Atlántida (63 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Pero tenían su pequeño comité de recepción. Una chica rubia muy guapa —«¿Los griegos pueden ser rubios?», se preguntó Joey— sujetaba un cartel blanco en el que se leía ΔTΔΔΣ. Bueno, pensó Joey, lo de leer era un decir.

—Atlas —dijo Randall—. Ése debo ser yo.

—Cuidado —avisó Alborada, poniendo la mano en el hombro de Randall—. Esto puede ser una trampa.

—Claro que es una trampa. Pero hemos venido voluntariamente a ella. Tranquilos, no pasará nada.

La joven los llevó hasta un Audi negro que ella misma conducía. Los tres montaron detrás y no tardaron en dar tumbos por los baches del camino, pese a la amortiguación del coche. Los vehículos con los que se cruzaban pasaban rozándoles. Allí no había líneas intermedias, ni continuas ni discontinuas, y cada uno parecía conducir como le daba la gana.

Al ver el gesto de Joey en el retrovisor, la chica sonrió.

—Pocos coches hoy. Todos van fuera de la isla. Otros días peor.

—Estamos locos —susurró Alborada—. Nos estamos metiendo en la boca del lobo.

—¿Tiene miedo? —le preguntó Randall.

—No, pero sé que no lo tengo porque usted no me deja tenerlo. Y eso no me convence.

Llegaron a la pequeña capital de la isla, Fira. Tras aparcar, su guía los llevó hasta un teleférico. Desde allí, Joey tuvo la primera visión de la bahía central.

—Toda la bahía es una caldera volcánica —le dijo Randall.

No sería tan grande como la de Long Valley. Pero, a diferencia de ésta, la de Santorini se apreciaba con mucha más claridad, una nítida elipse de aguas oscuras.

Y el caso es que parecía
muy
grande. No era lo mismo verla en el mapa, en una foto o incluso desde el aire. Contemplándola desde las alturas del acantilado, a Joey le impresionó pensar que todo eso era, en realidad, un volcán cuya chimenea humeaba desde la isla central.

Muy cerca de la columna de vapor se veían construcciones, una especie de chalés adosados de colores muy vistosos.

—Ése es el palacio de señor Kosmos, Nea Thera —dijo la joven—. Allí donde vamos.

Joey se fijó mejor: en realidad no eran casas adosadas, sino un solo edificio muy extenso. Era el diseño escalonado de la terraza lo que le había engañado.

—¿Cómo lo han permitido edificar ahí? —preguntó Alborada—. Tenía entendido que era una especie de parque geológico, un lugar protegido.

—Señor Kosmos es gran benefactor de Santorini. Con él Kameni está mejor protegida.

Joey nunca había montado en teleférico. La experiencia le encantó. Mientras descendían, Randall le señaló los diversos colores del acantilado, que parecía una gran tarta hecha de varias capas, y le dijo que cada color correspondía a una erupción distinta.

Una vez abajo, en el Puerto Viejo, poco más que un malecón, subieron a una lancha y cruzaron la bahía. También resultó una novedad para Joey, que se mareó un poco. Llegados a la isla, emprendieron la subida por un camino de arena crujiente que, como le explicó Randall, en realidad era ceniza.

—Así que estamos caminando por el volcán —dijo Alborada. Como no había escuchado la conversación anterior entre Randall y Joey, añadió—: ¿Éstos son los restos de la Atlántida?

Randall sonrió.

—Díselo tú, Joey. A ver si has aprendido bien la lección.

—No es la Atlántida —respondió Joey, muy serio—. Esta isla empezó a formarse hace trescientos años. La montaña de la Atlántida era mucho más alta que este islote, y diez veces más extensa.

Randall asintió y añadió:

—Con el tiempo volverá a formarse otra montaña en el centro de la bahía, que a su vez entrará en erupción y se hundirá de nuevo.

Después exhaló un suspiro.

—Es el ciclo de la vida. El eterno retorno…

Entraron al palacio por la puerta del ala este. Les hicieron pasar a un amplio vestíbulo en el que todo estaba decorado con colores muy vivos: el artesonado del techo, las columnas, las losas de piedra del suelo. En las paredes se veían escenas con toros, alegres paisajes, hombres vestidos con taparrabos y chicas con largas faldas de volantes y chaquetas que dejaban ver sus pechos.

La criada que vino a recibirlos vestía como las mujeres de los frescos; pero, para desencanto de Joey, llevaba la chaqueta cerrada.

—El señor Kosmos les espera en la sala contigua para servirles un refrigerio —dijo, en un inglés más fluido que el de la chófer rubia.

—Tranquilos —susurró Randall.

Joey sintió una nueva oleada de confianza que le inundó de calor el estómago.

Siguieron a la criada y pasaron a la estancia. Era más pequeña que el vestíbulo y de techo más bajo. No tenía ventanas: la luz provenía de unas antorchas sujetas a argollas clavadas en las paredes. Las pinturas también eran más abstractas y oscuras, levemente amenazantes.

Aunque le quedaba poca batería, Joey había usado el móvil para buscar información sobre el señor Kosmos. La única foto que había visto lo mostraba sentado en una silla de ruedas. Aunque la instantánea estaba tomada de lejos, se apreciaba que era muy anciano.

O lo parecía. Pues ése debía ser el disfraz que adoptaba Minos para que no se le reconociera. Joey podía entenderlo. Si él fuera rico e inmortal, usaría maquillaje para fingir que envejecía y, pasado un tiempo, simularía su propia muerte, se nombraría heredero a sí mismo con otro nombre y empezaría una nueva vida. Era un plan que tenía pensado desde mucho antes de saber que existían inmortales de verdad, como Randall y sus hijos.

Pero en esta ocasión Kosmos no se había disfrazado de anciano del siglo xxi, sino de noble de la Edad de Bronce. Llevaba sandalias, una falda azul que le llegaba hasta las rodillas y en la cabeza un casquete de piel con dos cuernos de toro.

Si se lo hubieran descrito así, a Joey le habría parecido ridículo. Pero no lo era. Sentado en un trono de piedra adosado a la pared, musculoso, bronceado y con el cuerpo depilado, Minos parecía el rey de la Atlántida.

«No», se corrigió. El auténtico rey estaba a su lado, y no era otro que Randall.

Joey observó que allí no había refrigerio alguno, ni siquiera una mesa. Los dos sirvientes que flanqueaban el trono de Minos, tan musculosos como él y aún más altos, no parecían precisamente camareros.

A un lado de la estancia había un gran tablón, una puerta arrancada de su vano. Un detalle que a Joey le resultó bastante extraño en un salón del trono. ¿Es que el palacio estaba en obras?

—Bienvenido a mi morada, padre —dijo Minos, en un inglés perfecto—. Espero que esta humilde reconstrucción te haga recordar tiempos mejores.

Randall se encogió de hombros.

—Es inútil reconstruir el pasado. Aquí no veo una morada de verdad, sólo una imitación de cartón piedra construida por alguien que no sabe resignarse al paso del tiempo.

Los dedos de Minos se crisparon sobre los brazos del trono. Al hacerlo, las fibras de sus antebrazos y deltoides se marcaron bajo la piel. No tenía una gota de grasa.

—Te he brindado hospitalidad, padre. Muestra respeto.

Randall miró a los lados.

—No veo comida, ni bebida. ¿Es ésta tu hospitalidad?

—Eres tú quien sigue chapado a la antigua. ¿También quieres que mis sirvientes te laven los pies?

—Dejémonos de rodeos, hijo. Sabes por qué he venido. Algo me dice que la cúpula ha vuelto a salir a la luz después de tanto tiempo.

—Te felicito por tu intuición, padre. En efecto, la cúpula está aquí, en los sótanos de mi palacio. Se encuentra en perfecto estado, como si los siglos no hubieran pasado por ella. En eso, tiene algo en común con nosotros.

—Quiero usar la cúpula. Debo comunicarme con la Gran Madre para saber qué está pasando.

—Para eso tendrías que abrirla, padre. Y ya sabes cuál es el requisito. ¿Es que ya no sigues tus propios principios?

—No eres quién para cuestionarlos. Minos soltó una carcajada.

—¡Vamos! Sabes bien que para abrir la cúpula se necesita sangre. Nuestra Gran Madre está un poco sorda y sólo escucha las llamadas de sus hijos cuando oye gritos de muerte.

—Deberías hablar de ella con más respeto.

—¿Por qué? Es una criatura poderosa, pero también torpe y estúpida. Y muy cruel. Como tú. Tú tampoco quisiste escuchar a tus hijos.

—Ni siquiera debí engendraros. Erais una abominación, una monstruosidad. Vuestra belleza exterior sólo ocultaba la fealdad de vuestras almas.

—A mi hermana no le va a gustar nada oír eso.

—¿También va a venir?

—Sí, está invitada a la fiesta. Ya sabes que la Gran Madre sólo habla directamente a las hembras.

—Perfecto. Así podremos entrar a la cúpula juntos y averiguar qué está pasando.

—¿Para qué? ¿Para detenerlo?

—Si está en mi mano, lo intentaré.

—¡Qué humilde eres, padre!

«No sabes con quién estás hablando», pensó Joey. En su opinión, Randall ya estaba tardando demasiado tiempo en darle una lección al insolente de su hijo.

—Eso no va a ocurrir, padre —prosiguió Minos—. Tengo la intención de entrar en la cúpula, pero para asegurarme de que este Armagedón no se detiene. Ha llegado el día del crepúsculo de los hombres.

—Estás loco —dijo Randall, rechinando los dientes.

—Ese es un argumento muy manido, padre. Estaría loco si atentara contra mis propios intereses. Pero no es el caso. Yo no tengo nada en común con los humanos. Me da igual que mueran cien o que perezcan siete mil millones.

—Somos una mutación, creada o fruto del azar, poro en el fondo seguimos siendo humanos —contestó Randall.

—Lo serás tú, padre, Primer Nacido. —Minos pronunció aquel título con tanto odio que Joey casi se imaginó que le salían chorros de sangre por la boca—. Los Segundos Nacidos no vinimos al mundo con esas servidumbres.

—No he venido aquí para discutir. Esta vez harás lo que te digo.

—¿Obediencia filial? No me hagas reír.

—Seré yo quien entre a la cúpula con tu hermana, Minos.

—Sabes que antes tendrás que renunciar a tus principios y derramar sangre de tus queridos humanos. ¿Empezarás por matar a tus amigos?

A Joey no se le había ocurrido esa objeción. Miró de reojo a Randall y sintió un estremecimiento.

«El no nos haría eso», pensó.

—Ya solucionaré ese problema llegado el momento. Ahora, llévame a la cúpula. Quiero verla.

—¿Que te lleve? ¿Me estás dando una orden en mi palacio, padre? ¿En el palacio del rey Minos?

—Así es.

Minos se dirigió a sus criados con un gesto de hastío.

—Haced con él lo que os he dicho. Que sea lo más limpio posible.

Los dos jóvenes musculosos se dirigieron hacia Randall. Éste los miró con severidad y levantó una mano hacia ellos. Joey notó el aura de miedo que brotaba de Randall y retrocedió un poco para apartarse.

Los criados se detuvieron en seco. Un segundo después, ambos se hincaron de rodillas y le hicieron una reverencia a Randall.

—Soy el Primer Nacido, hijo. Ni cien años encadenado a la montaña me doblegaron. ¿Crees que puedes oponerte a la voluntad de Atlas?

Joey aplaudió por dentro. ¡Ése era su Randall!

Como si le hubiera leído la mente a Joey, Alborada dijo en voz baja:

—Bien hecho.

Minos se levantó del trono con gesto pausado. Había que reconocerle algo: sabía moverse con majestuosidad. Al pasar entre los dos sirvientes les rozó los hombros. El gesto de temor se borró de sus semblantes y ambos se incorporaron.

Minos seguía avanzando.

Y ahora fue él quien alzó la mano hacia ellos.

Joey sintió una bola de hielo sucio que se formaba en su tripa y desde ahí subía por el estómago hasta encogerle el corazón.


De rodillas
—ordenó Minos.

Joey y Alborada obedecieron al momento. Randall puso una mano en el hombro de cada uno, y Joey sintió un calor que irradiaba de su palma y luchaba contra la gelidez.

—Levantaos.

Pero era como calentarse con un mechero en medio de una tormenta de nieve. Joey miró a los ojos de Minos, y después a los de Randall.

Ambos los tenían oscuros. Los de Minos destellaban como brasas, hinchados de odio.

En los de Randall se leía indignación, cólera y algo más.

¿Sorpresa?

—Tú también, padre. Arrodíllate.

—Jamás…

—¡TÚ TAMBIÉN!

El miedo subió por el esófago de Joey en una oleada tan intensa como un vómito. Se llevó las manos al pecho, convencido de que le iba a reventar el corazón.

Randall estaba temblando de los pies a la cabeza. Tenía las venas del cuello y de las sienes hinchadas, el rostro contraído en un gesto de esfuerzo supremo y se había hecho sangre mordiéndose los labios.

Joey volvió a mirar a Minos. Sus labios se estaban curvando en una sonrisa cruel. Sus ojos eran la viva encarnación del mal.

Y el mal, comprendió Joey, es más poderoso que el bien. Porque sólo se concentra en matar y destruir, algo que se puede hacer en segundos. Mientras que crear y construir es el trabajo de toda una vida.

Randall no podía vencer a su hijo. Tenía principios, ataduras, puntos débiles que reducían su poder. En cambio, a Minos su odio le servía de combustible para acrecentar su fuerza ciega y destructiva.

Por fin, Randall se arrodilló. Y Joey sintió que el mundo se hundía bajo ellos.

«Oh, no, Randall…».

Los dos sirvientes se acercaron, apartaron a Joey y Alborada empujándolos sin contemplaciones y llevaron a rastras a Randall hacia el extremo de la sala.

—Siempre has defendido a los humanos —dijo Minos—. Es como si quisieras ser su redentor. Pues bien, ya que deseas redimirlos, te doy la oportunidad de hacerlo en tu propia cruz.

Joey empezó a sospechar qué pintaba aquella puerta apoyada en la pared.

No quería mirar, pero Minos le obligó a hacerlo. No tuvo más remedio que contemplar cómo los sirvientes levantaban a Randall, lo aplastaban contra la puerta, le hacían extender manos y piernas y le clavaban a la madera con cuatro clavos de acero.

—Vas a morir por esto, Minos —masculló Alborada, con la voz temblorosa de miedo y de ira.

Joey empezó a llorar al oír el primer martillazo. El último lo vio ya borroso, a través de un mar de lágrimas.

En cuanto a sus propios sollozos, no llegó a escucharlos. Los gritos de Randall no dejaban oír nada más.

Santorini, Nea Thera

Cuando se abrió la puerta, Iris esperaba ver de nuevo a la criada de los ojos almendrados. Para su sorpresa, quien le traía el almuerzo era Finnur. Al igual que la criada, echó el cerrojo antes de dejar la bandeja en la mesa. Al lado depositó la llave, una pieza de bronce de estilo antiguo. Por cómo sonó al golpear la madera, debía pesar cerca de un kilo.

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