Atlántida (28 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

—Gracias —le dijo. Era delgado y tenía rasgos indios, con unos ojos grandes y oscuros que ahora se veían irritados y rojos por aquella niebla asesina.

Alborada siguió avanzando en medio de aquella pesadilla, con árboles que brotaban de entre la niebla extendiendo hacia ellos sus ramas muertas como brazos de zombis. Las ruedas patinaron en el suelo y el todoterreno se atrancó en una pendiente. Era evidente que le faltaba potencia.

—¿Por qué no entra el motor de gasolina? Con la batería no saldremos de aquí —se quejó Alborada, pisando y soltando el acelerador alternativamente.

—No puede funcionar con tan poco oxígeno —respondió Randall.

Alborada empezó a balancearse hacia delante casi sin liarse cuenta, como si quisiera contribuir al empuje del coche. El muchacho hacía lo mismo. Poco a poco, aunque seguramente no por sus movimientos, el vehículo salió del atasco con un agudo rechinar de goma y arena.

El panorama empezó a despejarse. Cuando los jirones de niebla se abrieron un poco, el motor de gasolina entró en funcionamiento y el todoterreno dio un tirón, animado por el nuevo empuje. En su camino aparecieron una mujer y un hombre negro equipados con mochilas, que empezaron a hacer aspavientos para que se detuvieran. Alborada estuvo a punto de atropellarlos, pero los vio a tiempo y dio un frenazo que lanzó a Randall y al chico contra el salpicadero.

—¡Suban, rápido! —les dijo.

El hombre y la mujer abrieron las puertas de atrás, entraron en el coche a toda prisa y volvieron a cerrar. Aunque la bruma era mucho menos espesa, algo de aquel olor pungente se coló de nuevo. Alborada, que ya traía dolor de cabeza por la falta de sueño, se dio cuenta de que empezaba a marearse. «Necesito aire puro», pensó. Pero, obviamente, aún no estaban en el sitio indicado para abrir las ventanillas.

¿Vienen de allí abajo? —preguntó la mujer.

—Sí —contestó Alborada.

Nosotros teníamos el coche en el aparcamiento. Menos mal que la explosión nos ha pillado más arriba. Si no…

—Siga hacia arriba —dijo el hombre—. Cuanto más subamos, más seguros estaremos. Ese gas es más pesado que el aire y tiende a bajar.

—¿Hasta dónde tenemos que subir? —preguntó Alborada.

—Por aquí se llega al lago McLeod. Está cien metros más alto que el Horseshoe. Allí deberíamos estar a salvo.

El hombre sacó su móvil e hizo una llamada. Mientras, la mujer les explicó que ella se llamaba Suzette y él Derrick, y que ambos trabajaban para el USGS, el Servicio Geológico. Estaban haciendo mediciones sobre el terreno. Eran ellos los que apenas unos minutos antes habían activado la alerta naranja.

—Pero nos hemos quedado cortos —reconoció.

Su compañero, Derrick, les hizo un gesto para que se callaran.

—¿LVO? Aquí Derrick. Di a todos que… No, es mucho mejor que… ¡Escúchame, joder! Ha habido una explosión de CO2 en el lago Horseshoe.

—¿No puede explotar también el lago McLeod? —preguntó Randall.

Derrick tapó su auricular un momento. Alborada dio otro volantazo y se coló entre dos pinos tan juntos que el espejo de la derecha se metió para dentro con un sonoro golpetazo.

—Espero que no lo haga por ahora. No tenemos otra salida. —Después siguió hablando por el móvil—. La nube de CO2 baja hacia el pueblo. Por la fuerza de la explosión, creo que puede moverse a cien kilómetros por hora. Dad la alarma. Que la gente se meta en las casas y cierre todas las ventanas.

El aire parecía limpio ahora. La mujer bajó su ventanilla y olisqueó.

—Ya se puede respirar mejor.

Alborada abrió también su cristal y sacó la cabeza. Inspiró hondo, y al captar el olor de los pinos se dio cuenta de lo cargada que estaba la atmósfera del coche.

«Hemos salido vivos de ésta», pensó. Pero sospechaba que aquella locura no había hecho más que empezar.

—¿El CO2 es venenoso? —preguntó Joey, que había recuperado el aliento. Había comprobado en su garganta y en sus propios pulmones que el dióxido era tóxico, pero no entendía la razón.

—En pequeñas cantidades no —le respondió Suzette, una chica rubia y algo rellenita, pero muy guapa—. Con más de un uno por ciento en el aire, empiezan los mareos. Más de un ocho por ciento hace perder el conocimiento. La nube que ha brotado del lago era de dióxido de carbono casi puro, que puede matar en menos de un minuto por asfixia.

—¿Por eso olía así?

—No. El dióxido de carbono es inodoro, pero también hay gases sulfúricos en la mezcla. ¿Qué tal te encuentras?

—Estoy bien. Pero me pica todo —dijo Joey, tocándose los ojos y la garganta.

—Eso es porque cuando el CO2 se mezcla con la saliva y los fluidos corporales forma ácido carbónico. La sensación es como la de esos polvos picantes que estallan en la boca.

El estrecho sendero por el que subía el todoterreno se abrió. Ante ellos había otro lago, más pequeño que el anterior y rodeado de nieve. Lo bordearon hasta la orilla oeste, sobre la que se alzaba un peñasco casi vertical. Allí aparcaron el coche y salieron.

Los pinos y los abetos que circundaban el lago no permitían ver lo que habían dejado atrás. Pero los inspectores del Servicio Geológico querían contemplar el panorama, de modo que empezaron a trepar por la pendiente nevada que subía hasta el pie de la pared de roca. Randall los siguió, y Joey, aunque todavía le dolían las piernas tras aquella carrera sin respirar, subió tras él. El tipo moreno y delgado que venía con los malos, pero que le había dado agua cuando se estaba ahogando, también los acompañó.

Pasado un rato, se encaramaron a una roca que les sirvió como mirador. Aunque la nube blanca seguía flotando sobre el lago Horseshoe, ya se atisbaban huecos en ella. El gas mortífero había seguido su camino entre los árboles y formaba una especie de río vaporoso que bajaba hasta cubrir los Lagos Gemelos y más allá. El pueblo no se divisaba desde allí, pero Joey recordaba perfectamente que estaba a menos altura que los lagos. Si el dióxido de carbono tendía a descender…

—Que Dios les proteja —murmuró Derrick, como si le hubiera leído el pensamiento.

—¿Tan malo es? —preguntó el desconocido.

—En los años ochenta ocurrió algo parecido en un lago de Camerún. Murieron casi dos mil personas. Espero que el aviso haya llegado a tiempo.

—Pero ¿la gente no sabía que había peligro de CO2? —preguntó Joey—. He visto el cartel.

—Eso lleva allí más de veinte años. Hace mucho tiempo que empezó a filtrarse dióxido de carbono en el suelo del lago, pero sólo afectaba a las raíces de los árboles. Mientras uno no se quedara dormido en una tienda de campaña cerrada y con la cabeza pegada al suelo, no había problema.

—La última semana el nivel de CO2 había subido —dijo Suzette—. Pero era imposible prever… Dios mío, ¿cómo íbamos a saberlo?

—Todo ha ido demasiado rápido —dijo Derrick—. Era imposible predecirlo. Estas cosas siempre van más despacio.

—Además, la gente nunca quiere escuchar. Hace muchos años se construyó una carretera de evacuación para la zona norte de Mammoth Lakes. La gente del pueblo dijo que llamarla Vía de Evacuación ahuyentaba el turismo, así que le cambiaron el nombre. ¿Saben cómo la llamaron? Ruta Panorámica de Mammoth Lakes. ¡Nunca han querido ver el peligro!

A Joey le dio la impresión de que los dos se sentían culpables y trataban de justificarse. Mientras tanto, Randall se quitó el chaquetón y desgarró una manga de su camiseta para improvisar una venda.

—¿Qué le ha pasado en la pierna? —preguntó Suzette.

—No tiene importancia.

—Eso es una herida de bala —dijo Derrick.

—Ya les he dicho que no se preocupen.

La voz de Randall sonó con un filo metálico poco habitual en él. Miró a los geólogos sin parpadear, y ellos no tardaron en apartar los ojos para dirigir su atención de nuevo al este, como si se hubieran olvidado de la herida.

—Es como ella —murmuró el desconocido.

Randall se volvió hacia ellos. Cuando lo hizo, Joey sintió un extraño temor que lo alcanzó casi de refilón. El tipo moreno se encogió, como si Randall lo hubiera amenazado con un arma.

—No es momento —dijo Randall, y aquel miedo se desvaneció como una nubecilla de humo—. Ya hablaremos de ello.

En ese instante el suelo empezó a sacudirse. El temblor duró apenas unos segundos y no fue demasiado fuerte, poro algunas piedras rodaron por la pendiente y una de ellas golpeó a Joey en la pantorrilla.

—Aquí tampoco estamos seguros —dijo Suzette—. Tendremos que bajar al pueblo.

—¿Hablan en serio? —dijo el desconocido—. Allí está el gas venenoso.

—Escuche… ¿Cómo se llama usted? —preguntó Derrick.

—Alborada. Soy ciudadano español.

«Un gachupín», pensó Joey, pues así llamaba su padre a los españoles de Europa. Ahora comprendió por qué le sonaba raro su acento.

—Señor Alborada —dijo Derrick—, el CO02 no tardará en disiparse en el aire. Y nosotros tenemos que alejarnos do aquí cuanto antes.

—¿Por qué?

—Porque estamos encima de un volcán. Y puede entrar en erupción en cualquier momento.

En ese momento, el móvil de Joey le avisó de que había recibido un mensaje.

—Es la señal de alerta roja —dijo Suzette.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Joey.

—Porque la he mandado yo.

Los geólogos les informaron de que el único camino para salir de allí era el mismo por donde habían venido. Al oeste y al sur sólo había bosques y montañas en los que no encontrarían otro sendero asfaltado en más de cuarenta kilómetros, y eso a vuelo de pájaro, pues por los caminos forestales el rodeo sería mucho mayor.

Cuando llegaron de nuevo al lago Horseshoe, el panorama que encontraron era tétrico. Las aguas, que antes de la explosión de CO2 parecían un espejo azul, se veían ahora de color rojizo. Además, el tsunami en miniatura había derribado pinos y abetos en todo el perímetro del lago.

Había otros cadáveres de aspecto más siniestro que los árboles muertos. Los tres hombres que habían amenazado a Joey y a Randall yacían entre la arena del bosque fantasma y el asfalto del aparcamiento, retorcidos en extrañas posiciones junto a sus pistolas.

—Dios mío —dijo Suzette, tragando saliva.

A Joey no le impresionó tanto. A sus catorce años, había visto más de un cadáver: drogadictos muertos junto a las vías del tren y un par de víctimas de un tiroteo en el parque de caravanas. Además, esa gente les había amenazado y le habían pegado un tiro a Randall en la pierna. Si no hubiese sido por la explosión de CO2, tal vez serían ellos dos los que estarían muertos ahora.

«Sobre todo yo», pensó Joey. Estaba claro que habían venido a buscar a Randall y que él no les servía para nada.

En algún momento tendría que preguntarle a Randall qué tenían o habían tenido en su contra aquellos tipos. Pero ahora no era buen momento, en presencia de los dos geólogos y, sobre todo, de Alborada. Aunque parecía buena persona, había venido con los malos.

—Esos hombres tenían armas —dijo Derrick—. No me diga que…

Randall frenó junto al vehículo de los geólogos.

—Ya no hay nada que puedan hacer por ellos —dijo—. Creo que es mejor que intenten ayudar en el pueblo.

Aunque Derrick y Suzette fueran funcionarios del gobierno, era evidente quién mandaba allí. Sin decir más, se bajaron del coche con gesto aturdido y se dirigieron a su propio vehículo. Alborada volvió a decirle a Randall:

—Usted es como ella. No lo niegue.

—¿A quién se refiere?

—A Sybil Kosmos. Cuando ella habla, los demás obedecen.

—Eso da igual ahora. ¿Cómo ha llegado aquí?

—En un reactor privado. Está en el aeropuerto.

—Pues llévenos allí cuanto antes. ¡Rápido!

Alborada pisó el acelerador y salió del aparcamiento. Al darse cuenta de que dejaban allí el Renegade con los libros en el maletero, Joey pensó que Randall debía ver la situación realmente mal para salir con tanta prisa, y se estremeció.

Siguieron por la carretera que los había traído hasta allí. En la superficie del lago Mary y de los Lagos Gemelos vieron piraguas vacías a la deriva, o con los dueños tendidos en ellas y con los brazos colgando flácidos por la borda. También encontraron algunos ciclistas tirados en el suelo, uno de ellos en el centro de la carretera, por lo que Alborada se vio obligado a dar un volantazo para no aplastar el cadáver.

—Conduce usted muy bien —le dijo Joey. Sospechaba que Randall ya se habría estrellado diez veces, y su padre no menos de veinte.

Alborada le miró y le sonrió. Era la primera vez que le veía hacerlo. Joey pensó que al sonreír se quitaba de golpe diez años.

Cuando dejaron atrás los lagos y tomaron el tramo de carretera que conducía al pueblo, Joey miró hacia la izquierda. No se veía a nadie esquiando en las pistas. Por lo que contaban los geólogos, la nube de CO2 no podía haber llegado tan arriba, pero era obvio que los esquiadores que estuvieran en la cima de la montaña se habían quedado allí, sin atreverse a bajar por la ladera.

El suelo volvió a temblar. La sacudida era relativamente débil, pero constante, acompañada por un sordo fragor que poco a poco iba aumentando de volumen. A pesar de que todo se movía a su alrededor, Alborada siguió pisando el acelerador con decisión. Al cabo de unos segundos, el temblor remitió.

—¿Qué está pasando? —preguntó Alborada.

—Se acerca la erupción —contestó Randall.

—Pero ¿dónde está el volcán? —Alborada se volvió a los lados. Joey se imaginó que andaba buscando el típico volcán de los dibujos y las fotos—. ¿Es esa montaña? —dijo, señalando la mole de Mammoth Mountain.

—Todo esto, en muchos kilómetros a la redonda, es una caldera volcánica. Puede estallar por cualquier parte, pero creo que va a empezar aquí abajo. Si no queremos aparecer en la estratosfera, tenemos que acelerar.

—¿Quién es usted? ¿Cómo sabe todo eso?

—Lo sé, simplemente. Y usted debería saber quién soy yo, ya que estaba dispuesto a secuestrarme.

«Bien dicho», pensó Joey, mirando a Alborada para ver cómo respondía a aquello. El español sacudió la cabeza, sin soltar el volante.

—Yo sólo sé que Sybil Kosmos está interesada en usted por causa de un manuscrito que nadie ha conseguido descifrar, conocido como el Códice Voynich. Me dijeron que usted poseía otros textos similares, escritos en un alfabeto desconocido.

«Oh, oh», pensó Joey. ¿Quién había subido la foto de aquel libro a Internet? Él. ¿Quién tenía la culpa de lo sucedido? Él.

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