Atlántida (48 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Durante el camino en coche, Gabriel le había sacado a Herman toda la verdad.

—¿Cómo? —se defendió Herman—. ¿Que encima la culpa la tengo yo?

—Enrique y tú, sí. Por meteros en camisa de once varas y hablar con Sybil Kosmos.

—¡Ah, disculpa! Ahora resulta que hacerle un favor a un amigo es un delito.

—¿Qué favor pretendíais hacerme?

—¡Ayudarte a salir adelante! Pensamos que ese rollo de la Atlántida podía ser una buena ocasión profesional para ti.

—Lo mismo pensaba yo. Y por eso lo estaba haciendo a mi manera.

—Tu manera de hacer las cosas no suele ser la más adecuada.

Aquello disparó a Gabriel.

—¿Por qué coño os metéis en mi vida? Yo sé llevar mi carrera.

—¿Tu carrera? ¿Tu carrera? ¿De qué carrera estás hablando? No es que últimamente saltes de éxito en éxito.

—Dímelo tú, que vas presumiendo del piso de tus padres y de que trabajas en un instituto.

—¿Y es que no trabajo en un instituto?

—Sí, pero eres conserje, y te das tantos aires como si fueras el puto director. Herman soltó un bufido.

—Pues con lo poco que tengo me basta para prestarte dinero y llevarte a todas partes como si fuera tu puñetero chófer.

Gabriel se dio cuenta de que estaba pisando un campo de minas. Pero estaba tan cansado y le dolían tanto la cabeza y la espalda que no controlaba del todo sus reacciones y se le escapaban comentarios que habría preferido callar.

—Si tanto te molesta llevarme en tu lujosa flota de vehículos, puedes quedarte en
tu
casa. Kiru y yo nos apañaremos solos.

Gabriel se levantó. Herman lo miró con incredulidad.

—¿Que os apañaréis solos? Vamos, no jodas.

—Llevo cuarenta y cinco años arreglándomelas sin que nadie me ayude.

—¿Sin que nadie te ayude? Venga, hombre, siempre estás tirando de la gente, y sobre todo de mí. Me extraña que no me pidas que te la sacuda después de mear.

—Si es así como lo ves, te aseguro que desde ahora mismo se va a acabar.

Gabriel se dirigió a la puerta de la cocina con una dignidad que, en el fondo, a él mismo se le antojaba ridícula.

—¿Se puede saber adonde vas?

—A mi casa, a hacer la bolsa. Si no te importa que abuse de tu hospitalidad un poco más, voy a dejar que Kiru duerma hasta que termine. Luego la recogeré y me la llevaré de aquí. No quiero meterte en más líos.

Sin mirar atrás, Gabriel cruzó el pasillo y abrió la puerta de entrada. Justo antes de cerrarla con cierta contundencia, oyó a sus espaldas un chasquido familiar. Herman había abierto otra lata de cerveza.

«Arréglalo todo bebiendo, capullo», pensó.

Pero en un nivel más profundo se dijo: «Aquí el único capullo eres tú, Gabriel Espada».

Madrugada del Jueves al Viernes
Madrid, La Latina

Tras subir las empinadas escaleras de su apartamento, Gabriel se encontró aún peor. Entró al servicio corriendo y llegó justo a tiempo de vomitar en la la/a la media pizza que había cenado. Al ver un par de gambas casi enteras sobre la porcelana blanca volvió a sentir bascas, pero el estomago se le había vaciado y sólo consiguió arrugarse de dolor.

Se lavó la cara ante el espejo y comprobó que tenía los ojos rojos y algo vidriosos, como si llevara días sin dormir. No era extraño que le costara enfocar la vista. Las venas de las sienes estaban hinchadas y al latir parecían lombrices vivas, y con cada palpitación una oleada de dolor le recorría la cabeza.

Se preguntó si mantener el contacto mental con Kiru le ponía en peligro de sufrir un derrame cerebral. Quería saber más sobre su pasado, quería descubrir cuál era el secreto del poder de la Atlántida. Pero temía que, por culpa de aquel esfuerzo casi sobrenatural, se estuviera formando un trombo dentro de su cráneo.

Pasó a la cocina, abrió el cajón donde guardaba las medicinas y se tomó dos nolotiles con un trago de agua. Después se dirigió al dormitorio, lo que en aquel cuchitril suponía cuatro zancadas. Pero al pasar delante de la televisión recordó las últimas noticias que había visto en casa de Celeste y la encendió.

En todos los canales de noticias hablaban de lo que estaba ocurriendo en el golfo de Nápoles. Las imágenes eran lejanas, y mostraban un enorme penacho de humo, una especie de hongo oscuro cuya textura rugosa se asemejaba a la de un brécol monstruoso.

Según la información, se trataba de una erupción pliniana, no de un supervolcán. Magro consuelo para los habitantes de la zona, pensó Gabriel, pues bastaba con un volcán sin prefijo aumentativo para destruir la ciudad de Nápoles y sus aledaños.

Por el momento, todavía se recibían imágenes de la región afectada. Un plano mostró una autopista sobre la que caía una nevada grisácea: cenizas volcánicas. Salvo un carril señalado con balizas luminosas por el que entraban ambulancias y coches de bomberos, todos los demás se habían convertido en vías de salida. Pese a aquella medida, los coches estaban parados. Muchos conductores habían apagado el contacto, pero otros mantenían encendidos los pilotos traseros. Las mortecinas luces rojas le recordaron a Gabriel una fantasmal procesión nocturna.

«Todas las carreteras de la zona están colapsadas»,
informaba la locutora de Televisión Española.
«Debido a la lluvia de cenizas se han suspendido casi todos los vuelos, por lo que la evacuación está siendo más difícil todavía. Si la situación sigue así, se prevé una catástrofe humanitaria de consecuencias…».

Gabriel, que ya echaba en falta el latiguillo de la «catástrofe humanitaria», cambió de canal. En la NNC, sobre imágenes de Italia, desfilaban rótulos que informaban sobre el desarrollo de la erupción de Long Valley.
«Corn Belt affected by the ashfall».
Las cenizas ya habían llegado al cinturón cerealístico, las fértiles llanuras del Medio Oeste. Según la información, amenazaban con arruinar las cosechas de trigo y maíz, pero Gabriel entendió que el verbo «amenazar» era un eufemismo: esas cosechas ya estaban destruidas. ¿Qué ocurriría en invierno cuando el principal granero del mundo se encontrara desabastecido?

«Paso a paso», se dijo Gabriel, como si estuviera en su mano solucionar aquel desastre más adelante. Entró de nuevo en el dormitorio. La ropa que llevaba puesta tenía manchas de sangre y de suelas de zapato, así que se la quitó y la dejó sobre la cama. Ya la lavaría al volver. «Si es que vuelvo», pensó en tono lúgubre. Pese al presagio del atardecer ensangrentado, la gente en España aún no parecía consciente de que lo que estaba ocurriendo en Italia y California acabaría afectándola más temprano que tarde. En una novela había leído que hasta la civilización más avanzada se hallaba tan sólo a dos comidas de una revolución. Pronto lo comprobarían.

«Deberíamos ir a un supermercado y comprar alimentos básicos y que duren mucho tiempo», pensó, imaginándose un bunker lleno de leche en polvo, conservas de atún y sardinas, cientos de latas de fabada Litoral y, por su puesto, de cerveza. Luego se dio cuenta de que había incluido en el plural a Herman a pesar de su discusión. «Que le den», añadió para sí. Además, ya le había sugerido a Enrique que comprara provisiones. En cuanto terminara de vestirse, le llamaría por teléfono para preguntarle si lo había hecho.

Se puso unos vaqueros grises y una camiseta negra con la portada del disco
In the Court of the Crimson King.
Al ver en el espejo aquel rostro de ojos desencajados con la boca tan abierta que mostraba hasta la úvula, pensó que era la viva imagen de la locura. Algo muy apropiado para todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Oyó un gañido que le era familiar y notó que algo le tiraba del pantalón. Al bajar la mirada vio que era
Frodo, y
le agachó para acariciar al cachorrillo.

—Hola, amiguito. Siento haberte tenido abandonado todo el día.

Cogió a
Frodo
en una mano y se lo llevó a la cocina, donde le preparó su plato favorito: galletas desmigajadas en un plato. Mientras el cachorro daba cuenta de aquella cena tardía, el móvil de Gabriel emitió un zumbido.

Tienez un menzaje, gorunko.

Pensó que debía de ser Herman, para pedirle disculpas. Pero cuando la pantalla se encendió, vio que lo que había recibido era una noticia.

SUICIDIO EN LA M30

Sobre las 23:00, una mujer se arrojó por el puente del Calero, cerca de la plaza de Ventas.

Según testigos presenciales, acababa de bajar de una limusina, y aunque cojeaba ostensiblemente y llevaba una muleta, consiguió encaramarse a la barandilla del puente y saltar antes de que las personas que cruzaban el puente en aquel momento pudieran acudir a evitarlo. Fuentes policiales informan de que la mujer era Celeste del Moral Izquierdo, de profesión psiquiatra…

Gabriel sintió otra arcada y se arrugó sobre sí mismo. No era capaz de seguir leyendo.

Sybil. Tenía que haber sido Sybil. Ella manipulaba las emociones, como Kiru. ¿Qué otro motivo podía tener Celeste para suicidarse?

«En realidad, la he matado yo», se dijo.

Aún no había asimilado lo que acababa de leer cuando algo pareció estallar en la entrada. Gabriel dio un respingo y, casi por instinto, cogió un cuchillo del cubertero que tenía junto a la pila.

Al asomarse al salón, vio que la puerta estaba abierta. Al otro lado se hallaba su viejo conocido, el chuloputas de la clínica. En la penumbra del rellano sus dientes destellaban como luces de discoteca.

Al matón le había bastado una patada para descerrajar la puerta. Gabriel pensó con tristeza que nunca había sido muy segura. Una noche en que llegaba algo borracho había arrancado el pomo al forcejear con la llave, y el agujero abierto le había servido como autopsia para contemplar la frágil anatomía de la puerta: un relleno de cartón ondulado cubierto por dos tablas de contrachapado.

Demasiado tarde para arreglar aquella falla de seguridad. El ch.p. ya estaba en el salón.

—Buenas noches —le saludó, exagerando la sonrisa para exhibir los dientes de cristal—. Tienes visita.

Gabriel retrocedió lo poco que le permitía la longitud del salón, empuñando el cuchillo en la diestra. El ch.p. lo miró con una sonrisa burlona, pero en lugar de acercarse a él volvió a salir por la puerta que él mismo había forzado.

Apenas unos segundos después, entró una mujer de cabellos cobrizos, encaramada a unos tacones de medio palmo y vestida con un mono negro que parecía pintado sobre su piel.

—Ya tenía ganas de conocerte, Gabriel Espada —dijo Sybil Kosmos.

Allí estaba la famosa SyKa, perejil de todas las salsas, objetivo codiciado por los paparazzi de medio mundo, sueño húmedo de millones de varones y muchísimas mujeres. Pero en ese momento Gabriel no pudo pensar en la joven y descocada heredera que aparecía casi todos los días en los medios del corazón, sino en la diosa que se sentaba en el sitial bajo la cúpula dorada y recibía Como ofrenda corazones humanos recién arrancados del pecho.

Isashara —musitó.

Sybil enarcó una ceja.

—Así que sabes. Más de lo que yo creía.

—Sé más de lo que yo mismo quisiera-respondió Gabriel.

Sybil avanzó un paso.

—¿Dónde está Kiru.?

Curiosamente, cuando Sybil mencionó a Kiru, Gabriel pensó que ambas hablaban de forma similar. ¿El acento de la Atlántida?

—No tengo ni idea.

—Sí que la tienes.

Gabriel sintió como si le metieran un anzuelo invisible en la boca y tiraran del sedal para extraerle las palabras de la garganta, enganchadas unas con otras como las cuentas de un abalorio. Su propia voz le sonó ajena como una grabación.

—Está en casa de mi amigo Herman, a tres manzanas de aquí.

—Agradezco tu sinceridad.

Fuera lo que fuera aquel anzuelo, desapareció. Pero Gabriel acababa de experimentar una pequeña muestra del poder de SyKa.

Sybil dio un paso más y empujó la puerta para cerrarla. La patada del ch.p. la había desencajado y se quedó entornada.

—He indagado sobre ti, Gabriel Espada. La mayoría de la gente que te conoce opina que das la impresión de ser brillante, pero que en realidad no eres más que un fracasado. Alguien incluso te definió como un fraude.

—Yo también estoy encantado de conocerte. —Gabriel se encontraba tan furioso que temía cometer algún error. Su vida pendía de un hilo, y no era cuestión de reducir aún más sus posibilidades dejándose llevar por la cólera. La ironía podía ser la única forma de dominarla—. Te queda muy bien ese mono, pero estarías mucho más vistosa con un bonito vestido minoico.

—Yo misma firmé tu despido a sugerencia de Saúl Alborada —dijo Sybil, sin seguirle la corriente.

—Me halaga que te acuerdes de mí.

—En realidad no me acordaba. Lo he descubierto al revisar tu expediente.

Sybil avanzó hacia él.

—Discúlpame por haberte tratado con tan poca consideración. Salta a la vista que eres un espécimen más interesante que Alborada.

—¿Dónde está él?

—¿Qué interés tienes por saberlo?

—Su mujer me ha preguntado. Está preocupada.

Sybil dio un paso más. Cada vez que lo hacía cruzaba una pierna por delante de la otra como si caminara por una pasarela de moda. A Gabriel le llegó su aroma, cítrico y engañosamente fresco. Pensó que le cuadraría mejor perfumarse con pulpa de gusanos extraídos de un cadáver. No podía apartar de su cabeza la imagen de Isashara presenciando el sacrificio humano junto a la cúpula dorada.

—Saúl Alborada ya no me interesa —respondió Sybil—. Ya he sacado de él todo lo que podía sacar.

Gabriel retrocedió, hasta toparse con una silla que, como de costumbre, estaba descolocada. Trastabilló y cayó sentado sobre ella.

—¿Cómo me has encontrado?

—Una amiga tuya me dio tu móvil y me dijo que vivías cerca de un bar llamado Luque. Por cierto, me dio la impresión de que estaba muy deprimida. Deberías vigilarla bien. Esas depresiones tienden a acabar mal.

—Eres una hija de puta —masculló Gabriel.

—No seas tan vulgar, Gabriel Espada. Me decepcionas.

—No soy un pijo como tú. Puedo ser vulgar si quiero.

—Me decepciona que un hombre interesante se conforme catalogándome como «pija» —dijo Sybil—. Hay infinidad de cosas que me definen mejor que mi dinero.

—¿Tu afición por la sangre, tal vez?

«Qué falsa ilusión de control», pensó Gabriel. Pero no tenía más alternativa que seguir siendo mordaz o quedarse mirando a SyKa en silencio, hipnotizado como un polluelo a punto de ser devorado por una serpiente.

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