—Le puedo asegurar que lo único que sé de esa lengua lo he encontrado en Internet poco antes de venir a verle.
—Entonces, ¿cómo puede saber qué significan esas palabras?
Gabriel esperaba aquel momento. También lo temía, porque tendría que tomar una decisión. Contar la verdad —o al menos lo que él había vivido como tal—, o callarse. Dentro de su mente, arrojó una moneda al aire.
Salió cara. El rostro de la verdad.
Así que habló, y les contó la visión que había recibido del ritual del toro, de la herida de Kiru y su milagrosa curación. Y de la Atlántida.
Cuando terminó, Gabriel estaba convencido de que Valbuena se iba a reír de él, o a echarlo de su casa por hacerle perder el tiempo con una historia tan absurda. Sin embargo, su antiguo profesor se atusó las puntas del bigote, pensativo.
Estaban en la cocina. A Valbuena, el relato le había parecido lo bastante interesante como para sugerir que se tomaran otro café, y por fin les había invitado a sentarse, aunque fuera en aquellas sillas de contrachapado forradas de fórmica y con patas de metal.
—Es evidente que ha sufrido usted una experiencia extrasensorial en la que se han combinado un contacto telepático con un fenómeno de regresión a vidas anteriores.
La convicción con que emitió su dictamen sorprendió a Gabriel.
—La telepatía no existe —afirmó Herman. Luego, un poco menos rotundo, matizó—: O no debería existir.
—¿Ah, no, señor Gil? Imagine que es sordo de nacimiento y no tiene la menor idea de en qué consisten los fenómenos de la audición y el sonido. Suponga también que el señor Espada sale de la habitación y, desde el pasillo, fuera de nuestra vista, recita una serie de números que usted le ha enseñado previamente en un papel y que yo no he visto. Luego yo, que los he oído, escribo ante usted esos mismos números. ¿No pensará que se ha producido entre nosotros un intercambio telepático de información?
—No, porque sé que Gabriel le ha dicho esos números en voz alta desde el pasillo.
—He dicho que tiene que imaginarse que es sordo de nacimiento, cosa que a veces parece por sus respuestas.
—Lo que quiere decir el profesor —intervino Gabriel— es que para alguien que no posea ni conozca el sentido del oído, la comunicación verbal podría parecer un fenómeno tan inexplicable como para nosotros la telepatía.
—He dado clase durante casi cuarenta años, señor Espada. No necesito que nadie explique lo que quiero decir. Aunque he de reconocer que lo ha expresado usted de una forma aproximada. ¿Conocen el cuento de Herbert George Wells
En el país de los ciegos?
Ambos negaron con la cabeza.
—No puedo decir que me siento decepcionado por su ignorancia, señor Gil, pero del señor Espada esperaba algo más. En ese cuento, un hombre llamado Núñez se pierde en los Andes y llega a un valle aislado del resto del mundo en el que vive una tribu cuyos miembros son genéticamente ciegos, y ni tan siquiera han oído hablar del sentido de la vista. El bueno de Núñez recuerda el refrán de «en el país de los ciegos, el tuerto es rey» y decide convertirse en soberano de aquel pequeño lugar.
—Iba a decir que está chupado conseguirlo, pero supongo que me equivoco, ¿no? —dijo Herman en tono de resignación.
—Me alegro de comprobar que no es del todo inmune al aprendizaje por ensayo y error, señor Gil. Efectivamente, Núñez descubre que su ascenso al poder no es tan sencillo. Cuando les habla de la visión, de la luz y de las imágenes, los ciegos piensan que Núñez no es más que un pobre loco. No sólo no les parece un ser privilegiado al que podrían confiarle sus destinos, sino que creen que se trata de un tarado obsesionado con algo que no existe. De hecho, cuando Núñez se enamora de una muchacha del lugar, incluso se plantea la posibilidad de que le extirpen los ojos para que dejen de tomarlo por loco.
—¿Y se los arrancan o no?
—Lea usted mismo el cuento, señor Gil. El desenlace es irrelevante en estos momentos. ¿Por qué cree que he mencionado este relato?
Herman iba a contestar, pero Gabriel se adelantó.
—Porque si existieran auténticos telépatas entre nosotros que se comunicaran mediante otro vehículo físico que no fuera la luz o el sonido, también los tomaríamos por locos.
—¿Piensa usted en algún vehículo físico en particular? —le preguntó Valbuena.
—En mi opinión, si la telepatía existe, debe tratarse de un fenómeno electromagnético. Hay animales capaces de captar el campo magnético de la Tierra y orientarse de una forma que a nosotros nos parece milagrosa. Del mismo modo, puede haber personas que de alguna forma perciben el débil campo magnético que produce la actividad cerebral de otros humanos. De hecho —añadió tras una breve pausa—, es muy posible que yo sea una de esas personas.
Valbuena asintió y dijo:
—«Telepatía» es un término más bien vago que significa «sensación a distancia». Incluso la comunicación visual y la verbal, ya que sirven para compartir información a distancia, serían formas de telepatía. La diferencia es que ambas las conocemos y dominamos todos los humanos, salvo lesión o enfermedad.
»En cambio, la telepatía a la que nos referimos sólo estaría al alcance de dos tipos de personas. Unas capaces de percibir los campos magnéticos cerebrales ajenos y obtener información de ellos, y otras con la facultad de modular sus propios campos con más potencia y usarlos para transmitir datos. A las primeras las llamaríamos «telépatas receptores» y a las segundas «emisores».
«Usted mismo fue una vez telépata emisor sin saberlo», pensó Gabriel, pero no dijo nada.
—Resumamos —dijo Valbuena—. Mediante esa telepatía de la que hablamos, usted se ha puesto en contacto con una mente que, tal vez por estar vacía de contenidos actuales debido a su enfermedad, ha sufrido una regresión a vidas pasadas.
Gabriel era más escéptico con la reencarnación que con la telepatía, pero no dijo nada.
Valbuena se levantó y se estiró la chaqueta. Era obvio que daba por terminada la visita.
—Lo que debe hacer, señor Espada, es volver a esa clínica cuanto antes. Esa mujer es un valiosísimo nexo con un pasado que creíamos perdido para siempre. Debe usted ponerse en contacto con su mente de nuevo, antes de que muera. Espero que cuando lo haga me mantenga informado. Buenas tardes.
Los acompañó hasta la puerta, pero no les dio la mano. A Gabriel no le extrañó. En la cocina —curiosamente en la cocina, y no en el salón— había visto una foto en blanco y negro. En ella aparecían un hombre y una mujer que debían de ser los padres de Valbuena. La madre tenía cogida de la mano a una niña de unos nueve o diez años, que agarraba a su vez a otra un poco más pequeña. Esta tendía la mano a su izquierda, pero en vano. El niño de cuatro o cinco años que cerraba la foto se había apartado un paso y mantenía los puños firmemente apretados contra los costados, mientras miraba al suelo con cara enfurruñada. Obviamente, no podía ser otro que Valbuena.
Joey notó una mano en el hombro.
—Tienes que ver esto.
Abrió los ojos y se enderezó en el asiento, desorientado. Estaba soñando que jugaba al fútbol como delantero, le pasaban el balón y, tras regatear a un defensa, se quedaba solo ante la portería. Pero de repente la portería so había convertido en la salida de un túnel y las mallas do la red en un intrincado diseño de sombras y luces al fondo de su visión.
Las sombras y luces eran árboles.
—Bienvenido al parque nacional de Yosemite.
Joey se volvió a su izquierda. Randall conducía.
—Me he dormido un poco.
—Eso parece.
El todoterreno que Espinosa le había prestado a Randall, aparte de estar lleno de abolladuras, no tenía lector de MP5, ni siquiera algún antepasado como el MP4 o el antediluviano MP3. El equipo de música consistía en un viejo lector de discos compactos y una radio. Durante el camino, Randall había sintonizado una emisora de música country porque, según él, era la más apropiada para conducir a través de los bosques. No era extraño que Joey se hubiera quedado dormido nada más tomar la estatal 41.
Ahora, mientras avanzaban por el valle de Yosemite en busca del desvío que los llevaría a Long Valley, Randall se masajeó las sienes y su boca se torció en un rictus raro.
—¿Te duele la cabeza?
—Un poco. No es nada. Debe ser por el tiempo. Está un poco revuelto.
Joey miró a su derecha. El cielo que se veía sobre las abruptas paredes de roca era tan azul como los que él pintaba en el parvulario. ¿A qué le llamaba Randall «tiempo revuelto»?
—¿Por qué tienes tanta prisa por llegar a Long Valley?
—Quiero comprobar algo. ¿Recuerdas lo que te conté del supervolcán?
—Que puede explotar en cualquier momento —dijo Joey
—Espero que no ocurra ahora. Si no, no te llevaría allí. —Randall volvió a quedarse callado un rato, y movió ligera mente la cabeza como si escuchara una voz interior—. Aunque no sé. Algo me dice que para arreglar las cosas debemos estar donde más feas se pongan.
—No entiendo nada, Randall.
—Yo tampoco entiendo mucho, Joey. Mi cabeza no funciona tan bien como querría. Cuando intenté recordar, yo…
Randall se quedó callado a mitad de la frase. Pasados unos segundos, dijo:
—Es igual. Vamos a estirar las piernas un rato.
Randall aparcó el coche junto a un prado. Aunque era lunes, había muchos vehículos estacionados y decenas de turistas que tomaban fotos y vídeos del paisaje. A la derecha el sol arrancaba destellos blancos de la gran catarata de Brideveil. Las aguas caían con estrépito casi doscientos metros hasta el fondo del valle levantando cortinas de espuma que dibujaban arcoíris en el aire.
Joey respiró hondo. Olía a pino, a hierba húmeda y a mil flores cuyos olores no sabía distinguir. Se le antojó que el color de los bosques y de la pradera era mucho más intenso y real del que estaba acostumbrado a ver en Fresno. Era como si aquí, en Yosemite, Dios hubiese utilizado una barra de cera verde de la marca más cara para pintarlo todo de modo que pareciera más auténtico.
Al otro lado del valle se veía la masa vertical del Capitán. Joey distinguió puntos de colores que subían por el acantilado. Por allí había escalado el almirante Kirk en la quinta película de
Star Trek;
una de las antiguas, de las que sólo veía él, el bicho raro de la clase.
Randall levantó el portón trasero del todoterreno. Dentro llevaba una nevera de la que sacó una coca-cola para Joey y una lata de té con limón para él. Después abrió una de las bolsas de lona. Como Joey sospechaba, estaba llena de libros.
—Todavía nos queda un rato de viaje —dijo Randall—. He pensado que podrías fotografiar estos libros con tu móvil.
—¿Fotografiarlos? ¿Por fuera? —respondió Joey, tragando saliva. ¿Se habría dado cuenta Randall de que el sábado había entrado en su caravana mientras él estaba en trance?
—No. Necesito imágenes de todas las páginas.
—¿De todas? Puedo tirarme horas y horas. Es un rollo.
—Es crucial para mí, Joey. Estos libros pesan mucho. Si las cosas se complican no sé si podremos llevarlos encima. Necesito que lo guardes todo, Joey. No quiero perder esa información.
De pronto, Joey se sintió importante.
—Puedo subir las fotos a Internet. Tengo memoria de sobra en mi VTeeny. Pero ¿por qué es tan crucial?
—Justo por lo que has dicho, Joey.
—No te entiendo.
—La memoria. Esos libros guardan mis recuerdos. He recuperado algunos, pero no todos. Y me temo que voy a tener que hacerlo en breve.
«Mi amigo está loco», pensó Joey. Pero eso era parte de su encanto.
Después de la parada se desviaron hacia el oeste, salieron del valle y, tras un largo rodeo en forma de C, volvieron a dirigirse al este por la carretera de Tioga Pass. El camino fue ascendiendo poco a poco y los lados de la carretera se llenaron de nieve. Aunque aquella ruta tenía poco más de 70 kilómetros, tardaron una hora y media en recorrerla. La carretera era sinuosa y en varios tramos se abrían precipicios más que inquietantes. Las cifras que aparecían en los carteles seguían subiendo, hasta que superaron los tres mil metros. «¡Una carretera a tres mil metros!», se asombró Joey al ver la señal.
Pese al vertiginoso panorama, procuraba asomarse a la ventanilla lo menos posible y concentrarse en su tarea. Nunca se había mareado en coche, pero llevar la cabeza baja y la mirada fija en los libros para fotografiar sus páginas acabó revolviéndole el estómago.
¿Aquéllos eran los recuerdos de Randall? ¿Por qué los había garabateado en letras ininteligibles? Y, sobre todo, ¿qué hacían los recuerdos de un hombre del siglo XXI escritos en libros de pergamino que parecían más pieza de museo que de biblioteca?
Por fin empezaron a descender, y poco después llegaron al gran lago de Mono. Allí giraron a la derecha por la 320, que pronto se convirtió en autovía. Joey respiró hondo después de las cuestas y las curvas del parque, y volvió a concentrarse en su tarea.
Cuando quiso darse cuenta, el coche iba más despacio. Levantó la mirada. Estaban llegando a Mammoth Lakes. Era el típico lugar al que muchos de sus compañeros iban a esquiar en navidades o en las vacaciones de primavera. El pueblo no llegaba a los ocho mil habitantes censados, pero gracias a los visitantes su población real se multiplicaba varias veces.
Sobre las casas de tejados rojos se levantaba la mole del monte Mammoth, coronado por tres cimas de las que bajaban pistas de esquí, telesillas y teleféricos. Joey la miró con el mismo anhelo irrealizable con que los niños de las novelas de Dickens pegaban la nariz a los escaparates de las pastelerías. Había esquiado en simuladores en el centro comercial y le había parecido emocionante. ¿Cómo sería hacerlo de verdad? Mucho se temía que el esquí no entraba en los planes de Randall.
—¿Esa montaña es el volcán?
—Sólo parte del volcán.
Joey silbó entre dientes.
—Ya te dije que la caldera mide más de treinta kilómetros de este a oeste por veinte de norte a sur. Ahora mismo nos encontramos sobre ella.
—¿Quieres decir que debajo de nosotros hay lava hirviendo?
—Bueno, técnicamente cuando está bajo tierra la llaman magma, pero sí. Estamos encima de una caldera de miles de kilómetros cúbicos.
Pararon en una gasolinera. Randall llenó el depósito del Renegade y se quejó de que aquel jeep bebía más que un cosaco. Con las restricciones al consumo de carburantes fósiles, pronto no quedaría más remedio que jubilarlo. Mientras echaba gasolina, el móvil de Joey empezó a sonar para indicar que había recibido un mensaje.