—Dios mío, ¿qué ha pasado ahora? —dijo Celeste.
—Me temo que aquello que decías que aquí no puede pasar ya se nos está acercando —respondió Gabriel en tono lúgubre.
Más que inquieta, Celeste estaba realmente asustada.
«También se ha perdido toda comunicación con la ciudad de Las Vegas. Según ciertas fuentes, es posible que haya sido destruida por flujos piroclásticos. De ser así, la cifra de…».
En ese momento sonó su móvil. Celeste casi agradeció la interrupción para apartar la mirada de los horrores que enumeraba la televisión.
En la pantalla aparecía el nombre de Diana Gálvez, vicedirectora de genética molecular de la clínica Gilgamesh.
Debía ser la segunda vez que Diana llamaba a Celeste en su vida. No podía ser casualidad que ocurriera el mismo día en que habían sacado a Kiru de la clínica. Reprimió la tentación de rechazar la llamada, aunque sospechaba que de allí no podía salir nada bueno.
—Sí —contestó en el tono más neutro posible.
—Hola, Celeste. Tengo algo importante que quiero comentar contigo.
—Mañana podemos vernos a la hora del café.
—No. No quiero hablar en la clínica, y además tiene que ser hoy.
Diana era una persona de la que convenía precaverse. Un menos de un año había conseguido que expulsaran a todos los demás miembros de su departamento. Sólo se había salvado el director; pero según las malas lenguas tenía los días contados, pues Diana le estaba segando la hierba bajo los pies.
—Mira —dijo Celeste en tono suave—, es tarde, estoy en casa y tengo que dar la cena a mis hijos. Mejor lo hablamos mañana. Si quieres que comamos…
—Es urgente, Celeste.
—¿Qué puede ser tan urgente como para sacarme de casa ahora?
—¿Qué te parece darle el alta de forma irregular a una paciente tutelada por la Comunidad de Madrid? Celeste suspiró.
—Está bien. ¿Dónde quieres que nos veamos?
Se reunieron en el Café Comercial, a las ocho y media. Nada más atravesar la puerta giratoria, Celeste vio a Diana. Estaba sentada cerca de una ventana, mirando a la calle ton gesto ausente.
Diana tenía cuarenta y siete años. Se podría decir que bien llevados, porque conservaba un tipo envidiable, aunque a costa de que en la clínica nadie la hubiera visto tomar nada que no fuera café solo con aspartamo.
Ahora, por una vez, no estaba bebiendo café, sino un gin tonic. Al ver a Celeste, sonrió y levantó la copa hacia ella.
—¿Quieres otro? Esto hay que celebrarlo.
—¿Celebrar qué? —preguntó Celeste, sorprendida por aquel recibimiento.
—Querida, no intentes insultar mi inteligencia. No lo soporto.
«Insultar mi inteligencia —pensó Celeste—. Qué peliculera es».
—No pretendo insultarte, Diana. Pero, ya que te pones tan directa, tendrás que explicarme para qué me has hecho venir hasta aquí.
Un camarero pálido y serio se acercó y preguntó a Celeste qué quería. Ella se lo pensó un rato, tentada de pedir otro gin tonic. Tenía que coger el coche y conducir de vuelta a Coslada, así que se resignó a tomar una cerveza sin alcohol. El lingotazo que necesitaba después de las emociones del día tendría que esperar hasta la noche, cuando acostara a los niños y se quedara a solas en el salón.
Nadia y Alfonso se habían quedado con la chica que los llevaba al colegio por la mañana y que le hacía de canguro las escasas veces que Celeste salía de noche. En cuanto a Gabriel, Herman y Kiru, ella misma los había hecho marcharse de casa antes de salir para la reunión con Diana. Fuese quien fuese Kiru, la asustaba el extraño poder que ejercía sobre las emociones ajenas y que ni ella misma parecía capaz de controlar. Celeste no quería que esa mujer anduviera cerca de sus niños, y así se lo había dicho a Gabriel.
—No sé dónde llevármela —había contestado él, rascándose la cabeza—. Los tipos que se han llevado a Milagros me tienen localizado, seguro. No me la puedo llevar a mi apartamento.
—Haz lo que quieras. Prefiero no saber dónde te la llevas —le dijo Celeste.
—Pero necesito que me ayudes a comprender qué le pasa a su memoria.
—Me da igual lo que le pase a su memoria. Quiero mantenerme al margen de todo esto. Ya me he metido en bastantes líos por ti.
—Se supone que eres científica. ¿No sientes una mínima pizca de curiosidad?
Celeste había dicho que no, pero mentía. Su problema era que tenía miedo. Miedo de aquellos individuos siniestros a los que había sorprendido propinándole una paliza a Gabriel. Miedo de Kiru y de las sensaciones que provocaba en ella. Miedo de seguir relacionándose con Gabriel y quemarse una vez más.
No, definitivamente no quería saber nada de aquella historia.
—¿Me estás escuchando, querida?
Celeste parpadeó. Hacía un rato que la voz de Diana se había convertido en lluvia repiqueteando en los cristales de su mente.
—Claro, Diana. Perdona, estoy un poco cansada. Me estabas diciendo…
—… lo que ya te he explicado por el móvil. He visto que has firmado el alta a la mendiga del ácido.
—¿Desde cuándo supervisas las altas?
El departamento de genética molecular se dedicaba a la investigación, no a la atención clínica. Celeste no tenía por qué rendir cuentas ante Diana.
—No suelo molestarme en hacerlo. Pero da la casualidad de que fui a buscarla a la habitación esta tarde, un rato antes de llamarte, y cuál no sería mi sorpresa al ver que ya no estaba.
El camarero volvió con la cerveza. Celeste aprovechó la ocasión para concentrarse unos segundos en ella y rehuir la mirada de Diana.
—¿No tienes nada que decir, Celeste?
—Pensaba que eras tú quien iba a decirme cosas. Esta cita es cosa tuya, ¿no?
Diana tamborileó con sus uñas de gel sobre el mármol negro de la mesa.
—Vamos a hablar claro. Hoy has salido de la clínica casi una hora antes que todos los días. Ibas con dos hombres y, según me ha dicho el guardia de seguridad, con una chica joven muy atractiva que no había entrado como visitante.
—Sí, esa chica era la mendiga del ácido —reconoció Celeste.
—He visto el vídeo. Tenía el rostro perfecto, como una modelo.
—Por eso mismo le di el alta. ¿Cómo íbamos a retenerla? Somos un centro geriátrico.
—Esa no es la cuestión, y lo sabes. ¿Cómo es posible que tuviera la cara intacta después de que le arrojaran ácido?
—Hay curaciones sorprendentes.
—Eso no es una curación sorprendente. Más bien es un milagro.
Celeste suspiró y dio un par de vueltas a la copa, observando cómo giraba la cerveza.
—Dime adonde quieres ir a parar, Diana. No tengo mucho tiempo.
—¿Sabes por qué fui a buscar a esa mendiga a la habitación?
—No.
—Por su perfil genético. En primer lugar, nuestra mendiga tiene su reloj molecular totalmente desfasado. Fuera de hora.
—No te sigo.
—Llamamos reloj molecular a una serie de indicadores que sirven para fechar en qué momento se separan dos especies o dos poblaciones distintas de una misma especie. Gracias a eso, sabemos por ejemplo que nuestros antepasados y los de los chimpancés se separaron hace siete millones de años, o que los primeros hombres que llegaron a Australia lo hicieron hace cincuenta mil años, cuando Europa aún estaba poblada por neandertales.
—Entiendo. ¿Y qué le pasa al reloj de Kiru?
—Vaya, así que esa chica tiene nombre.
A Celeste se le había escapado. Sin saber por qué, se arrepintió, como si conocer el nombre de aquella misteriosa mujer le otorgara a Diana cierto poder sobre ella.
—Cuando me llegó una muestra de sangre de tu amiga Kiru —prosiguió Diana—, introduje su ADN en el ordenador por pura rutina. Como no aparecía en ninguna base de datos y no había forma de identificarla, le apliqué un programa que calcula distancias genéticas entre poblaciones. Así, al menos podría hacerme una idea de dónde venía. —Diana se encogió de hombros—. De entrada, no es que tuviera mucho interés. Sólo pulsé la tecla ENTER para que el ordenador hiciera la tarea por mí.
—Me hago cargo —dijo Celeste con cierto sarcasmo. Diana tenía fama de trabajar mucho más en los pasillos y en los despachos que en su laboratorio.
—Ese programa utiliza más de ciento cincuenta marcadores genéticos cuya tasa de mutación está muy bien estudiada. Cuando terminó de procesar los datos, descubrí que los genes de Kiru no se corresponden con los de ninguna población humana actual.
A su pesar, el interés de Celeste se avivaba cada vez más.
—Y… ¿con alguna población del pasado sí?
—Es curioso que lo digas. —Diana frunció el ceño—. Tú sabes más de esa chica de lo que reconoces.
—Has dicho que no se corresponde con ninguna población actual. La única alternativa es el pasado, ¿no?
—No del todo, querida. Pero en parte sí. La mayoría de los marcadores indican que Kiru pertenece a una población aislada que se separó de la euroasiática hace unos cuatro mil años. Tal vez más.
Celeste recordó que, al preguntarle a Gabriel a qué se refería al hablar de la época de Kiru, él le había contestado:
«Hace más de tres mil quinientos años».
—Lo que te he dicho se aplica a los genes
normales
—prosiguió Diana—. Genes que no presentan mutaciones extrañas. Pero hay mucho más.
—Te escucho.
—He encontrado cadenas de ADN que simplemente han vuelto loco al ordenador. Las respuestas que me daba no tenían ningún sentido, hasta que he conseguido que un amigo sueco me enviara un simulador de evolución genética que él mismo ha diseñado.
—Un sueco —repitió Celeste, imaginándose por un instante tórridas escenas entre Diana y el nórdico.
—Según el simulador, es como si muchas de las mutaciones que tienen los genes de Kiru procedieran del futuro. Bueno, de un hipotético futuro. Al fin y al cabo, las mutaciones son imprevisibles. Hay algunas de ellas, como las que activan la telomerasa en sus células, que según el programa podrían haberse producido… dentro de 250.000 años.
—¿Me estás diciendo que esa mujer viene del futuro?
—Eso sería absurdo. Digo que
tal vez
algunas de las mutaciones que he descubierto en su ADN podrían haberse producido de manera accidental si observáramos a una población de miles de millones de personas evolucionar durante 250.000 años a partir de ahora. Pero sólo
tal vez.
—Lo que quieres decir es que esas mutaciones son imposibles ahora y que sólo podrían producirse dentro de 250.000 años…
—…en el caso de que se produjeran, sí. Porque la herramienta que maneja la naturaleza es el azar. Pero no creo que las mutaciones que presenta tu amiga sean fruto del azar.
—¿Qué quieres decir?
—Vamos, Celeste, piensa un poco.
—¿Que todas esas mutaciones son artificiales? —preguntó Gabriel.
Celeste caminaba hacia el aparcamiento donde había dejado el coche. Apenas salió del Comercial, había llamado a Gabriel para contarle su conversación con Diana. Lo primero que le había dicho era que no quería saber dónde se encontraban ahora él, Herman y Kiru. Tal vez se estaba volviendo muy paranoica, pero todo aquel asunto era tan inverosímil y podía haber en juego una cantidad de dinero tan inconcebible que bien creía que alguien hubiera pinchado su móvil.
—Eso parece —contestó—. Es como si fuera un producto de diseño.
—¿Puede tratarse de un experimento genético que hayáis llevado a cabo vosotros mismos?
—Ni en la clínica ni en los demás centros del Proyecto Gilgamesh existen medios para crear un engendro como el ADN de Kiru.
—Entonces… ¿quién?
La misma pregunta le había hecho Celeste a Diana mientras ésta se tomaba su segundo gin tonic.
—No tengo ni puñetera idea, querida —le había respondido ella, encogiéndose de hombros—. Pero la cuestión es que, aunque es imposible que tu amiga exista,
existe.
Y eso es lo que tenemos que aprovechar nosotras dos.
Celeste trató de repetirle a Gabriel lo que le había explicado Diana. Uno de los problemas en la búsqueda de la inmortalidad, o al menos de una longevidad muy extendida, era el límite de Hayflick, el número máximo de veces que podía dividirse una célula antes de envejecer o, según el término técnico, entrar en senescencia.
Dicho límite estaba relacionado con los telómeros. Para explicarle a Gabriel qué eran, Celeste recurrió al mismo símil que había utilizado Diana.
—Los telómeros son como las fundas de plástico que protegen el extremo de los cordones de los zapatos para que no se deshilachen. Sólo que, en lugar de cordones, hablamos de cromosomas. Los telómeros están en sus extremos y, de alguna manera, evitan que los cromosomas se deshilachen o enreden con otros.
—Aja.
—El problema de los telómeros es que, cada vez que una célula y sus cromosomas se dividen en dos, se acortan. Llega un momento en que los telómeros son tan cortos que la célula ya no puede seguir dividiéndose.
—Así que por culpa de los telómeros envejecemos y morimos.
—No es tan simple, pero tiene mucho que ver.
El caso, prosiguió Celeste, era que el organismo de Kiru producía telomerasa, una enzima que aparecía en las células embrionarias, pero no en las adultas.
—La telomerasa permite alargar los telómeros —le explicó a Gabriel—. Gracias a ella, los cromosomas y las células pueden seguir dividiéndose indefinidamente.
—¿Y qué hacen que no venden telomerasa en las farmacias?
—En los experimentos con telomerasa sólo se han conseguido células que se reproducen sin control alguno. O sea, células cancerígenas.
—Es evidente que Kiru no es una masa de tumores malignos. ¿Qué ocurre con su telomerasa?
—No he entendido muy bien los detalles. Mi biología está un poco anquilosada. Los genes de Kiru consiguen «domar» la telomerasa para que se limite a reparar los telómeros sin estimular un crecimiento celular desatado. En realidad, parece que su cuerpo utiliza una especie de telomerasa mutante.
No eran las únicas mutaciones de Kiru. Había otras que afectaban a los lisosomas, a las mitocondrias y a todo el sistema inmunitario. Pero Celeste mencionó a Gabriel la más sorprendente.
—Sus células nerviosas también se regeneran. Antes de verme, Diana hizo un experimento con unas neuronas que le habían extraído de la médula.
—¿Cómo lo hizo? ¿Le clavó una aguja en la espalda?