—¿Y qué puede hacer la gente? —protestó—. ¿Quedarse en el sitio y morir de hambre y de sed?
—Chssss —le ordenaron a dúo Alborada y la jefa de policía.
En las principales ciudades de Estados Unidos, incluso en aquéllas en las que todavía no había caído ni un gramo de cenizas, se estaban produciendo disturbios a gran escala. Se trataba sobre todo de algaradas de saqueadores que, al comprobar que la policía y la guardia nacional disparaban a matar, se habían organizado en bandas más numerosas para hacer frente a las fuerzas del orden. El botín que podían obtener era escaso, pues en los comercios apenas quedaba nada que saquear. Una humilde lata de alubias se pagaba a quince dólares.
«… o se pagaría si alguien encontrara una en los estantes de las tiendas»,
añadió la locutora.
Muchos de esos enfrentamientos se habían convertido en disturbios raciales. En el mismo centro de la nación, en Washington, el distrito de Anacostia estaba en llamas. Las peleas se habían extendido a los barrios cercanos y se acercaban a la zona administrativa. Según la policía, ya se habían producido más de doscientos muertos.
—Este país se está rompiendo por todas las costuras —dijo la jefa de policía—. No tengo fuerza moral para retenerlos aquí.
—Ha decidido soltarnos por su cuenta y riesgo, ¿verdad? —preguntó Alborada.
—Me temo que los agentes del FBI que debían interrogarlos ya no aparecerán. Tienen cosas más urgentes de las que ocuparse que minucias legales como ésta. Si pueden ustedes irse de aquí y reunirse con sus seres queridos, no seré yo quien se lo impida.
—¿No se meterá usted en un lío?
—¿Mayor que intentar salvaguardar el orden cuando el caos se apodera de todo? ¡No me haga reír! ¿Quién me va a sancionar a estas alturas?
Como para darle la razón, al doblar una esquina vieron cómo un grupo de encapuchados con linternas golpeaban un escaparate con bates de béisbol. La jefa de policía encendió la sirena y los asaltantes huyeron calle abajo. Uno de ellos se dio la vuelta, prendió fuego a algo que llevaba en la mano y lo tiró contra el coche.
—¡Un cóctel molotov! —avisó Joey.
Con unos reflejos impensables en una cincuentona, Carol dio un acelerón. Sus pasajeros se golpearon contra los asientos, pero el coche logró esquivar la botella incendiaria, que se estrelló contra una acera. Sin hacer caso de las llamaradas que dejaba tras de sí, la jefa de policía siguió adelante.
—¿Ven lo que les digo? Es el fin del mundo. Diga lo que diga usted —dijo, volviéndose hacia Randall—, algo hemos hecho para merecernos esto. Nos hemos empeñado en cargarnos el planeta, y ahora él se venga de nosotros.
—A
ella
le damos igual. No tiene nada que ver con los humanos —contestó Randall.
Cuando llegaron al aeropuerto seguían sin electricidad. Pero la persuasión de Randall consiguió que les encendieran las luces de emergencia de la pista. Por suerte, el Gulfstream estaba guardado en un hangar, limpio de cenizas.
Veinte minutos después dejaron detrás la nube y las turbulencias, ya en territorio de Canadá. La piloto les confesó que había sido el segundo despegue más difícil de su vida. El primero, por supuesto, había sido el de Long Valley.
Después de tantas emociones, era comprensible que Joey se durmiera sobre el Atlántico.
Cuando vio que Joey se había dormido, Alborada lo tapó con una manta. Después se quedó un rato mirando por la ventanilla. Abajo sólo se veía la gran alfombra azul del mar. En otros vuelos se había aburrido mortalmente de aquel monótono paisaje, pero ahora le relajaba contemplar el agua bajo la luz del sol. ¿Qué sería del mundo si lo cubrían unas tinieblas perpetuas? «Un lugar deprimente», pensó.
Se acercó a Randall, que sesteaba en la zona de popa con las sandalias plantadas sobre el tapizado de cuero del asiento de enfrente.
—¿Adonde vamos? —le preguntó.
Randall abrió los ojos.
—Ya se lo he dicho. A Santorini.
—Allí vive el abuelo de Sybil.
—Por eso mismo. Así devolveremos el avión a sus dueños. Y necesito a Sybil.
Alborada no conocía en persona a Spyridon Kosmos. Pero sospechaba que aquel encuentro no iba a ser nada placentero.
Por otra parte, si Sybil era hija de Randall, eso significaba que Randall era a su vez hijo o yerno de Kosmos. Una extraña historia familiar por la que sentía mucha curiosidad.
Pero antes…
—Me dijo usted que podía librarme de ciertos recuerdos. ¿Estaba hablando en serio?
—¿Eso le dije? —preguntó Randall con una sonrisa—. En ese caso, supongo que era verdad.
—Creo que ahora sería un buen momento —dijo Alborada.
Disponían de tiempo. Todavía quedaban varias horas para llegar a Londres, donde tenían previsto repostar por cortesía de empresas Kosmos.
Randall bajó los pies y le invitó a sentarse frente a él. Alborada, aunque llevaba el traje tan arrugado y sucio que pensaba tirarlo a la basura en cuanto se le presentara la ocasión, sacudió la tapicería con la mano antes de plantar el trasero.
—Ponga las manos sobre sus rodillas. Con las palmas hacia arriba. Así.
Randall le agarró. Alborada notó un cosquilleo eléctrico que emanaba de su piel, tan suave que quizá fuera fruto de su imaginación.
—Míreme a los ojos. No mire a ningún otro lado. Imagínese que mis pupilas son dos túneles. Dos largos túneles. Largos, muy largos… Dos túneles… Largos… Largos…
Alborada era muy escéptico para ese tipo de cosas. Ni siquiera Sbarazki, el célebre mentalista con el que Gabriel Espada tuvo aquel incidente en directo, había conseguido hipnotizarlo.
Pero ahora le resultó muy sencillo aceptar que las pupilas de Randall eran dos túneles, y se sumergió en ellos.
—
Uru muruna negaleshera atalisda. Unu muruna ncgaléshcra atalisdá
—canturreaba Randall. Alborada ignoraba qué significaban esas palabras o a qué idioma pertenecían. Pero el mantra lo arrullaba como la marea—.
Uru muruna negaleshéra atalisdá.
Marea. Arrullo. Marea.
Vórtice.
Los ojos de Randall se fundieron en uno solo, se convirtieron en un remolino que crecía y crecía hasta absorberlo todo.
—
Ura muruna negaléshera atalisdá. Ura muruna…
Sus pupilas no eran un túnel, sino un pozo sin fondo, una sima negra y vertical por la que Alborada se precipitó dando vueltas sin control.
Había creído que al final encontraría la luz, pero se equivocaba. Cuando la caída terminó, estaba en un lugar oscuro y húmedo, respirando una atmósfera rancia y pegajosa como un trapo sucio. Allí estaba SyKa, esperándolo con los brazos abiertos. Y también el Sousa Peor, cuyos dientes relucían en la oscuridad como la sonrisa del gato de Cheshire, y la mujer vestida con la ropa sadomaso.
Alborada gritó, y después gritó más. Sus alaridos se alcanzaron a sí mismos y resonaron en el fondo del pozo hasta ensordecerlo.
Randall lo había traicionado.
Sybil abrió la boca. Una boca desproporcionada, monstruosa como la de una bestia carnicera. Empezó a morderle el cuello, mientras que la mujer asesinada le masticaba la mano izquierda y los dientes de cristal de Sousa se clavaban en la derecha. Como pirañas, se tragaron sus brazos, mientras que Sybil deglutía su cabeza.
Lo habían devorado.
Lo único que quedaba de Alborada era su propio chillido. Pero era algo ajeno, que se alejaba como el ulular del viento entre los arboles de un bosque solitario.
En realidad, Alborada no sabía quién estaba gritando.
Volvía a tener cuerpo. Vestía el mismo traje, pero llevaba los zapatos en la mano y caminaba descalzo por una playa muy larga, casi eterna.
El mar que acariciaba la costa no era de agua, sino de lava fundida. Un mar rojo e incandescente que se extendía de horizonte a horizonte. En vez de espuma, sus olas levantaban columnas de fuego y humo.
En las alturas brillaba un sol blanco y cegador. El cielo, sin embargo, era negro.
Un bólido cruzó aquel firmamento sin estrellas, dejando tras de sí una estela blanca. En medio de un silencio más estremecedor que cualquier sonido, el bólido sobrepasó el horizonte y desapareció.
Un segundo después, una columna de luz cegadora se alzó sobre el borde del mar de fuego. Alborada se puso la mano a modo de visera, pero sus ojos aguantaron el resplandor sin deslumbrarse. Todo seguía en silencio. Bajo sus pies el suelo se sacudió como respuesta al lejano impacto del asteroide.
Bienvenido a mi memoria.
Alborada giró en redondo, buscando el origen de aquella voz. Se encontraba solo, en una isla de roca fría que flotaba sobre el mar de lava. Sin embargo, estaba seguro de haber oído la voz de Randall.
El paisaje a su alrededor había cambiado. El mar seguía siendo rojo, la isla que pisaba aún era negra. Pero el cielo ahora se veía gris, cubierto de espesas nubes de las que saltaban sin cesar rayos que hacían retemblar el aire.
Aire o lo que fuese. Pues, aunque Alborada podía respirar, el olor de aquella atmósfera era extraño, fétido y picante a la vez.
Las nubes se despejaron un instante. Era de noche, una noche auténtica, sin sol y con estrellas. La luna se veía el doble de grande de lo habitual. Decenas de meteoritos surcaban el cielo y desaparecían antes de alcanzar el suelo, pero algunos lograban llegar al mar de lava y levantaban grandes burbujas y columnas de fuego al estrellarse.
Lo que más llamó la atención de Alborada fueron unos puentes de luz que surcaban el cielo de horizonte a horizonte, como inmensos arcoíris bañados en plata.
En aquel entonces la Tierra tuvo anillos, como Saturno. Fue hace cuatro mil millones de años,
le dijo Randall.
—¿Qué estoy viendo?
Mis
recuerdos.
—¿Cómo puede tener recuerdos tan antiguos?
Me han llamado inmortal, pero eso no quiere decir que haya vivido desde siempre. Lo que ve es una imagen reconstruida por mi cerebro de lo que percibía la conciencia de la Gran Madre cuando despertó.
—¿Quién es la Gran Madre?
La respuesta está bajo sus pies.
Alborada bajó la mirada. Estaba pisando roca negra, seca y cálida.
—La Tierra…
Así es.
—¿La Tierra es un ser vivo?
La frontera entre los seres vivos e inertes es mucho más difusa de lo que cree.
—Eso es como decir que el blanco es negro y el negro es blanco —dijo Alborada—. Muy bonito y muy místico, pero no significa nada.
La Gran Madre no sólo es un ser vivo, Alborada. También es un ser consciente.
—¿El primer ser consciente de nuestro mundo?
No del todo. La consciencia apareció antes en otros lugares del Universo y volverá a aparecer. Todo está unido y entrelazado.
—Más cháchara mística…
Hablo de unión real, material. Calle y abra su mente.
Alborada respiró hondo en aquella atmósfera mefítica. Aunque el suelo que pisaba seguía siendo sólido, sus pies se hundieron. La tierra lo tragó, literalmente.
Ahora se hallaba en el subsuelo, a miles de metros bajo la superficie. Sus sentidos humanos estaban prácticamente cegados en aquel lugar, pero otros sentidos cuya existencia había ignorado hasta entonces captaban la vida que bullía en el interior de la Tierra.
Y era una vida muy abundante.
Billones, trillones de pequeños seres pululaban en los diminutos poros de la roca, en la seguridad de las profundidades, lejos del incesante bombardeo de meteoritos que se estrellaban en la superficie terrestre y que seguirían estrellándose durante mucho tiempo.
Esos seres, le explicó Randall, eran tan minúsculos y humildes que, eones después, los humanos los confundirían con formas minerales, salvo algunos científicos que verían en ellos formas elementales de vida y les darían el apropiado nombre de «nanobios».
Aquellos nanobios, criaturas que ni siquiera llegaban al rango de células, poseían la virtud de intercambiar entre sí información, de crear redes mezclando entre sí su contenido genético, su proto ADN.
Había sido un proceso increíblemente lento para la escala humana. Pero si había algo que sobraba entonces era tiempo.
Y la red de nanobios, que ya estaba viva, despertó a algo más.
Despertó a la consciencia. Despertó a sí misma.
Y se extendió bajo toda la Tierra. Una capa viva y pensante, una especie de tejido cerebral de decenas de kilómetros de grosor que se extendía desde la zona contigua a la superficie hasta la capa superior del manto.
Aquel gigantesco cerebro extendió tentáculos, zarcillos de su vasta red, y se dedicó a explorar hábitats menos hospitalarios que el subsuelo en el que había nacido.
Hacia abajo, internándose en el manto se abría la vasta región de las altas temperaturas y las inmensas presiones, un reino prohibido para la vida.
Aparentemente. Pues la gran mente encontró maneras de extender su influencia incluso allí, de trazar redes hasta el núcleo de metal fundido, de mezclar la biología y la geologia hasta convertir literalmente a toda la Tierra en su cuerpo físico.
Un cuerpo y una mente unidos.
La Gran Madre. Gaia, la Tierra consciente y viva.
Pero algunos de sus tentáculos viajaron hacia arriba, hacia la superficie. Allí toda posibilidad de vida era destruida por los incesantes impactos de meteoritos y asteroides, y por el baño letal de rayos cósmicos que destruían el delicado contenido genético.
Sin embargo, con el tiempo el Sistema Solar se convirtió en un vecindario más tranquilo, y los exploradores que subían desde las profundidades sobrevivieron y proliferaron. Allí, bajo la luz del sol, muchos de esos microorganismos se separaron de la vasta red subterránea, se emanciparon de la Gran Madre e inauguraron un nuevo reino biológico.
Surgió el reino de los seres unicelulares, primero procariotas y después eucariotas. Más tarde llegaron los organismos multicelulares. Plantas, animales, criaturas independientes, desconectadas las unas de las otras, aparentemente ajenas a la red de la Gran Madre.
Pero transportaban en su interior las mismas semillas, información replicada a partir de los nanobios que constituían la red. Todos los seres que formaban la biosfera exterior llevaban en su contenido genético memorias de la época de la unidad primigenia, de la mente de la Gran Madre. Incluso los humanos, aunque no pudieran acceder a esos recuerdos.