanto, se convirtieron en los soberanos de aquel pequeño reino. Sólo había alguien a quien no intentaban dominar, aunque lo odiaban desde el fondo de su corazón: su padre Atlas, que vivía apartado de ellos en un pequeño promontorio de la costa y pasaba la mayor parte del tiempo sentado con las piernas cruzadas y entregado a sus meditaciones.

Atlas condescendía pocas veces a platicar con sus hijos. Durante un tiempo, Isashara había supuesto que ella y sus hermanos descendían tan sólo de Atlas, sin participación de nadie más. Pero luego, al comprobar que los siguientes Atlantes nacían del coito entre hembra y varón, le dijo a su padre:

—¿Quién es nuestra madre? ¿Dónde está? Atlas frunció las cejas y dijo:

—Si tuviste madre, olvídate de ella. No me vuelvas a preguntar por ella.

Con el tiempo, Isashara comprendió que Atlas era el único que sabía que más allá del mar había un mundo exterior y que existían otros humanos similares a ellos, aunque más débiles y desprovistos del
Habla.
Por alguna razón, Atlas amaba más a aquellos débiles mortales que a sus propios hijos, y por eso los había encerrado en la isla sin nombre, ya que quería evitar que los Atlantes fueran entre los humanos como lobos entre las ovejas.

Un buen día, Atlas desapareció. La víspera lo habían visto sentado en su solitaria roca, y a la mañana siguiente ya no estaba. Lo buscaron por la isla, infructuosa tarea que cumplieron en pocas horas. Puesto que el mar no se podía surcar, pensaron que debía haber sido arrebatado a los cielos por algún rayo caído en la tormenta que había azotado la isla la noche anterior.

Pasaron los años y los siglos sin que nadie se molestara en llevar la cuenta. Nacieron muchos, muchísimos Atlantes, pero a todos ellos los devoraron sus propios padres. Durante un largo tiempo el número de habitantes de la isla osciló entre cien y ciento veinte, mas incluso siendo tan pocos llegó un momento en que empezaron a sufrir apuros, pues la isla estaba cada vez más deforestada y apenas había animales en ella.

Ya no era suficiente con devorar a los recién nacidos. Los Atlantes empezaron a asesinarse entre ellos. No resultaba fácil. Si las heridas que sufrían no eran extraordinariamente graves, sobrevivían a ellas y se regeneraban en poco tiempo. Tenían que cortarse la cabeza, arrancarse el corazón o despedazar el cuerpo entero. Por eso se habían acostumbrado a ser crueles, de una crueldad casi infinita, pues en aquel ecosistema tan pobre y reducido sus propios semejantes eran los peores competidores y enemigos.

También la inanición llevada al extremo podía matarlos. Aunque resistían mucho tiempo sin comer ni beber, meses enteros e incluso más de un año, reducidos a pellejos colgados de los huesos, al final su metabolismo se apagaba del todo, «Erais algo menos que dioses», pensó Gabriel.

(no te atrevas [rata \ insecto \ piojo \ humano] a juzgarnos)

Gabriel intentó recular dentro de la mente de Sybil, pero no había un lugar físico donde hacerlo. Ella podía leer sus pensamientos, así que lo mejor que podía hacer era vaciarse de ellos y limitarse a contemplar las visiones que SyKa le ofrecía.

Corría un año cercano al que los historiadores posteriores numerarían como 1600 antes de Cristo. Fue entonces cuando arribó un barco a aquella isla que los navegantes sensatos procuraban evitar, pues había corrido el rumor bien fundado de que estaba habitada por monstruos antropófagos. Era una nave ateniense que viajaba hacia el Mar Negro y que había tenido que tocar tierra por causa de una tormenta.

Isashara y los demás Atlantes no tardaron en darse cuenta de que los recién llegados morían con facilidad y, como además no conocían el
Habla,
resultaba muy sencillo manejarlos.

De aquellos viajeros sólo sobrevivieron tres, los suficientes para manejar el barco. Los puestos de los demás los ocuparon cinco parejas de Atlantes, los Segundos Nacidos. Zarparon de noche y dejaron a los demás, sus descendientes, abandonados a su destino.

{cuando volví a pisar aquella isla no quedaban ni sus huesos}

Gracias a los marineros, oyeron hablar de otra isla situada muy al sur, de la que en ocasiones brotaba humo y fuego. Allí, sentado bajo una cúpula de bronce, gobernaba un rey muy sabio e inmortal.

El nombre dé la isla se debía a aquel soberano: la Atlántida, el reino de Atlas, el padre cruel que los había abandonado a su suerte. De modo que decidieron poner proa hacia aquel lugar.

La siguiente imagen resultó más familiar para Gabriel. Se hallaba de nuevo en la Atlántida. La fecha debía de ser varias décadas anterior a la llegada de Kiru, pero la isla, el volcán y la ciudad se veían prácticamente iguales.

Los Atlantes habían conquistado el poder, ayudados por los humanos. En aquel momento estaban terminando de construir la pirámide que coronaba la ciudadela sagrada. Cientos de trabajadores subían la cúpula dorada por una rampa, para coronar con ella el nuevo edificio.

«¿Qué es la cúpula?», preguntó Gabriel. Al contrario de lo que le había ocurrido hasta entonces con Kiru, Sybil sí podía escuchar sus pensamientos y respondió.

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