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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (50 page)

{espera y lo sabrás [o no] hombrecito}

Isashara-Sybil observaba el progreso de las obras desde las alturas, muy cerca del cráter del volcán. Allí el olor a huevo podrido era tan intenso que revolvía el estómago e irritaba la garganta, pero a ella no parecía importarle.

Tras contemplar el panorama que se extendía a sus pies, Sybil se volvió hacia el volcán. La cumbre de la montaña se alzaba cientos de metros sobre su cabeza. Pero la parte sur estaba rota por donde había reventado el volcán en la última erupción, formando una enorme melladura en la cima.

En aquella hondonada se abrían varias bocas de las que brotaban gases sulfurosos que dejaban restos amarillos en las rocas. Y era allí donde Minos e Isashara tenían a su padre.

«¿Dónde están las otras cuatro parejas de mellizos?».

{no quieras saberlo todo, hombrecito}

Pero el silencio de Sybil fue lo bastante elocuente. De alguna manera, Minos y ella habían conseguido librarse de sus ocho hermanos. Sólo quedaban ellos dos y su padre. Y la tortura que le estaban infligiendo era mucho peor que la muerte que habían sufrido los demás.

Lo habían inmovilizado con gruesas cadenas sujetas a argollas clavadas en la piedra, desnudo y abierto de pies y manos. No contentos con eso, le habían abierto en el abdomen una gran raja que mantenían abierta con ganchos de cobre para que los bordes no sanaran. Un águila, amaestrada por la propia Isashara, acudía todos los días, clavaba el pico en la herida, arrancaba pedazos del hígado de Atlas y los devoraba.

Gabriel se dio cuenta de que tenía ante sus ojos el origen de varios mitos griegos. Atlas, el Titán que se había opuesto a sus sucesores, los dioses olímpicos, había sido condenado a penar eternamente en el lugar donde se juntaban el cielo y la tierra. Y Prometeo, otro de los Titanes, fue encadenado a una roca mientras el águila enviada por Zeus le devoraba de día el hígado que se regeneraba por la noche.

{el recuerdo humano [débil | confuso] deforma los hechos y los nombres}
le explicó Sybil.

Además, cada pocos días le arrancaban de cuajo las uñas y los dientes. Para Atlas, la inmortalidad suponía la peor de las maldiciones.

«¿Por qué tanta inquina?», se preguntó Gabriel. Al fin y al cabo, era su padre. Sybil leyó su pensamiento.

(por eso mismo porque [en quien confiábamos más] nos traicionó]

«Pero después de torturarlo tanto tiempo podríais haberlo matado, haber puesto fin a sus sufrimientos».
{eso sería perdonar | nosotros no conocemos el perdón}

La imagen volvió a saltar.

Era de noche. La luna llena brillaba en el cielo. Isashara estaba sentada en un estrado frente a un altar. Durante un segundo, volvió la mirada hacia su izquierda. Allí, a su lado, había un hombre alto, de cintura estrecha y hombros musculosos, vestido con un faldellín azul y tocado con cuernos de toro. Las llamas que ardían junto al altar se reflejaban en los abultados músculos de su torso depilado y untado de aceite.

Era Minos, esposo y hermano mellizo de Isashara, de quien siglos más tarde los griegos afirmarían, equivocadamente, que era hijo del dios Zeus y reinaba en Creta.

Al mirar a Minos, el cuerpo de Isashara tembló y una vibración eléctrica la recorrió desde el brazo hasta las ingles. Gabriel compartió el intenso deseo que Sybil experimentaba por su mellizo, una lujuria que superaba cualquier emoción humana. Pero si aquel deseo era como un charco de lava hirviente, el odio que lo acompañaba era una nube piroclástica bajando por la ladera de un volcán y arrasándolo todo a su paso.

Isashara odiaba a Minos por amarlo tanto, por necesitar su mirada y su contacto. Lo odiaba porque no se sentía completa si no era junto a él, y porque tenía que interpretar cómo la miraba Minos para saber quién era ella en realidad.

Gabriel pensó que aquella paradoja no era exclusiva de Isashara y que aquel odio siempre aparecía mezclado con el auténtico amor. Cuando alguien ama intensamente se convierte en posesión de la persona amada y, aunque como animales sociales ansiamos depender de otros, también aborrecemos esa dependencia.

Quizá por eso las mujeres de su vida lo habían querido y odiado a la vez. Quizá por eso él, que jamás se abandonaba del todo, no había llegado a conocer aquel odio, pero tampoco el amor verdadero.

{quien comparte las pasiones de los dioses debe morir o bien ocupar su puesto}

El pensamiento de Sybil había sido más claro y ordenado que otros. Gabriel se preguntó si le estaba anunciando su inmediata muerte o proponiendo un trato.

La visión prosiguió. A Gabriel le resultaba extrañamente familiar, hasta que comprendió que estaba contemplando la misma película rodada desde otro punto de vista.

Isashara y Minos se hallaban en la última terraza de la pirámide, a unos pasos de la escalera que subía hasta la cúpula dorada. Por el lado sur de la pirámide subían dos hileras paralelas de prisioneros, jóvenes de ambos sexos, desnudos y encapuchados, destinados al sacrificio.

(Mucho tiempo después aquella pirámide y los sacrificios humanos que se celebraban en ellas serían el modelo para los teocalis y los sangrientos rituales de Mesoamérica. Durante un segundo, Gabriel vio a Isashara y a Minos, con otros nombres, alzando los brazos al cielo sobre el teocali de Kukulcán, en Chichén Itzá.

Pero aquella imagen que pertenecía al futuro de la Atlántida se esfumó…)

… y la visión volvió a la noche de plenilunio sobre la pirámide. Al igual que cuando la compartió con Kiru, Gabriel volvió a presenciar cómo el sacerdote y la sacerdotisa rompían costillas, arrancaban corazones y se bañaban en sangre. Pero ahora que estaba más cerca del altar, podía ver perfectamente cómo los cadáveres aún calientes rodaban por los escalones, convertidos en montones desmadejados de brazos y piernas, hasta chocar con las aguzadas rocas al pie de la pirámide, donde poco a poco se iba formando una pila de carne y huesos rotos.

Cada vez que una de las víctimas moría, la cúpula emitía un zumbido y su superficie se teñía de un color verde que avanzaba en el sentido de las agujas del reloj. «Cuando se ponga verde toda entera, se abrirá», comprendió Gabriel. Los Atlantes sacrificaban a sus prisioneros para abrir la cúpula y acceder a su poder, fuese cual fuese.

Después de las siete primeras parejas, le tocó el turno a una mujer que subía sola. «Es Kiru», comprendió Gabriel. Isashara no la miró aún, pues tenía los ojos clavados en el sacrificio que se estaba llevando a cabo sobre el altar: en tanto que diosa, debía mantener una actitud tan mayestática como la de la gigantesca estatua que la representaba en la bocana de la bahía.

Pero cuando los dos cadáveres aún sangrantes cayeron pirámide abajo y los sirvientes obligaron a Kiru a subir el último peldaño, las miradas de ambas mujeres se cruzaron por fin.

Y entonces, un recuerdo reprimido en la memoria de Isashara, una imagen que Atlas había borrado de su mente, reapareció de repente.

—¡Eres tú! —exclamó Isashara, perdiendo su hierática compostura. Tras unos segundos, añadió—. El nos había dicho que habías…

Madrid, La Latina

Gabriel salió de su visión con tanta violencia como cuando los matones le arrancaron los electrodos del Morpheus.

—¡Maldita sea! —exclamó, manoteando en una nube blanca.

La nube se despejó un poco. Gabriel descubrió que seguía sentado en la misma silla. Sybil Kosmos yacía inmóvil en el suelo, con una herida en la sien derecha de la que manaba sangre oscura.

Gabriel parpadeó varias veces. Seguía viéndolo todo a través de una niebla blanquecina en la que titilaban estrellitas, pequeñas cefeidas variables que pulsaban al compás de su dolor de cabeza.

La puerta volvía a estar abierta de par en par. Herman se encontraba en medio del salón, jadeando y con los ojos tan abiertos que sus iris eran islas rodeadas de blanco. Llevaba en las manos el desmontable del coche y lo empuñaba como si fuera
Excalibur
recién arrancada de la piedra. En la curva final de la palanqueta se veía una mancha oscura. «La sangre de Sybil», pensó Gabriel.

—¿La has golpeado con eso?

—Si te parece, me pongo a discutir con ella. No sé si te estabas dando cuenta, pero tenía eso en tu garganta.

«Eso» estaba en el suelo, junto a Sybil. Era el cuchillo que Gabriel había cogido de la cocina.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Herman, con gesto preocupado.

—Sí. Sólo me duele la cabeza. —«Muchísimo», añadió mentalmente—. Tenemos que irnos de aquí cuanto antes.

—Eso es lo que te estaba diciendo yo.

Herman se agachó sobre Sybil y le acercó la mano al cuello, como si quisiera comprobar su pulso, pero antes de tocarla retiró los dedos.

—Mierda, no quiero dejar huellas dactilares.

—No la has matado, Herman.

—Créeme, le he dado fuerte. No quería pasarme tanto, pero después de la pelea en la escalera estaba un poco nervioso y se me ha ido la mano.

La voz de su amigo temblaba con un ligero vibrato.

—Por más fuerte que le hayas dado, está viva. Ella es como Kiru.

Herman se incorporó.

—¿También pierde la memoria y está un poco…? —Herman completó la frase trazando círculos junto a su sien.

—Está como una auténtica cabra, eso te lo puedo asegurar. Pero su memoria funciona perfectamente.

—¿Entonces?

—Puede regenerarse, como Kiru, y también manipular las emociones. Y me atrevería a decir que lo hace mejor que ella.

Gabriel entró en la habitación y empezó a guardar ropa a toda prisa. Estaba a la mitad cuando se le ocurrió algo. Sacó otra bolsa de deporte del armario y le dijo a Herman que metiera en ella toda la comida que pudiera.

—¿Por qué?

—Lo de los volcanes va a ir a peor. Hay que acaparar provisiones. Es cuestión de supervivencia.

Gabriel no poseía el don del
Habla
como Sybil, pero sabía bien cómo manipular a Herman. En cuanto éste oyó la palabra «supervivencia», recordó la época de la mili con los boinas verdes y se lanzó a la cocina.

Gabriel se acuclilló junto a Sybil. Ya no le salía sangre de la sien, y se había formado una costra junto a la herida, a una velocidad sorprendente. Se arriesgó a tocarle la frente…

… y fue como encontrarse ante la televisión de
Poltergeist,
viendo centellear nubes de estática atravesadas por relámpagos ocasionales. Sybil estaba viva, pero su cerebro había quedado momentáneamente desconectado.

Apartó los dedos. Sólo había sido un instante, pero un pequeño armónico de dolor se acopló a las ondas de jaqueca que le recorrían la cabeza. «Tengo que dejar de hacer esto o el cerebro me va a reventar como un tomate maduro», pensó.

Sí, Sybil estaba viva. Lo cual suponía un grave peligro para él y para mucha otra gente. Gabriel cogió el cuchillo y apoyó el filo en la garganta de la mujer.

No bastaba con dar un corte a ese cuello perfecto y esperar a que se desangrase. Si quería asegurarse de que acababa con ella, tendría que clavar el cuchillo de punta hasta topar con el hueso y después seguir cortando en círculo.

Pero incluso así no conseguiría separarle la cabeza del tronco. Necesitaba el cuchillo grande que guardaba en el segundo cajón de la cocina. Era una pieza japonesa que le había costado cien euros y tenía un filo que cortaba sólo con mirarlo. Aun así, para romperle la columna vertebral a Sybil tendría que poner los pies encima del cuchillo o pedirle ayuda a Herman.

«Es inútil. No puedes hacerlo y lo sabes».

Le sobrevino otra arcada, pero su estómago seguía tan vacío como antes y no consiguió vomitar. Se puso en pie y se apartó de Sybil. Herman ya volvía con la bolsa medio llena.

—No es que tu cocina sea un bunker atómico —dijo—. Con estas latas tenemos para día y medio como mucho. —Ya cogeremos más en tu casa. Nos vamos de aquí.
liiiii. liiiii.

Al escuchar aquel agudo lamento, Gabriel bajó la mirada al suelo.
Frodo
se había escondido debajo del sofá cama del salón, pero sus ojos brillaban entre las sombras. Gabriel se agachó, tiró de él y lo cogió en su mano.

—Tú te vienes con nosotros, amiguito. Seguro que nos traes suerte.

—¿Vas a dejarla así? —preguntó Herman, señalando a Sybil.

—Hablando con propiedad, eres tú quien la ha dejado en ese estado. Pero la respuesta es sí.

Gabriel sabía que perdonar la vida a Sybil Kosmos le acarrearía consecuencias graves. Tal vez incluso la muerte, que además amenazaba con ser lenta y dolorosa, pues la Atlante no olvidaría lo sucedido. Pero simplemente no era capaz de asesinarla, y estaba convencido de que a la mayoría de la gente le habría ocurrido lo mismo que a él. Era una imposibilidad física más que moral: pocos occidentales del siglo xxi estarían preparados para clavar un cuchillo en la carne de una semejante y cortarle la cabeza.

Gabriel sacudió la cabeza para ahuyentar esa imagen. Mientras cerraba la cremallera de la bolsa, le preguntó a Herman:

—¿Cómo se te ha ocurrido aparecer en un momento tan oportuno?

—Al poco rato de irte tú, me llamó Luque. El tipo de los dientes de cristal se había pasado a preguntarle tu dirección. Le dijo que era amigo tuyo, y Luque se la dio. Pero luego se lo pensó mejor y decidió avisarme.

—¿Por qué no me llamó a mí al móvil?

—Lo hizo, pero le salió una locución diciéndole que habías cambiado de número.

—Pero si le mandé un mensaje con el nuevo…

—Ya sabes que Luque no sabe leer mensajes, así que me llamó a mí. En cuanto me dijo que andaba metido en esto el tipo de los dientes de cristal, bajé al coche para coger el desmontable y me vine para acá.

—Una excelente idea —dijo Gabriel, aunque habría preferido que Herman dejase fuera de combate a Sybil unos segundos después, lo justo para saber algo más de su encuentro con Kiru—. Ahora, vámonos.

—¿Y la puerta? —dijo Herman—. No se puede cerrar.

—Olvídate. No hay tiempo que perder.

Salieron del apartamento dejando la puerta entornada. Cuando doblaron el primer rellano y afrontaron el siguiente tramo de escaleras, vieron abajo al ch.p., que giraba por el descansillo. Traía la cara ensangrentada y resoplaba como si hiciera un gran esfuerzo.

—¡Hijo de puta! —exclamó, apuntándoles con una pistola.

Herman, que bajaba por delante, reaccionó con una rapidez que sorprendió a Gabriel. Aprovechando que estaba más arriba que el ch.p., se apoyó con la mano izquierda en la pared y proyectó la pierna derecha hacia delante. La suela de su bota impactó en la boca del matón apuntalada por la fuerza de ciento diez kilos de músculo y grasa.

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