Atlántida (30 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

—¡Que nadie se acerque! —gritaba—. ¡Hasta que no se calmen no saldrá nadie de aquí!

Pero con el fragor de una segunda erupción sumándose a la primera, era imposible que la gente se calmara.

—De un momento a otro van a embestir contra ellos para abalanzarse sobre el avión —dijo Randall—. Lo que no entiendo es cómo el piloto del jet no ha despegado todavía.

—No le habrán dado permiso en la torre de control.

—Este aeropuerto no tiene torre de control. Además, ¿usted esperaría permiso para despegar?

—No —reconoció Alborada—. Pero ya le he dicho que el temor a Sybil Kosmos es una fuerza muy poderosa.

—Llega un momento en que el pánico a lo inmediato es más fuerte. Tenemos que hacer algo ya. ¿Cree que todos esos niños podrían montar en el avión?

Alborada los miró y echó cálculos. El avión en el que habían venido era un Gulfstream 650. En teoría, tenía capacidad para 18 pasajeros. Cada uno de aquellos niños pesaba como mucho la mitad que un adulto. Si se apretaban bien, tal vez conseguirían entrar. No podrían ponerse los cinturones, pero en aquel momento ése parecía el menor de los riesgos.

—Sí. Caben todos.

Se acercaron al grupo escolar. Mientras no intentaran aproximarse a las puertas, abrirse paso entre la gente era más o menos factible. Randall se dirigió a la monitora rubia:

—¿Cuántos niños traen?

—¡Treinta! ¿Es que usted…?

—Síganme. Vamos a montar ahora mismo.

La mujer pareció dudar, pero fue sólo un segundo. El mismo Alborada, que estaba al lado de Randall, notó de pronto una cálida oleada de confianza que parecía subir desde su estómago. De pronto, estaba convencido de que iban a salir vivos de allí. ¿Por qué no? Él tenía derecho a montar en el avión y nadie podía disputárselo. ¿Acaso no había venido en él?

Randall se giró y caminó hacia la puerta. Esta vez no necesitó usar los brazos para empujar. Simplemente, se abrió paso como un cuchillo caliente entre mantequilla. La gente se apartaba dejando una distancia de al menos dos metros con él, y las voces y los gritos cesaban a su paso.

Randall los llevó a las puertas de cristal como un nuevo Moisés. Joey y Alborada caminaban detrás de él, abriendo una cuña que se prolongaba en el triángulo formado por los niños y sus monitores.

Para Alborada, la experiencia resultó onírica, casi delirante. Detrás de Randall se sentía capaz de dominar el mundo. Si le hubiera ordenado cargar a caballo contra una horda de cien mil enemigos, le habría obedecido sin dudar. Sin embargo, bastaba con que adelantara un poco el brazo y lo sacara del triángulo protector para que el vello de la mano se le erizara y un violento temblor le corriera hasta el codo.

Cuando era niño y se despertaba de noche en mitad de una pesadilla le ocurría algo parecido. Procuraba abrir mucho los ojos para no caer de nuevo en el sueño que le había aterrorizado y, aunque hiciera calor, se arrebujaba bajo las sábanas y escondía los brazos de modo que los poderes de la oscuridad no pudieran apoderarse de ellos.

Ahora, al adelantar la mano, sintió algo igual, como si hubiera metido los dedos en el reino de las tinieblas y el terror. La sensación era tan escalofriante y desazonadora que enseguida retiró el brazo, y la confianza volvió a recorrer todo su cuerpo.

Pero ahora comprendía por qué la gente se apartaba delante de Randall, y por qué incluso se empujaban y algunos tropezaban y caían para alejarse lo más posible de él. Todo ello en medio de un silencio sobrecogedor en el que sólo se oía el grave rugido de la doble erupción.

—Ahora no me lo puede negar —le susurró a Randall—. Usted es igual que Sybil.

— Siempre existe un aire de familia entre un padre y una hija.

Alborada se quedó de piedra. Había investigado sobre Sybil Kosmos. Nieta del magnate Spyridon Kosmos, nunca se había sabido quién era su padre, ya que su madre se negó a decir nada durante el embarazo y después murió al dar a luz. ¿De modo que una especie de hippy que vivía en una caravana era el progenitor de una de las mayores herederas del planeta?

«Él tiene algo que me pertenece», había dicho Sybil.

Su ADN…

Indudablemente, Randall sabía ejercer sobre los demás un influjo tan poderoso como el de Sybil, si no más.

«Así debe sentirse un dios», pensó Alborada al ver cómo algunas personas incluso se arrodillaban al paso de Randall. De pronto, concibió una absurda esperanza. Tal vez una divinidad podría absolverlo de sus pecados y de los crímenes que había cometido junto a Sybil Kosmos.

Cuando llegaron ante los policías, éstos se apartaron. Aunque siguieron encañonando a la gente, en ningún momento apuntaron al grupo de Randall.

—¡Pasen rápido! —dijo el policía negro—. ¡No sé cuánto tiempo podré contener a la multitud!

Pero no hacía ninguna falta que la contuviera. Nadie se atrevió a seguirlos cuando las puertas se abrieron.

Cuando salieron a la pista, Joey miró su reloj. Sólo habían pasado treinta minutos desde que empezó la gran erupción. Durante esa media hora que le había parecido tan larga como un curso escolar, habían recorrido poco más de diez kilómetros por la carretera y unos cuantos metros en la terminal del aeropuerto que resultaron casi más difíciles de atravesar que todo lo anterior.

Más allá del avión que los llevaría a la tierra prometida se levantaba la inmensa columna del volcán que había estallado cerca de Mammoth Lakes. Era diez veces más alta que la montaña, tanto que a Joey le dolía el cuello de torcerlo para ver dónde terminaba aquel penacho negro o, más bien, dónde se juntaba con el dosel de tinieblas que cubría el cielo.

Mientras corrían hacia el avión, se giró un instante para ver lo que dejaban atrás. Al otro lado de la terminal se alzaba la segunda nube, que poco a poco crecía para alcanzar la misma altura que su hermana. Ambas parecían dos pilares que sujetaran la bóveda del firmamento, sólo que el humo, los gases y la ceniza que vomitaban habían sustituido la cúpula cristalina y sembrada de estrellas que se veía por las noches por otra igual de negra, pero sucia, turbia y cuajada de relámpagos que estallaban por doquier.

En la pista soplaba un viento racheado y caótico. El aire olía a azufre y traía turbonadas calientes. En general, la temperatura había subido algunos grados. A Joey no le asombró. La tierra estaba expulsando la fiebre de sus entrañas.

El reactor tenía unos treinta metros de largo, demasiado pequeño para la tranquilidad de Joey, que jamás había montado en avión. Su fuselaje era de un suave color crema que se apreciaba sobre todo en la panza y en la parte inferior de las alas, ya que por arriba la fina lluvia de ceniza lo había teñido del mismo gris sucio que poco a poco iba convirtiéndolo todo en una deprimente fotografía en blanco y negro.

Algo cayó delante de Joey. Se agachó a recogerlo por curiosidad. Era una piedra pequeña, de color claro. Estaba llena de poros y apenas pesaba. Sin saber muy bien por qué, se la guardó en el bolsillo. Aunque lo ignoraba, aquella piedra pómez sería el último fragmento de tierra de California que volvería a tocar en mucho tiempo.

Por la escalerilla del avión bajaba una azafata morena y muy guapa que se plantó delante de ellos.

—¿Qué hacen? Estamos esperando al señor Sousa y a…

—¡Nos estás esperando a nosotros! —gritó Alborada.

Sólo entonces la azafata pareció reconocerlo por debajo de la ceniza; pero no se apartó hasta que Randall se acercó a ella y le hizo un gesto imperioso con la mano.

Los monitores y los niños subieron en tropel por la pequeña escalerilla. Los críos gritaban con una mezcla de júbilo y nerviosismo, pero todos se portaron bien y obedecieron a sus cuidadores. Randall se quedó el último. Joey le esperó abajo. Aunque tenía tanta prisa como cualquiera por salir de allí, eran compañeros de aventura, y no quería dar la impresión de cobarde.

Además, de pronto había recordado las palabras de Randall en la cafetería del pueblo.
«No existe nada en el Universo más importante que la vida».

Durante un instante, en la terminal, Joey había pensado que su amigo utilizaba a los niños como una especie de salvoconducto sentimental para convencer a la gente y a los policías de que los dejaran pasar. Luego, cuando observó o más bien sintió el efecto que causaba en todos el aura de Randall, se dio cuenta de que aquellos críos no le hacían falta. Quería salvarlos porque sí.

«Cada vida es algo único e irrepetible».

Era fácil comprender la lógica de Randall. Treinta niños eran treinta vidas por el mismo peso y volumen de quince adultos. Además, cada uno de ellos tenía al menos ochenta años por delante. Ochenta por treinta eran dos mil cuatrocientos.

Joey temía que su amigo hubiera decidido quedarse en la pista y sacrificarse a cambio de salvar para el futuro esos dos mil cuatrocientos años de vida. Por eso se quedó a su lado al pie de la escalerilla. No para acompañarlo si decidía no subir, sino para recordarle algo más que había dicho en la cafetería.
«El que ama la vida tiene que empezar por amar la suya propia».

Además, algo le hacía sospechar que iba a tardar en ver a sus padres. Algunos días Joey se sentía muy mayor e independiente. Pero hoy no. ¿Qué sería de él sin Randall?

Pero se tranquilizó al oír lo que le preguntaba a la azafata.

—¿En cuánto tiempo podemos despegar?

«Podemos». No «pueden». Joey suspiró de alivio. Se le había incrustado en la mento la absurda idea de que Randall se iba a sacrificar por los demás.

—Ya deberíamos haberlo hecho. Mejor será que suban cuanto antes, por favor. Las condiciones son cada vez peores —añadió la azafata, en tono casi sumiso.

Arriba, los niños atestaban la cabina de pasajeros. El interior estaba forrado en maderas claras y el tapizado de cuero era de color crema, a juego con el fuselaje. Pero, aunque los tonos pretendían sugerir amplitud y espacio, el avión era más pequeño que un autobús escolar. Los monitores colocaron a dos niños en cada asiento y, apretándolos un poco, consiguieron ponerles los cinturones de seguridad por parejas.

Randall se acercó a la cabina del piloto, y Alborada le siguió. Joey, decidido a enterarse de todo, se pegó a ellos.

Más que la cabina de un avión le pareció el puente de mando de la
Enterprise,
pues estaba llena de aparatos, visores, pantallas y luces de todos los colores. Sin embargo, Joey observó con cierta alarma que en dos de las pantallas más grandes aparecía constantemente el mensaje: error. No se reciben datos suficientes. Error. No se reciben datos suficientes.

—¿Dónde está Sousa? —preguntó el piloto, volviéndose hacia ellos.
La
piloto, se corrigió Joey. Era una mujer rubia y delgada que hablaba inglés con acento extranjero, pero no español—. Nadie contesta al móvil.

—Ni contestará —respondió Alborada—. Antes de la erupción explotó una nube tóxica. Yo me he salvado de milagro.

Mientras hablaban, el copiloto trasteaba con los mandos. El zumbido de fondo de los motores del avión se aceleró y subió de tono sobre el grave fragor de las erupciones.

—Esto no puede ser —dijo la piloto—. Sé que son niños, pero este avión es propiedad de Sybil Kosmos y tengo que responder ante ella si no…

—Deje que yo responda ante Sybil —la cortó Randall— Usted despegue. Le sugiero un rumbo noroeste para salir cuanto antes de las cenizas.

La mujer pareció a punto de responder, pero se mordió los labios. Aunque esta vez no la percibió, Joey pensó que Randall debía estar usando de nuevo su aura.

—Está bien —dijo la piloto—. Vamos a despegar. Siéntense y abróchense los cinturones.

Joey se volvió. Todos los asientos estaban ocupados por los niños. Sus monitores pasaban entre ellos, intentando tranquilizar a los más asustados.

—¡Me parece que vamos a tener que ir de pie! —dijo. Para su disgusto, su propia voz le sonó tan aguda como las de los críos.

La piloto meneó la cabeza, sin volverse.

—Pues agárrense a lo que puedan. Este viaje puede ser movido.

Joey no tardó en comprobar que la piloto tenía razón.

Mientras el pequeño jet recorría la pista, el suelo empozó a temblar de nuevo. Ahora sí que se sintió de verdad en el puente de la
Enterprise,
en una de esas escenas en que los klingon u otros enemigos disparaban sus proyectiles contra la nave y todo se sacudía y Kirk, Spock y los demás salían volando sobre los asientos. Joey se agarró con fuerza al respaldo de un sillón de la primera fila. Aun así se vio proyectado contra Alborada. El español le rodeó los hombros con fuerza. Entre el zumbido ensordecedor de los motores y el estruendo que provenía de la tierra, oyó cómo Alborada le gritaba al oído:

—¡Tranquilo, Joey! ¡Vamos a salir de ésta!

Por alguna razón, oír su nombre le tranquilizó un poco.

Pese al terremoto que sacudía la pista, la piloto aceleró la nave con decisión, y el zumbido de los motores subió de volumen como una taladradora que diera vueltas cada vez más rápido. De pronto, el avión se levantó en un ángulo que a Joey le pareció inverosímil. Algunos niños aplaudieron, pero a él no le quedaron ganas, porque la aceleración le eslava apretando el pecho contra la parte posterior del sillón.

Mientras subía, el avión seguía zarandeándose como un coche que viajara por una carretera plagada de baches y socavones. De pronto, en la zona de la cola sonó una terrible explosión, tan fuerte como la que Joey había escuchado en el lago. Si hasta ese momento el reactor parecía moverse, ahora se convirtió en una hoja arrastrada por el viento. Joey se acuclilló entre el sillón y la pared que separaba la cabina del compartimento de los pasajeros, se tapó las manos con la cara y volvió a rezar.

Martes
Santorini

—Estarás contenta, ¿no? Por fin ha estallado tu supervolcán. ¡El fin del mundo se acerca!

Iris se volvió hacia Finnur. Su novio la miraba con esa sonrisilla entre condescendiente e irónica que tanto la molestaba.

—Yo no he hablado de supervolcán. Pero en la caldera de Long Valley se han abierto ya tres chimeneas separadas por varios kilómetros. Eso indica que la cámara de magma es inmensa.

—No todo el magma tiene por qué estar fundido ahí abajo. Se pueden haber formado dos subcámaras independientes en su interior, o sea, dos volcanes vulgares y corrientes. Pero tú siempre tienes que elegir la peor opción.

«No lo sabes tú bien», pensó Iris. Al parecer, en los últimos tiempos sólo sabía fijarse en gilipollas como Finnur —el insulto lo pronunció mentalmente en español— o en sinvergüenzas como Gabriel Espada.

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