Atlántida (24 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

—De nuevo para usted, señor Espada. ¿Encuentra más paralelos entre la Atlántida y la Creta minoica? Me refiero concretamente al final de ambas civilizaciones.

—Bien, la Atlántida se hundió en el mar por culpa de un cataclismo acompañado de temblores de tierra. Desde luego, Creta no se llegó a hundir, pero…

—¿Pero?

—A poco más de cien kilómetros al norte está el archipiélago de Santorini. Allí se produjo una erupción volcánica de gran magnitud, y cuando la cámara de magma no pudo mantener la presión, el volcán colapso sobre sí mismo y la mayor parte de la isla se hundió.

—Veo que utiliza términos muy precisos. Me parece bien. ¿En qué afectó esa erupción a Creta?

—La propia erupción y el hundimiento de la isla provocaron un tsunami que debió acabar con casi toda la flota minoica. A partir de ese momento los cretenses no podían dominar los mares. Pero, además, las ciudades costeras quedaron destruidas, las poblaciones que se encontraban tierra adentro sufrieron incendios y los campos quedaron sepultados bajo una capa de cenizas volcánicas.

—Por no hablar de la bajada de temperaturas subsiguiente que arruinaría las cosechas. —Valbuena esbozó media sonrisa. Parecía satisfecho, más de lo que Gabriel le había visto jamás en sus clases—. El imperio minoico se convirtió en una pálida sombra de su antiguo esplendor, y después en un vago recuerdo. Ni siquiera los griegos de la Época Clásica llegaron a las cotas de civilización alcanzadas por los minoicos en Creta y en su colonia de Santorini.

Por las vivencias de su sueño, Gabriel sospechaba que, en realidad, Creta era colonia de la Atlántida-Santorini, y no al contrario. El temor con que hablaban de la Atlántida en el palacio así lo sugería. Pero de momento no dijo nada.

Sin embargo, usted no creía que Santorini fuese la Atlántida —prosiguió Valbuena—. ¿Por qué?

—Ya le he dicho que ahora empiezo a verlo de otra forma.

Le he preguntado por qué no
creía.
En pasado.

Gabriel carraspeó.

—Las fechas. El tamaño. El lugar. En todos ellos hay dificultades, porque el texto se contradice con los hechos. Me parecía imposible conciliar los diálogos de Platón con lo que se sabe de Santorini y de los minoicos.

—¿Le parecía o le parece?

—La verdad es que… todavía no he despejado esas dificultades.

—Sin embargo, aunque las ve no le parecen tan importantes. Ha descubierto usted algo que le parece una prueba sólida de la existencia de la Atlántida.

Gabriel agachó la cabeza, sin saber qué decir.

—Usted me oculta algo, señor Espada. Pero obraremos como en la religión antigua. El principio de reciprocidad.
Do ut des.

—«Te doy para que me des» —respondió Gabriel, que sí había estudiado varios cursos de latín.

—Así es. Yo despejaré sus dudas y usted me contará lo que sabe.

—¿Por qué cree que oculto algo?

—Jamás un alumno se copió en un examen sin que yo lo supiera. Ahora tiene usted esa misma cara.
Do ut des?


Do ut des,
profesor.

—Vayamos por partes. Las fechas. Según Platón, ¿cuándo ocurrió la catástrofe que hundió la Atlántida?

—Nueve mil años antes de la época de Solón. O sea, casi en el diez mil antes de Cristo.

—¡Eso es casi en la era hyboria! —dijo Herman.

Valbuena, que jamás debía haber mancillado sus dedos con tinta de tebeo o con literatura
pulp, y
que seguramente ignoraba quién era Conan el bárbaro, enarcó una ceja. Gabriel le hizo un gesto a Herman para que cerrara el pico y prosiguió.

—Esa fecha es imposible. En aquella época Grecia ni siquiera se encontraba en el neolítico.

—Imaginemos que las fuentes que transmitieron esa historia a Solón, los supervivientes de la Atlántida, hubieran cometido un error. Si en vez de «hace nueve mil años» le hubiesen dicho «hace novecientos», sólo habría que restar nueve siglos a la fecha en que vivió Solón, y obtendríamos una fecha cercana al 1500 antes de Cristo. Que se corresponde con la época aproximada de la erupción de Santorini.

—Perdone, profesor —dijo Herman—. Confundir nueve mil con novecientos es fácil si a uno se le olvida escribir un cero. ¡Pero es que los griegos no conocían el cero!

—¿Ah, no?

—Claro que no. Lo inventaron los árabes.

—Su ignorancia alcanza proporciones homéricas, señor mío. Cuando al Germán Gil de la Grecia clásica le preguntaba su profesor: «Si tienes tres dracmas y te quito tres, ¿cuántas te quedan?», ¿qué cree usted que contestaba? ¿«No lo sé, no hemos inventado el cero»?

—Dicho así suena absurdo…

—Porque lo es. Los griegos conocían de sobra el concepto de cero, pero no se les ocurrió utilizarlo como notación para ocupar un puesto vacío. Y quienes lo introdujeron con esa función no fueron los árabes, sino los matemáticos indios, señor Gil. Como recompensa por ser tan ignaro, vaya usted a la cocina a preparar café. El filtro está puesto y cargado.

Herman soltó un bufido, pero obedeció. Gabriel consultó su reloj. Había pasado ya más de la mitad de la hora que le había concedido Valbuena. Si había decidido ofrecerles café era porque se sentía cómodo y ya no tenía tanta prisa. Aparte de que la cuestión de la Atlántida lo apasionara, pensó que, en el fondo, ahora que estaba jubilado debía disfrutar teniendo cerca a unos ex alumnos a los que pudiera llamar «burros» de forma más o menos disimulada.

—En cualquier caso prosiguió Valbuena—, la cuestión de la fecha y el tamaño de la Atlántida tiene una importancia relativa. Los griegos tendían a exagerar la antigüedad de los acontecimientos a los que querían otorgar más prestigio. Convertir novecientos en nueve mil pudo ser un error numérico en base diez, o simplemente una hipérbole de Platón o sus fuentes para impresionar más a las personas que iban a escuchar la historia de la Atlántida.

Herman volvió con una bandeja de plástico, tres tazas de duralex con café ya servido, un viejo azucarero de latón y una jarrita, también de duralex, llena de leche. Tomaron el café de pie, porque en el estudio sólo había un asiento y Valbuena no sugirió en ningún momento traer sillas de otro cuarto o cambiar de estancia.

—Ya nos hemos enfrentado a la objeción de las fechas —dijo Valbuena—. ¿Qué tiene que decirme del lugar?

—La Atlántida no podía hallarse en el Mediterráneo —intervino Herman, inasequible al desaliento—. Tenía que estar en el Atlántico. Su propio nombre lo dice.

—La Atlántida se llamaba así porque era la isla de Atlas, un dios que pertenecía a la estirpe maldita de los titanes. El Atlántico recibió ese nombre también por él. Los griegos creían que Atlas sostenía sobre sus hombros la cúpula del cielo, y que cumplía esa misión en los confines del mundo. Por eso, conforme fueron ampliando sus horizontes geográficos hacia el oeste, bautizaron con el nombre de Atlas los lugares que descubrían. ¿Por qué creen ustedes que hay en Marruecos unos montes llamados Atlas? De haber descubierto América, los griegos seguramente la habrían bautizado como Tierra de Atlas.

—Entiendo parte del argumento —dijo Gabriel—. Los griegos usaban el nombre de Atlas para lugares cada vez más alejados hacia el oeste. Entonces ¿por qué le dieron su nombre a Santorini, que se halla en el centro de las Cicladas?

—En eso tengo una teoría personal. Como ya les he dicho, Atlas era el titán que sostenía el cielo. Para los antiguos, el cielo consistía en una bóveda sólida situada a una gran altura, pero no a una distancia infinita. La erupción de Santorini levantó una columna de materiales volcánicos de más de 30 kilómetros de altura. Para quienes la contemplaron desde las islas del Egeo, desde Creta o desde la costa griega, debió parecer un gigante que se estiraba para alcanzar el cielo. Como Atlas.

—Luego, según usted, el nombre de Atlántida se lo pusieron los griegos ya después de la catástrofe…

—Tal es mi sospecha, señor Espada.

«En esto te equivocas, amigo», pensó Gabriel. Había oído claramente cómo la madre de Kiru le decía que tenía que viajar a la Atlántida. Lo que significaba que en la Edad de Bronce la isla ya recibía ese nombre. Si se lo debía a un fundador llamado Atlas, tal vez éste fuese un personaje histórico real al que la posteridad había convertido en dios.

Pero Gabriel aún tenía más objeciones, y quería saber cómo las afrontaba Valbuena.

—Hay más datos en contra de Santorini. Platón dijo que la Atlántida estaba más allá de las Columnas de Hércules. Bueno, él lo llamaría Heracles, claro.

—Eso es el estrecho de Gibraltar —apuntó Herman, y después masculló algo sobre «esos cabrones de los ingleses ».

—En épocas más antiguas —respondió Valbuena—, los griegos llamaron Columnas de Heracles a los cabos de Malea y de Ténaro, que se encuentran en el Peloponeso, en el extremo sur de Grecia. Desde el punto de vista de un ateniense, para llegar a Santorini o a Creta había que navegar más allá de esos dos promontorios.

—Ignoraba ese dato —confesó Gabriel.

Inesperadamente, Valbuena no aprovechó esa confesión para hurgar sobre la cuestión de la ignorancia, sino que añadió:

—Algo más sobre la situación, señor Espada. Platón asegura en sus escritos que la Atlántida era mayor que Asia y Libia juntas. Pero…

Valbuena escribió en la pizarra dos palabras griegas. Μειζου y μεσου. Debajo las transcribió:
meizon
y
meson.


Meizon
significa 'mayor'. «Mayor que Asia y Libia». Eso es lo que se lee en la versión oficial del texto platónico. En cambio,
mesón
significa 'entre, en medio'. Con una pequeña corrección leeríamos que la Atlántida está «entre Asia y Libia».

Gabriel se imaginó el mapa. Para los griegos, Asia era Turquía, y Libia el norte de África. Ciertamente, Santorini se encontraba entre ambas.

—La confusión es sencillísima —prosiguió Valbuena—. Máxime cuando en época de Platón
meizon
se escribía
mezon,
sin la
i.
Un error de copista, algo muy típico en la tradición manuscrita, y que además debe remontarse a los tiempos del propio Platón. Sus objeciones han quedado destruidas.

—Ya veo.

—Ahora bien, si no conocía usted mis contraargumentos, ¿qué le ha llevado a cambiar de opinión? Dice usted que tiende a creer ahora que la Atlántida estaba en el Egeo. ¿Por qué?

Gabriel sacó el móvil del bolsillo, subió el volumen al máximo y lo dejó sobre la mesa.

—Me gustaría que escuchara esto, profesor. Es la grabación de una anciana que está en las últimas fases del Alzheimer y que habla en sueños. Tengo razones para creer que el idioma que usa es la lengua de la Atlántida.

En la pantalla apareció el rostro de Milagros Romero. Gabriel pulsó el
play y
la anciana enferma empezó a hablar.

—¡Dios, esto parece
El exorcista!
—dijo Herman.

—Por favor, señor Gil, refrene sus comentarios. Quiero oír esto.

Sería tal vez la extraña cualidad de la voz de Milagros, que sonaba deformada por una especie de posesión demoníaca, tal como había sugerido Herman. Pero el caso es que Valbuena se sentó ante el móvil, formó un triángulo con las manos en la barbilla y miró y escuchó con atención.

—Rebobine la grabación, por favor —dijo al final. Tecnológicamente, Valbuena debía haberse quedado anclado en los tiempos del magnetófono y las cintas de vídeo.

Esta vez cerró los ojos para concentrarse mejor en lo que oía. Antes de que terminara, dijo:

—Párelo. Es suficiente.

Valbuena se levantó de nuevo y, sin decir nada, sacó de la estantería un volumen que debía pesar tres o cuatro kilos. Con cierto esfuerzo lo puso sobre la mesa.
Scripta Minoa,
rezaba el título. «Inscripciones minoicas», tradujo mentalmente Gabriel.

—Ésta es una edición muy reciente —dijo Valbuena, pasando los dedos sobre las tapas del libro como si acariciara un tesoro—. Los
Scripta Minoa
originales los publicó sir Arthur Evans, el descubridor del palacio de Cnosos. Pero aquella obra tiene más de un siglo, y ya le hacía falta una revisión.

Cuando empezó a pasar páginas, Gabriel reconoció algunas imágenes que había visto en Internet. Las fotografías, de gran calidad, reproducían tablillas de barro escritas en lineal A, una escritura silábica que representaba la antigua lengua de la Creta minoica. Al lado de cada fotografía aparecía otra versión de la tablilla, dibujada con trazos negros para que los signos se distinguieran con más nitidez, y por último una versión transcrita al alfabeto latino en la que cada sílaba aparecía separada por un guión.

—En realidad, aún no se ha conseguido descifrar el lineal A, pero al menos podemos leer la mayoría de las sílabas —dijo Valbuena.

Al final del libro había una lista de vocabulario de aquella lengua desconocida, en la que se sugerían posibles significados para algunos términos. Valbuena señaló
ku-rai y ku-ro.

—Estas dos palabras han sonado varias veces en la grabación. Como ven aquí, se cree que pueden significar «todas» y «todo», respectivamente. Pero observen esta otra —dijo, retrocediendo un poco—. Se trata de
a-ko-a-ne,
que podría significar…

—Madre —dijo Gabriel, aunque el dedo de Valbuena tapaba la traducción.

—Así es. ¿Cómo…?

—¿Podría leerse algo así como
akkuane?

—Sí. El sistema silábico es bastante impreciso. También he escuchado en la grabación
appardumba…

—Padre —dijo Gabriel, con decisión.

No podía decir que el idioma de los minoicos se hubiera grabado por completo en su mente después del sueño. Pero si alguien le ofrecía una pista, como estaba haciendo ahora Valbuena, las palabras salían como carpas enganchadas a un anzuelo. Según Platón, el conocimiento es recuerdo de saberes adquiridos en vidas anteriores. Ahora Gabriel estaba experimentando la reminiscencia, el auténtico conocimiento platónico.

—Isashara —musitó al recordar otro nombre importante.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Valbuena—. Repítalo, por favor.

—Isashara. También se escucha en la grabación. Es la gran diosa que vive en una montaña de fuego, al norte de Creta.

El dedo de Valbuena señaló otra de las columnas del vocabulario.
Iasasarame,
y la traducción: «Posible nombre de la Gran Diosa Madre de la religión cretense».

—¿Acaso se dedica ahora a estudiar lineal A, señor Espada?

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