Atlántida (31 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Cuando pensó en Gabriel, se le subió la sangre a la cara.

—¿Por qué te has puesto tan colorada,
kanina?
—preguntó Finnur, entrecerrando los ojos.

Lo malo de haber heredado de su madre la piel pálida era que cuando Iris se ruborizaba sus mejillas parecían semáforos. Apartó la mirada de Finnur y volvió a concentrarse en los monitores.

Ambos se hallaban a bordo del
Poseidón,
un yate reconvertido en barco de investigación oceanográfica. Estaban en el antiguo comedor, una sala provista de grandes claraboyas por las que entraba la luz de una mañana casi veraniega. Apenas soplaba viento y las olas rompían blandas contra el
Poseidón,
sin levantar espuma.

En una mesa situada en ángulo recto con la de los dos vulcanólogos se sentaba Tiara, una joven griega seria y delgada que cada mañana corría quince kilómetros en ayunas. Especializada en arqueología submarina, mostraba la misma fuerza de voluntad casi fanática en todo lo que hacía.

Los instrumentos del barco estaban preparados para monitorizar el fondo de la bahía de Santorini. El
Poseidón
contaba con sonares de barrido y con un vehículo robot provisto de focos y cámaras. El paisaje que mostraban las imágenes era similar al de la propia isla: grandes rocas oscuras arrojadas por la erupción de la Edad de Bronce y depósitos de piedra pómez, todo sobre un fondo de cenizas claras y arenas volcánicas negras.

Además, el barco tenía un perfilador de fondos, un aparato que usaba descargas eléctricas de miles de voltios para crear burbujas de aire. La presión del agua hacía colapsar esas burbujas y provocaba un estampido sónico. Parte de las ondas sonoras se reflejaban en el fondo, pero la mayoría penetraban en el material sólido cientos de metros. Si en el camino se topaban con rocas u objetos de distinta densidad, rebotaban de regreso a los sensores del barco. Los datos obtenidos, combinados con los del magnetómetro, ofrecían una información muy valiosa sobre la estructura interna del subsuelo marino.

n aquel momento el
Poseidón
estaba sondeando las aguas al oeste de la isla de Kameni para averiguar qué cambios se habían producido en la bahía después del terremoto del viernes. Tiara observaba su monitor con la esperanza de que el seísmo hubiera removido el fondo lo suficiente para sacar restos arqueológicos o al menos acercarlos al alcance del perfilador.

Al hacerlo seguía instrucciones directas de Sideris. El director de las excavaciones estaba convencido de que en el interior de la bahía, bajo el propio volcán, había existido una ciudad mayor que Akrotiri. Si era así, la erupción tuvo que destruirla. Pero cuando se produjo el colapso final y toda la caldera se hundió, algunos restos de la ciudad debieron quedar sepultados en las profundidades.

Al menos, ésa era la esperanza de Sideris. Rena Christakos estaba convencida de que aquella búsqueda suponía una pérdida de tiempo.

Al recordar a la arqueóloga grecoamericana, a Iris se le empañaron los ojos. Era la única amiga de verdad que había hecho en Santorini. Mientras ella enterraba a su padre en Madrid, Rena había muerto por un infarto en las excavaciones. Iris se preguntó qué haría allí a esas horas de la noche, justo cuando se había producido el terremoto. ¿Habría muerto de puro y simple miedo por culpa del seísmo?

—¿Te pasa algo? —preguntó Finnur. Iris se tocó con disimulo las comisuras de los párpados para enjugar la humedad.

—No es nada.

Mientras Tiara buscaba los restos de aquella ciudad perdida, Iris y Finnur monitorizaban el comportamiento del volcán y los diversos síntomas de su actividad. En una ventana situada en la parte izquierda de la pantalla recibían los datos de los sismógrafos instalados en la isla. Sus lecturas indicaban vibraciones constantes en el subsuelo: aunque no eran perceptibles para los humanos, su dibujo revelaba que el pulso de la Tierra estaba acelerado, como si la vieja señora hubiera tomado más café de la cuenta.

—Hay tremor volcánico. Todos los datos hablan de una erupción inminente —insistió Iris.

—¿A qué le llamas inminente,
kanina?

«Conejito». Las primeras mil veces que Finnur llamó así a Iris incluso le hicieron gracia. Eso fue muchos años atrás.

—Creo que cualquiera entiende qué significa «inminente», Finnur.

Gracias a los datos de los GPS y de la batimetría del fondo, sabían que toda la caldera estaba ascendiendo y que la isla central de Kameni se hallaba diez centímetros más alta que hacía dos semanas. Esa deformación del suelo podía indicar que la cámara de magma se estaba rellenando con grandes masas de roca fundida que subía desde las profundidades de la Tierra. Las lecturas gravimétricas sugerían lo mismo, así como el volumen de dióxido de sulfuro que brotaba del suelo.

—Por la velocidad a la que asciende el magma, todavía deben faltar varias semanas para tu supuesta erupción —dijo Finnur—. Y puede que el proceso se detenga por sí solo. Es lo que suele ocurrir.

—Tú lo has dicho. «Suele» ocurrir. Pero a veces sucede lo peor. Y la velocidad de ascenso del magma no ha dejado de crecer en las últimas semanas. Si sigue en esa progresión geométrica, podemos tener una erupción antes de siete días.

—¡Qué feliz serías entonces, Gran Sacerdotisa de las Catástrofes! ¿A que te encantaría presenciar una explosión como la de Long Valley y ver cómo todo esto vuela por los aires, aunque se lleve tu bello culo por delante?

Iris resopló y se mordió el labio. No iba a caer en la tentación de pelear.

—Deberíamos dar la alarma, Finnur. De nivel naranja por lo menos.

—Nosotros sólo tenemos que rendir cuentas a Sideris y al señor Kosmos. Que den la alerta los del ISMOSAV
[5]
. Es su trabajo.

—Sabes que no lo harán hasta el último momento —dijo Iris, convencida de que no habría alerta en Santorini, ni roja ni naranja ni amarilla, hasta que así lo decidiera Kosmos, el auténtico dueño de la isla.

—Aun así, el plan de evacuación es muy eficaz —dijo Finnur—. El ejército puede sacar de Santorini a todo el mundo en cuestión de horas. No te preocupes tanto,
kanina.

—Nuestro trabajo es preocuparnos.

—Al turismo de Santorini le ha costado mucho recuperarse después de la última erupción. ¿Qué quieres, hundirlo de nuevo?

—No tergiverses las cosas. Siento mucho si el turismo se hunde. Pero nuestra misión no es hacer de relaciones públicas. Estamos aquí para observar, medir e interpretar hechos.

—Vivimos y trabajamos en esta isla,
kanina.
Si por tu culpa se decreta una evacuación general y luego no ocurre nada, no serás el personaje más popular de Santorini.

—Seguro que en Long Valley había gente que pensaba lo mismo que tú, y mira lo que ha pasado.

—Eh, mirad. ¿Qué demonios es eso? —exclamó Tiara, sorprendida.

Iris se volvió hacia ella. La arqueóloga tenía la vista clavada en la ventana que mostraba las lecturas del perfilador de fondos. Iris la maximizó en su propia pantalla para estudiarla mejor.

El suelo de la bahía se veía como una línea clara salpicada de bultos marrones. Por debajo predominaban los colores blancos y azules, pero en la zona sobre la que acababan de pasar había aparecido una mancha oscura con un diseño sorprendente.

—¿Eso no se lo estará inventando el ordenador? —Preguntó Iris—. ¿No le estará dando una geometría que en realidad no tiene?

—No —contestó Tiara con sequedad—. El perfilador alcanza una resolución de unos pocos centímetros, y el objeto tiene cinco metros de diámetro. El ordenador no se está inventando nada. Eso que vemos es lo que hay.

Aquel objeto enterrado bajo una capa de ceniza y arena tenía una forma inesperada y casi imposible en la naturaleza.

Una semiesfera de proporciones perfectas.

—Mirad las lecturas del magnetómetro. ¿Qué os parecen? —preguntó Tiara.

El objeto estaba rodeado por un campo magnético de cierta intensidad, que además fluctuaba en un patrón aparentemente caótico.

—Es como si fuera una especie de dinamo —dijo Iris.

—Y de metal —añadió Tiara—. O sea, que ahí abajo tenemos una cúpula metálica que produce un campo magnético.

—Eso no puede ser natural. Tiene que ser un objeto fabricado por el hombre.

—Ni en Creta ni en Tera se construían cúpulas, y menos de metal —dijo Tiara. De pronto pareció recordar algo, frunció el ceño y apartó la vista de la pantalla para mirar a la pareja—. No digáis nada de esto.

—Conocemos las normas, Tiara —dijo Finnur, que llevaba un rato callado.

Por orden del señor Kosmos, Sideris había obligado a todo el personal de las excavaciones a firmar cláusulas de confidencialidad. Era como si en lugar de desenterrar una ciudad antigua estuvieran diseñando un arma secreta

Por lo que había hablado con Rena, Iris sabía que aquel exagerado sigilo era algo insólito en unas excavaciones. Pero Kosmos ponía el dinero y, por ende, las normas. Cuando los miembros de una cuadrilla realizaban algún descubrimiento, se lo comunicaban tan sólo al director Sideris, quien a su vez se lo contaba a Kosmos. Entre ambos decidían lo que se publicaba y lo que se mantenía en secreto.

Antes del accidente, Rena le había dicho a Iris que aquel modo de proceder le recordaba a Schliemann. Mientras desenterraba las ruinas de Troya, el arqueólogo alemán escondía los objetos que iba encontrando para luego sacarlos todos juntos a la luz de forma mucho más espectacular.

—Sideris debe estar preparando dar un bombazo parecido ante los medios —le dijo Rena.

—Bueno, eso no tiene nada de malo.

—Si se dice la verdad, no. Si se falsean los hechos, es inmoral. Y peor todavía, es
mentira.

Mentira parecía lo que estaban viendo ahora. Una cúpula de metal sepultada bajo los restos de un volcán que había estallado hacía tres mil quinientos años. La fantasía de Iris imaginó una espléndida ciudad de bóvedas y minaretes dorados refulgiendo bajo el sol, como en una visión de
Las mil y una noches
bajo el cielo del Egeo.

Se volvió hacia Finnur para decirle algo, pero la expresión que vio en su rostro hizo que olvidara aquel comentario.

—¿Pasa algo,
kanina?
—dijo él, apresurándose a fingir una sonrisa.

Iris negó con la cabeza y apartó la mirada. El gesto entre hermético y taimado de Finnur, con los labios apretados y los ojos ausentes, había sido muy revelador.

El hallazgo de aquella semiesfera magnetizada no era ninguna sorpresa para él. Eso quería decir que alguien, Sideris o Kosmos, o incluso ambos, andaba buscando esa cúpula de metal y había informado de ello a Finnur. Pero ¿cómo se habían enterado de la existencia de un artefacto teóricamente imposible?

Por alguna razón, Iris pensó que el volcán que latía bajo la bahía no era la única amenaza que se cernía sobre su futuro inmediato.

Como si la madre Gaia quisiera contradecirla, la tierra volvió a temblar.

Y a unos kilómetros de Santorini, un volcán submarino que llevaba siglos aletargado despertó de repente.

Miércoles
Madrid, La Latina

Eran las siete de la tarde cuando Gabriel entró en el bar Luque. Tenía los ojos irritados y le dolía la cabeza. Llevaba dos días pegado a la pantalla, empapándose en un curso intensivo sobre las culturas egeas de la Edad de Bronce. ¿Por qué les habrían puesto unos nombres tan parecidos? A la de Creta la llamaban «minoica» y a la de Grecia continental «micénica»: no era extraño que los estudiantes de historia las confundieran.

Había acordado con Celeste que el jueves volvería a la clínica Gilgamesh para grabar las palabras de la anciana enferma de Alzheimer. Aunque la visita sería por la mañana, como Milagros se pasaba casi todo el día dormitando, era muy probable que en algún momento entrara en fase de sueño profundo y volviera a sufrir aquellas extrañas visiones del mundo de la Atlántida.

Lo que Gabriel no le había confesado a Celeste era que él también las había compartido. Y su intención era repetir la experiencia.

Había recibido las visiones mientras dormía. Al parecer, en el estado de sueño su mente era más permeable a las «emisiones» de Milagros. Sabía que, desde que se quedó dormido en el sofá de la habitación hasta que Celeste volvió y lo despertó, no había pasado mucho tiempo. Eso le hacía sospechar que no había llegado a entrar en la laso REM, sino que se había sumido en el sopor de las ondas delta, el primer estadío del sueño y el más profundo, donde no se producían los procesos mentales conocidos como «sueños». (Cuando había escrito algo sobre el asunto, Gabriel se lamentaba a menudo de que el español no tuviese dos términos distintos como el inglés:
sleep
para el acto de dormir y
dream
para el acto de soñar).

Si quería unirse de nuevo con la mente de Milagros, tendría que sumergirse en sueño profundo a media mañana. ¿Cómo conseguirlo? Las dos primeras ideas que se le vinieron a la cabeza, emborracharse y empastillarse, no le convencieron. Mientras vivía las extrañas memorias de Kiru, su mente había conservado una extraña lucidez. No sabía en qué podrían afectarla el alcohol o los barbitúricos, pero no quería correr el riesgo.

Por suerte, Enrique tenía la solución y había prometido traérsela hoy.

Enrique y Herman estaban sentados en su mesa habitual, situada en el centro del bar, el punto estratégico para ver los partidos de fútbol en la pantalla grande. Ambos estaban discutiendo; lo contrario habría sorprendido a Gabriel.

—El problema de los chavales de ahora es que no hacen la mili —sostenía Herman, clavando su dedazo en la mesa—. Ahí sí que nos enseñaban respeto y disciplina. Y también aprendíamos a dominar nuestro cuerpo, en lugar de dejarnos dominar por él. ¡Ah, esas marchas de cincuenta kilómetros bajo el sol! ¡Qué bien les vendrían a estos gandules de ahora!

Al ver a Gabriel, Herman se volvió y sonrió, como si evocara algún recuerdo placentero.

—¿Os había dicho que me enseñaron cinco formas distintas de matar a alguien sin que llegue a emitir ni un sonido?

—Sin duda es lo que les haría falta a los jóvenes de hoy día —dijo Enrique, en tono resignado. Tenía un maletín de cuero sobre la mesa—. Hola, Gabriel —saludó, estrechándole la mano—. Te lo he traído. Te recuerdo que es un prototipo. Prefiero no decirte cuánto cuesta, no sea que te pongas tan nervioso que se te caiga al suelo.

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