Sin embargo, el reclamo irresistible que atraía a la madre de Joey no era aquella casa, sino su nieta Andrea, que tenía quince meses. La habían visto durante las vacaciones de primavera, ya que Linda y su marido habían venido a visitarlos; pero aquel permiso improvisado era una ocasión que la abuela Carrasco no iba a dejar escapar, máxime cuando su esposo estaba en paro.
—Mamá, yo no puedo ir —dijo Joey.
Aquello provocó una breve discusión. Joey explicó que tenía que entregar varios trabajos y que tanto el jueves como el viernes le esperaban exámenes importantes. Su madre titubeó. Su deber materno exigía que se preocupara sobre todo de su hijo de catorce años, pero su instinto de abuela la llevaba a San Diego a ver a una criatura que, por otra parte, se encontraba perfectamente atendida.
Luisa lo organizó todo con rapidez. Pasó revista al congelador, habló con Rosa Moral, la vecina del 115, que prometió echarle un ojo a Joey, y pegó un papel sobre la nevera con todo lo que debía comer y no comer su hijo durante esos días.
—Tranquila, mamá —dijo Joey—. Además, está Randall.
A Joey también le apetecía ver a su hermana. Más, por otra parte, no tardaba en aburrirse de las absurdas conversaciones que sostenían los mayores delante de Andrea, compuestas de monosílabos, balbuceos y palmadas, todo ello aderezado con sonrisas bobaliconas, gestos exagerados y ojos abiertos como platos. Además, la perspectiva de quedarse solo unos días le resultaba emocionante.
El resto de la mañana se pasó en preparativos frenéticos. A mediodía, los padres de Joey ya tenían listo el equipaje. Una vez cargado el viejo coche familiar, su madre le regaló unos cuantos consejos e instrucciones más ya en la puerta.
—Me portaré bien, mamá. No te preocupes.
—Una coca-cola al día no más, que te conozco, ¿eh?
—Sí, mamá.
Joey ya tenía sus planes. Se frotaba las manos por dentro pensando en sus noches temáticas de
Star Trek, Dune
y
El señor de los anillos
en 3D, regadas con coca-cola y alimentadas con varios sabores de pizza. Ya procuraría luego hacer desaparecer los cartones de las pizzas y reponer las latas de refresco.
De pronto su madre se quedó mirándolo muy seria, y Joey se temió: «Me ha leído el pensamiento».
Creo que deberías venir con nosotros.
Mamá, que tengo el instituto.
Ella lo abrazó con fuerza.
—No sé, de pronto he tenido un mal presentimiento, como si no fuéramos a volver a vernos en mucho tiempo.
—Sólo os vais una semana, mamá. Ya verás qué pronto se pasa.
Cuando por fin montaron en el coche, la madre de Joey tenía los ojos húmedos. No mucho después, Teresa Sánchez comprendería que la inundación del restaurante les había salvado la vida a ella y a su marido.
La suerte que pudiera correr Joey era otra cosa.
Gabriel pasó la mañana del domingo durmiendo a saltos. No era capaz de conciliar un sueño profundo, pero cuando se despertaba tampoco conseguía estar lo bastante alerta. Sus pensamientos vagaban en asociaciones libres, a veces absurdas, de tal manera que luego le resultó difícil recordar cuándo había estado dormido y cuándo en vigilia. Sus propias vivencias se mezclaban con las de Kiru, a la que en un momento dado llevó a un cóctel ofrecido por Sybil Kosmos en el palacio más chic de la Atlántida. «Hola, Kiru. Te presento a Sybil. Mira, ésta es Iris. Seguro que os lleváis muy bien».
Entre cabezada y cabezada, consiguió que la compañía eléctrica le restableciera el suministro, aunque a costa de entramparse más con la tarjeta de crédito. Si la fortuna no le sonreía con un buen golpe en cuestión de dos o tres semanas, Gabriel se veía haciendo el hatillo y escapando de Madrid.
«Que paren el mundo, que me bajo», pensó por enésima vez en los últimos días. Y luego recordó que, según Iris, tal vez él y todos los demás habitantes del planeta se iban a ver apeados en marcha.
A la una y media bajó a la tienda de la esquina por provisiones. Entre otros víveres, compró leche y galletas para
Frodo,
que había pasado la noche en su casa. Gabriel había oído en algún sitio que a los cachorros les tranquilizaba dormir oyendo el tictac de un reloj, porque se parecía a los latidos del corazón de su madre. Antes de salir de casa para leerle las cartas a Iris, había sacado de un cajón un viejo despertador, lo había envuelto en una toalla de tocador y lo había metido en la caja de cartón que se había convertido en la cama de
Frodo.
Al parecer, el arreglo había sido satisfactorio. También lo fue la nueva ración de leche y galletas desmenuzadas, a juzgar por la forma en que el cachorro agitaba la cola mientras comía.
A las dos le llamó Herman.
—Ya he localizado a Valbuena. Vive en la calle Arroyo de Fontarrón, en Morátalaz. También he conseguido su telefono.
Al ver el prefijo 91, Gabriel preguntó:
—¿No tiene móvil?
—Se ve que no.
—Debe ser uno de los pocos humanos desmovilizados que quedan sobre la Tierra.
—Tampoco tiene correo electrónico ni está en el Socialnet. He tenido que buscar en la guía de teléfonos.
—¿Y cómo sabes entonces que es él y no cualquier otro C. Valbuena?
—Porque le llamé a mediodía para venderle una enciclopedia y me dijo: «Señor mío, aquí en mi hogar guardo más de quince mil libros selectos y perfectamente catalogados. ¿Qué le hace a usted pensar que necesito su refrito do saberes estereotipados y superficiales de segunda mano?»
—Ese es nuestro Valbuena. Voy a hablar con él ahora mismo. Luego te cuento.
Gabriel colgó y después marcó el número de Valbuena. Mientras oía las señales, tragó saliva, y se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso. «El que es tu profesor lo sigue siendo siempre», pensó.
—Dígame —respondió una voz neutra.
—¿Don César Valbuena? —preguntó Gabriel. Por más años que hubieran pasado, no se atrevía a apearle el tratamiento.
—Sí. Dígame.
Con muchos rodeos, Gabriel le explicó que era un antiguo alumno del centro al que no había dado clase, pero que gracias a terceros había oído hablar de él y de sus conocimientos del mundo antiguo. Puesto que estaba escribiendo precisamente una monografía, ¿le importaría recibirle para una entrevista sobre los mitos de Platón y, en particular, la Atlántida?
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Valbuena.
—Eh… Guillermo Escudero.
Gabriel había leído en alguna parte que los humanos somos incapaces de librarnos del todo de nuestro nombre, incluso cuando queremos ocultarlo. Ahora se dio cuenta de que había improvisado un alias con las mismas iniciales que el suyo.
—Tuve un alumno que se llamaba así.
«Vaya por Dios, qué maldita casualidad».
—No era yo. —En eso no mentía.
—Venga a verme esta tarde. A las cinco. Puedo hablar con usted una hora.
Gabriel le dio las gracias a la nada, pues Valbuena colgó directamente. Respiró hondo. Se sentía como si hubiera concertado una cita con el dentista. Después llamó de nuevo a Herman para que lo acompañara. Podría haber ido a Moratalaz en metro o en autobús, pero no le apetecía enfrentarse solo a su ex profesor.
Por la tarde, Joey se acercó a la caravana de Randall. La víspera, lo había dejado sumergido en su trance, con aquel extraño libro en el regazo. ¿Seguiría igual?
Obtuvo la respuesta antes de lo esperado, ya que por el camino se cruzó con él.
—Qué casualidad —dijo Randall—. Precisamente iba a buscarte. Me gustaría hablar con tus padres.
—Pues no están. Se han ido unos días para ver a mi hermana.
—Tu hermana vive en San Diego, ¿no es así?
—Sí.
Randall se pasó los dedos por la larga barba y dijo con aire pensativo:
—Bueno, eso no está tan mal. Quizá es lo bastante lejos.
—¿A qué te refieres?
Randall tardó unos segundos en contestar. Por fin, volvió a enfocar la mirada en Joey y le dijo de repente:
—Mañana tengo que hacer un viaje.
—¿ Adonde vas?
—A Long Valley. Este año no quiero esperar al verano. Y añadió con voz seria:
—Me vendría bien que me acompañaras. Era lo que quería decirles a tus padres.
Joey pensó la contestación que debía dar. «No puedo ir. Tengo clase. Si mi madre se entera de que hago novillos me castigará». Etc. Pero todas las objeciones se esfumaron de su cabeza como hojarasca barrida por el viento. Le apetecía correr una aventura con su amigo Randall, el hombre misterioso que arreglaba las chifladuras de la gente, que entraba en trance como un faquir y que guardaba en su caravana libros escritos en un alfabeto incomprensible.
En realidad, no fueron sólo sus propias apetencias las que le impulsaron a decirle que sí a Randall. Éste procuraba no utilizar con Joey el misterioso poder que, por alguna razón que él mismo no recordaba, denominaba
Habla.
Pero albergaba el presentimiento de que se acercaban horas muy oscuras, y prefería que aquel chico al que tanto apreciaba estuviera con él, aunque para ello tuviera que manipularlo sin que se diera cuenta.
Cuando llegaron a la caravana de Randall, Joey vio un viejo todo terreno, un Wrangler Renegade cuyo rojo descolorido disimulaba un poco las manchas de óxido.
—Me lo ha prestado Espinosa —explicó Randall.
—No tenía ni idea de que sabías conducir.
—Tengo carnet. Mira. —Randall le enseñó con orgullo el documento plastificado, como si se lo acabaran de entregar en la autoescuela.
Joey miró el carnet con ojo crítico. No era auténtico. Si él se daba cuenta de ello, más se percataría la policía. Randall debía habérselo agenciado en el mismo parque de caravanas encargándoselo a algún falsificador de poca monta.
—¿Zebadiah Randall? ¿De veras te llamas Zebadiah?
Randall se encogió de hombros y se guardó el carnet antes de que Joey pudiera mirar la fecha y el lugar de nacimiento. De todos modos, se dijo el muchacho, seguro que se los había inventado, como ese ridículo nombre.
Cuando entraron en la caravana, Joey vio dos bolsas de deporte en el suelo. Mientras su amigo sacaba del frigorífico una coca-cola y una cerveza, él empujó ligeramente ambas bolsas con la punta del pie. Una se deslizó con facilidad sobre el linóleo. Ropa. La otra pesaba bastante más.
¿Serían los libros escritos en aquel misterioso alfabeto? ¿Para qué querría Randall llevárselos de viaje?
¿No estaría pensando en un viaje sin regreso?
—Cuando vuelvas a casa, mete toda la ropa que puedas —dijo Randall, dándole la lata de coca-cola.
—Pero ¿cuándo vamos a volver? —preguntó Joey, escamado.
—Seguramente mañana mismo. Sólo es por si acaso. En la montaña el tiempo cambia de golpe.
—Hay un problema. Mi madre ha hablado con Rosa, la vecina. Si mañana no me ve, llamará a mi madre.
—Tranquilo, ya me encargo yo de explicárselo a Rosa. Siento que pierdas las clases, pero va a ser un viaje muy instructivo.
—¡Y que lo digas! —Joey estaba cada vez más emocionado—. ¡Voy a ver un supervolcán!
—A lo mejor te decepciona. El volcán no está a la vista. En realidad, el volcán es todo el valle que vamos a ver, incluyendo unas cuantas montañas. Pero lo importante está bajo tierra, en la cámara de magma. No pienses que vas a ver nada demasiado espectacular.
—Qué pena…
—No creas. Te aseguro que no querrías estar en medio de una erupción.
—¿Tú has estado?
Randall se pasó los dedos por la barba.
—No sé. Tengo el recuerdo de haber olvidado que una vez vi estallar un volcán.
Durante un buen rato, Joey se quedó pensando qué significarían aquellas palabras.
Mientras esperaba que llegara la hora de visitar a Valbuena, Gabriel buscó textos e imágenes sobre la Atlántida en Internet y los estudió en la pantalla de televisión. También repasó la hipótesis de los griegos Marinatos y Galanopoulos y del norteamericano Mavor, que ya había leído y desechado en su momento.
Según estos autores, el mito de la Atlántida, el continente que había desaparecido en un gran cataclismo, se basaba en la destrucción de Santorini por una colosal erupción. Los efectos de aquella catástrofe —el estampido sónico, el tsunami, la caída de cenizas, tal vez los flujos piroclásticos— habían debilitado tanto a la poderosa civilización de Creta que poco después había sido presa fácil de los invasores micénicos, procedentes de Grecia continental.
De modo que, cuando Platón escribió sus diálogos sobre la Atlántida, el
Timeo
y el
Critias,
se basaba en el recuerdo de la perdida cultura minoica.
Indagando sobre los minoicos, Gabriel encontró pinturas similares a las que había visto en su sueño: paisajes floridos, antílopes, monos, fabulosos grifos. También había hombres vestidos con faldellines y fundas genitales, y mujeres de cabellos rizados que enseñaban los pechos.
Estaba claro que el lugar con el que había soñado, Widina, era la Creta de la Edad de Bronce. Y que la Atlántida, la isla de la montaña de fuego donde Kiru debía reunirse con Minos e Isashara, no podía ser otro lugar que Santorini, al norte de Creta.
A las cuatro y media bajó a la calle. Durante más de diez minutos no dejó de dar vueltas sobre sus propios pasos y mirar la hora en el móvil. Cuando por fin apareció su amigo, Gabriel le regañó.
—Son casi menos cuarto. Hemos quedado a las cinco. ¿No te acuerdas de que Valbuena no dejaba entrar a nadie después del timbre?
—Tranquilo. Hoy es domingo, y con la burra llegamos enseguida.
La «burra» era un escúter de gasolina. Herman levantó el asiento y sacó el casco de reserva. Era del tipo que llamaban «calimero» y no cubría más que el cráneo. Gabriel no se sentía demasiado seguro con él. Tenía la sospecha de que sólo lo protegería si salía disparado por los aires y caía de cabeza, perpendicular como un clavo.
Tras varias maniobras de kamikaze, llegaron a las cinco menos dos minutos a la dirección indicada, en una calleja que se apartaba de la vía principal como una especie de capilar sanguíneo. El bloque, de ladrillo rojo, no tenía ascensor. Valbuena, como era de esperar por las leyes de Murphy, vivía en el cuarto piso. Gabriel subió los escalones de dos en dos, seguido por Herman, que no dejaba de rezongar.
A las paredes de la escalera no les habría venido mal una mano de pintura para tapar las grietas. Aquella barriada era de la época de la explosión demográfica y, como empezaba a pasarlos ya a los
baby boomers
de los que hablaba Celeste, pedía a gritos una terapia de rejuvenecimiento.