Casi al mismo tiempo se oyó un estampido que restalló como un trueno en el pequeño hueco de la escalera. Gabriel agachó la cabeza por instinto y escuchó un silbido que pasó rozando su oreja. «¿Me ha dado?», se preguntó.
Cuando abrió los ojos, lo primero que hizo fue tocarse la cara y mirar su mano. No tenía sangre. Volvió la cabeza y vio un agujero en la pared.
Demasiadas emociones seguidas, incluso para un investigador de lo oculto.
El ch.p. estaba tendido boca arriba, con las piernas en la escalera y la espalda y la cabeza en el rellano. Al verlo así tumbado, con la barbilla clavada en el pecho, Gabriel pensó que Herman lo había matado. Pero el ch.p. empezó a gemir en voz baja, haciendo coro con los gañidos de
Frodo,
que temblaba asustado en manos de Gabriel.
—De ésta no te levantas, hijoputa —dijo Herman.
Al pasar junto al matón, Gabriel vio que estaba escupiendo trozos de su dentadura. Pensó en darle otra patada como propina añadida a la de Herman. «No caigas a su nivel», se dijo. Después recordó la paliza que le habían dado en la clínica y le pisó los testículos plantando todo su peso. El gruñido de dolor del ch.p. lo llenó de satisfacción.
—Pensé que con lo que se había llevado antes tendría suficiente —dijo Herman
—¿Tu
sensei
te enseñó a pelear en escaleras estrechas? —preguntó Gabriel, mientras abrían la puerta de la calle.
—Ya te dije que en la clínica no podía hacer nada. Lo primero que hay que hacer antes de una pelea es reconocer el terreno y ver si se puede aprovechar en tu beneficio. Si no, lo mejor es no actuar.
Aunque trataba de parecer calmado, Herman seguía hablando con voz temblorosa. Sin embargo, Gabriel no pudo dejar de admirar la eficacia con que se había librado por dos veces del ch.p. y había dejado fuera de combate a Sybil.
—No volveré a burlarme de tu aikido.
—Hapkido.
—Me da igual. Me has sacado de un buen apuro.
—No tiene importancia —dijo Herman, sin mirarle a la cara.
Antes de que llegaran al final de la angosta travesía que unía el viejo bloque de apartamentos con la calle principal, Gabriel agarró a Herman por el hombro y tiró de él para frenarlo.
—Sí que la tiene, y mucha. Estamos metidos en algo mucho más grande de lo que sospechábamos al principio, pero tú has reaccionado como un auténtico profesional. Ni Lobezno lo habría hecho mejor.
Herman sonrió.
—¿Lo dices en serio?
Gabriel asintió. Podría haber añadido que lamentaba mucho la discusión que habían tenido apenas una hora antes. Pero entre dos cuarentones inmaduros como ellos habría sido embarazoso sacar a la luz ciertos sentimientos. Cada uno palmeó el hombro del otro, y todo quedó arreglado.
Alborada se había confesado por última vez a los doce o trece años, no recordaba muy bien. Desde niño le gustaba llevar el control de su vida, y pronto comprendió que contarle a un cura secretos más bien embarazosos era una manera de poner en sus manos un poder que no estaba dispuesto a entregar a la ligera. Por más que le insistieran en el secreto de confesión, una de las primeras normas que había establecido en el código Alborada era: «Confía sólo en ti mismo».
Sin embargo, llevaba tres días con la sensación de que su misterio más oscuro le quemaba en las entrañas y necesitaba contarlo. No a cualquier persona, por supuesto. Tan sólo a alguien que tuviera realmente el poder de absolverle de sus pecados.
Por desgracia, esa persona no podía oírle. Y, si le oía, no daba ninguna muestra de ello. Randall seguía en su extraño trance. Sus labios estaban cerrados como una cripta, y aunque los policías intentaron darle de comer o de beber no hubo manera de que abriera la boca. El médico que vino a verlo varias veces había concluido que no mostraba señales de inanición, ni siquiera de deshidratación.
—Este hombre debe tener una resistencia extraordinaria al ayuno —comentó—. No es tan raro: hay casos documentados de faquires y sadhus que pueden resistir mucho tiempo en ayuno total.
De momento, pues, no parecía necesario alimentarlo por la fuerza. Al parecer, en la jefatura de policía tenían quebraderos de cabeza más que de sobra como para preocuparse por ese problema.
Entre otras cosas, pensó Alborada, por los constantes apagones. El miércoles habían sufrido cuatro o cinco cortes de luz, uno de ellos de más de media hora. Hoy la línea se había caído poco después de que le trajeran el desayuno, y por el momento no había vuelto. No debía ser fácil trabajar en una comisaría sin luz. A juzgar por las voces destempladas que se oían por los pasillos, los nervios estaban crispados y las discusiones surgían al menor motivo.
Sin móvil, sin televisión, a la luz de unas velas que apenas iluminaban lo suficiente para leer, Alborada no tenía otra cosa que hacer que revolverse como un león en la jaula de su propia mente. Al imaginarse lo mal que lo debían estar pasando Marisa y el niño sin tener noticias suyas se sentía un miserable. Pero ése era un pensamiento casi reconfortante comparado con los recuerdos que cada vez le resultaba más difícil espantar.
Por fin, no aguantó más. Tenía que descargarse, que sacar de su interior aquella enorme bola de mugre que apenas le dejaba tragar ni respirar. Con el apagón, la cámara de vigilancia estaba ciega y sorda, así que lo que dijera no podría llegar a otros oídos que los de Randall. Y, probablemente, ni eso.
En cierto modo, el hecho de que Randall estuviera en trance lo tranquilizaba. Cuando acercó una silla a su compañero de encierro y se sentó frente a aquellos ojos que no parecían verlo, pensó que aquello era un auténtico confesionario, sin intermediarios entre él y el único poder que podía absolverlo. De modo que se dispuso a contar en voz alta lo sucedido en el ático de Sybil después de que ella le encomendara la misión que lo había llevado a Long Valley.
La alcoba de Sybil era minimalista, casi espartana. Ni siquiera tenía ventanas. Pero Alborada apenas reparó en la decoración. Cuando la joven subió a la cama y dio una palmada en el colchón, le dijo:
—Eres la mujer más atractiva que he conocido en mi vida, Sybil. Pero ya te dije que estoy casado.
—
Ven.
De nuevo aquellos dedos inmateriales que entraban en sus vísceras y pulsaban todas las teclas a la vez. De repente, Alborada se convirtió en un perro en celo, poseído por un instinto que no podía controlar. Se arrancó la ropa y la tiró al suelo; él, que incluso en los momentos de mayor pasión la doblaba y la colocaba en el galán. Cuando quiso darse cuenta, estaba tumbado boca arriba y Sybil lo cabalgaba, mientras una música estridente sonaba a todo volumen por unos altavoces invisibles.
—¿Te gusta? Es Moloch & Cía, un grupo de rock satánico.
Alborada asintió, aunque aquella música le parecía espantosa.
«Al menos, aunque me esté rodando, esta vez sólo se me podrá acusar de infidelidad», pensó.
Pero aquello acababa de empezar.
Apenas llevaban unos minutos copulando cuando se abrió la puerta y entró el Sousa Peor junto con una mujer. Era bastante atractiva, pero para desazón de Alborada vestía ropa interior de cuero, llevaba las manos atadas a la espalda y tenía la boca tapada por una mordaza con una bola.
—No me importa montarme una orgía —dijo Alborada—. Pero no quiero que él me toque.
—Descuida. Eso no ocurrirá —respondió Sybil.
—Ni que nadie me golpee.
—Eso tampoco.
Sousa obligó a la chica a arrodillarse en la cama y la tumbó de lado. Por la forma en que abría los ojos y jadeaba, era evidente que no se había prestado voluntaria a aquel juego.
—¿Qué estáis haciendo? —protestó—. ¡Esto es una infamia!
—Cállate —le ordenó Sybil—.
Te gusta.
Para su horror, las palabras de Sybil provocaron exactamente esa reacción.
Le gustaba.
En ese momento, Sousa rodeó la cabeza de la chica con una bolsa de plástico transparente…
—La mujer murió a mi lado —susurró Alborada—. Murió a mi lado mientras yo…
—Una historia ejemplar. ¿Esperas un premio por lo que hiciste?
Alborada dio un respingo. Por un instante, creyó que Randall había despertado y le había dicho algo. Pero seguía callado, y el único movimiento en sus ojos era el temblor del reflejo de las velas.
La voz venía de detrás. Alguien había entrado sin que él se diera cuenta.
Antes de que Alborada pudiera darse la vuelta, sintió que algo se clavaba en su garganta y apretaba con una fuerza brutal.
—Tengo un recado para ti —dijo aquella voz—. Sybil Kosmos dice:
«Nunca dejo que nadie me falle dos veces».
Alborada se llevó las manos al cuello y trató de meter los dedos entre la piel y aquello que le estaba comprimiendo el gaznate. Mas el alambre era tan fino y el tipo lo apretaba con tanta fuerza que no fue capaz de introducir ni las uñas. Trató de pedir auxilio, pero lo único que brotó de su garganta fue un ronco estertor que aún le provocó más dolor.
«Voy a morir. Así termina todo», pensó.
Su cuerpo, entrenado desde niño en deportes de contacto, tenía otra opinión. Alborada se levantó, apoyó las piernas en el sofá donde estaba sentado Randall y empujó con todas sus fuerzas.
Cayó de espaldas sobre su agresor, que resopló, pero siguió apretando.
Unos segundos más y perdería el conocimiento. Por la forma en que el cuerpo de su atacante había amortiguado el impacto, calculó que debía medir uno noventa y pesar más de ciento veinte kilos. Demasiado fuerte incluso para un antiguo deportista.
«Marisa va a ser viuda de…».
¡BLAMMM!
El estampido le llegó a través de una nube roja. Algo caliente le mojó la nuca, y la presión en su cuello desapareció de repente.
Alborada se apartó de su atacante y trató de recuperar el resuello. La puerta se había abierto. Allí estaba la jefa de policía, con las piernas separadas y bien plantadas en el suelo, la linterna en la mano izquierda y el arma reglamentaria en la derecha.
—Tranquilo, ya se acabó.
«Eso es lo que había pensado yo», se dijo Alborada.
—Levántese.
Alborada se volvió hacia Randall, que se había puesto en pie y le tendía la mano. Al parecer, la detonación lo había despertado de su trance.
La jefa de policía los sacó de la habitación y los llevó a su despacho, alumbrado por unas cuantas velas. Otra agente les trajo unos sándwiches y un par de cervezas. Alborada tardó en beberse la suya, porque apenas podía tragar, pero agradeció el suave embotamiento que le producía el alcohol.
—Tengo que pedirles disculpas —dijo Carol Ollier—. Estoy avergonzada.
—Supongo… —Alborada carraspeó. Tenía la voz quebrada—. Supongo que con el apagón es más fácil burlar las medidas de seguridad.
—Era uno de mis hombres —respondió la jefa, con voz temblorosa. Alborada se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos—. He matado a uno de mis hombres. No entiendo lo que está pasando. ¿Qué podía tener el agente Hood contra ustedes?
—Nada —contestó Alborada.
Y no mentía. Seguro que no era nada personal. SyKa, que sin duda sabía dónde estaba su Gulfstream, les habría seguido la pista hasta la jefatura de policía. Para ella y sus lacayos no debía ser nada complicado averiguar quién entre los agentes de Port Hurón era más proclive a dejarse sobornar. El extraño poder que Sybil y Randall compartían no podía actuar a distancia, pero la inmensa fortuna de los Kosmos sí. ¿Cuánto le habría pagado a aquel hombre?
—Todo esto es una locura —dijo Carol Ollier, meneando la cabeza—. El país entero se está desmoronando. Acaban de decirme que medio Washington está en llamas, y eso que la ceniza todavía no ha llegado allí.
—En ese caso —dijo Alborada—, debería dejar que nos vayamos ahora que aún hay tiempo.
La jefa de policía le miró a los ojos unos segundos. Después apartó la mirada.
—Espérenme aquí. Como comprenderán, tengo asuntos que resolver.
Los dos hombres se quedaron solos en el despacho. Alborada se dejó caer en una silla. Le temblaban las piernas y, aparte de la garganta, le dolía todo el cuerpo.
—Usted no tuvo la culpa.
Alborada se volvió hacia Randall, que seguía de pie, apoyado en el escritorio y con los brazos cruzados.
—Claro que no he tenido la culpa. Ese tipo…
—Sabe a qué me refiero.
—Entonces…, ¿lo ha oído todo?
—Usted no tuvo la culpa —repitió Randall.
Había algo en los ojos y en la forma de la nariz de aquel hombre que le recordaba a Sybil. «Siempre existe un aire de familia entre un padre y una hija», había dicho él en el aeropuerto de Mammoth Lakes.
Toda la culpa y el horror acumulados se convirtieron en una gran bola negra, un pegote de sangre oscura y viscosa que pareció cuajar en la boca de su estómago. Durante un instante aterrador, Alborada pensó que iba a regurgitarla y, tal como tenía la garganta, asfixiarse en su propio vómito.
Pero un segundo después, un punto de luz se abrió en el interior de aquella esfera. Un calor sobrenatural se extendió por el pecho de Alborada, bajó hasta su abdomen y subió por su tráquea. En cuestión de segundos, la bola de culpa desapareció como un agujero negro devorado silenciosamente por su propia gravedad.
«Es como ella», se repitió, aunque hasta ahora no había visto a Sybil utilizar su poder para nada positivo.
—¿Estoy perdonado? —musitó.
—Es usted tan responsable del crimen en el que participó como del alivio que siente ahora.
—No entiendo.
—Quiero decir que no es responsable de ningún modo. No sé qué más pecados ha cometido en su vida, Alborada. Pero de lo que haya hecho al lado de Sybil Kosmos no tiene ninguna culpa. Ni el más santo varón ni la más pura de las mujeres habrían podido resistirse a su influencia. Cuando nosotros hablamos, los demás sólo pueden obedecer.
Alborada respiró hondo. Se dio cuenta de que era la primera vez en muchos días en que el aire penetraba hasta los últimos rincones de su pecho.
—¿Esto me va a durar?
—Sólo mientras yo quiera que dure y esté cerca de usted. Es un alivio artificial.
—¿No puedo librarme de esta culpa? ¿Librarme de verdad?
Randall se encogió de hombros.
—En su cabeza, debe saber que no es responsable de aquellos actos. Pero su cuerpo seguirá recordando el horror.
—¿Y no puedo borrar ese recuerdo?