—Es un plano magnífico —dijo Iris, a su pesar.
Bajo la sombra casi impenetrable del inmenso hongo de cenizas, el calor de la nube hacía que ésta resplandeciera como una miríada de brasas ardientes mientras arrasaba los edificios y los árboles del pueblo y avanzaba hacia el todoterreno.
El turista volvió la cámara hacia su propio rostro. Sus rasgos, iluminados por el resplandor rojizo de la nube, parecían los de un condenado. Y sus ojos mostraban la resignación opaca de quien, como los que entraban en el infierno de Dante, había abandonado toda esperanza.
La voz del hombre sonó chirriante y entrecortada. Los subtítulos tradujeron sus palabras:
«Les
informó Walter Morrell para la NNC. Que Dios nos proteja a todos…».
La cámara se volvió una vez más hacia la nube piroclástica, que cubrió los últimos metros con la voracidad de un depredador llameante. Entre el estruendo se oyó algo parecido a un grito que los subtítulos interpretaron como:
«¡Dios, Dios, Dios..!».
Después todo se volvió negro y hubo dos segundos de silencio.
En aquel silencio, Iris pudo oír el latido de su corazón. Nadie hablaba en la sala. Se dio la vuelta y comprobó que todos en la mesa estaban mirando la pantalla. Incluso Sideris se había callado.
Miró de nuevo a la televisión. Recuadrada en una esquina pantalla, apareció una foto de Walter Morrell, sonriente y con un micrófono de la NNC en la mano. Con gesto serio, la reportera que presentaba el informativo dijo:
«Walter Morrell era redactor de la NNC. Tenía treinta y cuatro años, estaba casado
y
tenia dos hijas. Los cuatro disfrutaban de unos días de vacaciones en Mammoth Lakes. Hasta el último momento cumplió con su deber como periodista. Desde aquí, sus compañeros queremos rendirle un último homenaje. Descanse en paz».
—Siempre corporativos estos plumillas —dijo Eyvindur.
—Por Dios, Eyvindur —susurró Iris, volviendo la mirada hacia el móvil—. Ten un poco de sensibilidad.
—Lo que intento es perderla, Iris. Vamos a contemplar muchas imágenes como ésta. Lamento la muerte de ese hombre, pero me alegro de que estuviera allí con esa cámara y tuviera la presencia de ánimo de subir el vídeo a la red.
Según mostraban las imágenes térmicas del satélite, la nube ardiente se había precipitado sobre el pueblo de Mammoth Lakes a más de cuatrocientos kilómetros por hora. Los habitantes que habían sobrevivido a la amenaza anterior, una nube asfixiante de dióxido de carbono, habían encontrado a cambio una muerte horrible. Para ilustrarlo, el reportaje mostró la fotografía de una víctima de los flujos piroclásticos del Monte Pelado en 1902. El cuerpo de aquel hombre había alcanzado tal temperatura que sus propios intestinos le habían reventado el abdomen y habían brotado de su cuerpo como la clara de un huevo que se rompe al hervirlo.
Iris había visto muchas veces esa antigua foto en blanco y negro, pero se estremeció al pensar en el destino de Walter Morrell, de su familia y de los demás residentes de Mammoth Lakes. Según los cálculos, más de quince mil personas habían muerto en apenas un minuto. Iris se imaginó el grito colectivo de quince mil gargantas abrasadas en las llamas del infierno, y después el silencio escalofriante de un vasto cementerio.
Para ilustrar el desastre, la NNC mostró cómo era Mammoth Lakes apenas unas horas antes, un pueblo pintoresco al pie de una montaña nevada, rodeado de verdes pinares y lagos que brillaban como espejos. Sobre esa imagen superpuso la grabación tomada por un
drone,
un avión por control remoto que había penetrado bajo el gran manto negro de cenizas para grabar un vídeo. En aquellas condiciones, el aparato no había tardado en estrellarse. Pero antes de hacerlo envió un vídeo infrarrojo que, una vez tratado por ordenador, mostraba un paisaje lunar del que brotaban columnas de humo. Iris aceptó que aquel paraje era el mismo de antes porque así se lo decían, pero no encontraba el menor parecido entre ambos. Era como si el Enola Gay hubiera arrojado su bomba atómica sobre Mammoth Lakes.
«Pero esto es sólo el principio»,
dijo la presentadora.
—Por una vez, tiene razón —comentó Eyvindur. Iris y él llevaban un rato callados, cruzando de vez en cuando miradas a través de la pantalla del móvil.
Un pequeño sobre amarillo apareció sobre el rostro de Eyvindur. Un mensaje de texto.
¿Ha empezado ya lo que temías, Iris? ¿Cuál será el siguiente lugar?
A Iris se le aceleró el corazón al comprobar que el número era el de Ragnarok, alias Gabriel Espada. De un modo absurdo, se alegró de tener noticias suyas, de saber que seguía existiendo y se acordaba de ella. Pero fue una fracción de segundo, y luego pensó en español: «Cabrón mentiroso».
Borró el mensaje sin contestar. De haber podido, en vez de borrarlo lo habría incinerado.
«La nube de cenizas ha cruzado ya los límites del estado de California y, tras sobrepasar Sierra Nevada, empieza a amenazar las grandes llanuras cerealísticas del centro»,
proseguía la presentadora.
En una imagen virtual de la zona occidental de Norteamérica, tan alejada que se apreciaba la curvatura de la Tierra, se veía cómo brotaban tres penachos negros del suelo. Conforme subían, el humo y las cenizas so desplegaban en las alturas como una sombrilla en forma de elipse desplazada hacia la parte derecha de la pantalla.
«Esos chorros no dejan de inyectar cenizas y aerosoles en la parte superior de la estratosfera, y los vientos dominantes están arrastrando ese material hacia el este. Aquí pueden ver la extensión actual de la nube…».
—Fíjate, Iris —dijo Eyvindur desde el móvil—. Sólo han pasado cuarenta y ocho horas. Mira hasta dónde llegan las cenizas.
En la imagen aparecieron unas líneas amarillas que marcaban las fronteras interestatales. La nube ocupaba prácticamente toda California, y también los estados vecinos de Nevada, Utah y Arizona, y empezaba a internarse en Nuevo México y Colorado.
En Santa Fe, a unos mil kilómetros del volcán, la gente acostumbrada a un sol cegador caminaba cabizbaja bajo un cielo plomizo. La mayoría llevaba el rostro tapado con pañuelos, algunos con mascarillas sanitarias y otros incluso con bolsas de plástico agujereado. En primeros planos se veía a algunas personas con el pelo lleno de cenizas, como si les hubieran volcado sobre la cabeza los rescoldos de una chimenea. Sus rostros parecían de zombis, con los ojos irritados como manchas sangrientas entre la ceniza.
Los coches avanzaban con los limpiaparabrisas en marcha, pero era una solución momentánea. Enseguida se les agotaba el agua de los depósitos y la mezcla de la ceniza formaba sobre los cristales una capa de barrillo en la que las escobillas se atascaban. La gente terminaba dejando los vehículos en los arcenes o directamente en medio de la calzada, lo que había provocado atascos de decenas de kilómetros. Finalmente, aquellas trombosis automovilísticas se habían unido en una sola y la red de carreteras se había colapsado víctima de una necrosis total. Los coches paralizados poco a poco eran enterrados por la ceniza, que en algunos casos cubría ya por completo las ruedas.
«Todo esto que ven ustedes sucede a mil kilómetros del foco de la erupción. Apenas recibimos noticias de lo que está pasando más cerca, pero se teme que las imágenes sean dantescas. Hay lugares con los que se han perdido prácticamente las comunicaciones. Ocurre con buena parte de Nevada y Arizona y, por supuesto, con casi toda California».
—Y sólo han pasado cuarenta y ocho horas —murmuró Iris—. ¿Qué ocurrirá si no se detiene la erupción?
—Nada bueno, Iris —respondió Eyvindur—. Nada bueno.
Joey no estaba viendo el documental, porque por fin había conseguido hablar con su familia, tras dos días de intentarlo en vano. Cuando le cogió el teléfono, su madre rompió a llorar.
—¡Oh, Joey, gracias a Dios que estás bien! Nos habían dicho que Fresno estaba destruida, pero no nos lo creíamos… —Mamá, no estoy en Fresno. Estoy en Michigan.
—¿Cómo? ¿Qué haces ahí?
Joey se lo explicó rápidamente. Tras huir de la erupción a bordo del Gulfstream, habían atravesado los Estados Unidos en dirección noreste. Pero cuando el reactor ya se encontraba cerca de la frontera con Canadá, el control de vuelo de la región aérea en la que habían entrado les ordenó tomar tierra en el Aeropuerto Internacional de Clair County. Pese a su rimbombante título, se trataba de una instalación modesta con categoría de
reliever
o «alivio» que servía para reducir la congestión de tráfico en aeropuertos comerciales mayores.
Llegados allí, los estaban esperando ocho agentes de policía de Port Hurón, la ciudad más cercana. A los niños y a sus monitores los montaron en un autocar, mientras que a Joey, Randall y Alborada los llevaron en un coche patrulla.
Era la primera vez que Joey viajaba en un vehículo de la policía. Aunque no los habían esposado, sentado en aquellos asientos de plástico sin tapizar se sentía un poco delincuente.
—¿Qué le pasa a tu amigo? —le había susurrado Alborada en español—. ¿Por qué no nos saca de aquí?
Randall llevaba callado desde un rato antes del aterrizaje. Apenas parpadeaba y tenía la vista perdida en la nada, como en el extraño trance que había experimentado el día de la anomalía magnética. Joey se preguntaba si se debía a que se había pasado casi todo el vuelo examinando en el móvil las fotografías de los libros que habían abandonado en Long Valley.
«Son mis recuerdos», le había dicho a Joey. ¿Había recuperado por fin su memoria gracias a esos textos ininteligibles? Y, si así era, ¿habían provocado aquellos recuerdos algún trauma que bloqueaba su mente?
Al menos, los policías eran bastante amables, y durante el breve viaje les informaron a Alborada y a Joey de dónde se encontraban. Port Hurón, al sur del lago Hurón, una ciudad de poco más de treinta mil habitantes, de casas bajas, sembrada de pinos y muy tranquila. De lo poco que podían alardear era que Thomas Alva Edison había vivido allí durante diez años.
La jefatura de policía estaba a orillas del río St. Clair. Cuando el coche de patrulla aparcó y les hicieron bajar de él, Joey pensó que la vista no estaba mal. El río era tan ancho y azul que más parecía un brazo de mar, y al otro lado se veían los edificios de Sarnia, la vecina canadiense de Port Hurón.
Por desgracia, la habitación en que lo confinaron, separado de sus compañeros de aventura, no tenía ventanas.
Eso no le habría importado tanto. Pero no tener televisión…
—¿Y por qué les han detenido? —le preguntó su madre cuando Joey terminó con sus explicaciones.
—Dicen que no estamos detenidos. Sólo
retenidos.
—¿Y por qué? —insistió su madre.
—No tengo ni idea —respondió Joey.
Era la pura verdad. Al llegar a la comisaría, le habían separado de Randall y de Alborada sin explicarle el motivo. Después, al día siguiente, lo habían llevado al despacho de la jefa de policía, donde ésta le preguntó qué hacía un estudiante de Fresno en Mammoth Lakes un día de colegio y en compañía de un individuo como Randall.
Joey contestó que sus padres estaban de viaje en San Diego, que antes de irse habían encargado a Randall que le echara un ojo, ya que era amigo de la familia, y que Joey lo había convencido para que lo llevara a Mammoth Lakes para hacer un trabajo sobre el efecto del dióxido de carbono sobre los árboles. La jefa de policía no pareció muy convencida, pero no le preguntó nada más.
Seguramente a su madre tampoco le habría convencido aquella historia del dióxido, pero ni siquiera le preguntó. Le bastaba con saber que su hijo estaba a salvo a miles de kilómetros de la erupción.
—Es increíble, Joey. La vemos desde aquí.
—¿Dónde están, mamá?
—En la frontera —respondió ella, apuntando con el móvil a su esposo, que estaba sentado al volante, empapado en sudor y con cara de muy pocos amigos. Después enfocó a Linda, la hermana de Joey, que iba en el asiento trasero con su bebé en brazos.
—¡Hola, Joey! —le saludó. Sonreía, pero tenía los ojos tristes.
Cuando Joey le preguntó dónde estaba su marido, Linda se puso a llorar. Fue su madre quien le explicó que William había tenido que quedarse en la Base Naval de San Diego, donde trabajaba. Al parecer, todos los barcos estaban zarpando para alejarse lo más posible de los efectos de la erupción.
Después, la madre de Joey salió del coche e hizo una panorámica con el móvil. Primero apuntó en la dirección de la carretera. Estaban detenidos en un atasco del que no se divisaba el final, y por todas partes se oían bocinas y gritos airados.
—Estamos intentando entrar en México, hijo. Pero nos quedan más de dos kilómetros para llegar a la aduana, y esto está parado. Todo el mundo quiere salir de aquí.
—¿Por qué? —preguntó Joey, aunque ya sospechaba la respuesta.
Su madre se volvió hacia el norte y apuntó con la cámara hacia el cielo. Desde allí podía verse una inmensa nube negra que ocupaba medio cielo y en cuyo interior no dejaban de saltar relámpagos. Era como si en aquella zona fuese de noche. Cuando su madre hizo zoom con la cámara, a Joey se le antojó que la gran nube era una flota de siniestros acorazados gigantes navegando por el aire.
—La gente está muy asustada, Joey —dijo su madre, intentando controlar el temblor de su voz—. Dicen que cuando esa nube nos alcance moriremos todos.
—Tranquila, mamá. Esa nube sólo lleva ceniza.
—¿Y no quema?
«¿Quema o no? —se preguntó Joey—. Supongo que no».
—No, no. Sólo les manchará el pelo y ensuciará los cristales del coche.
—¡Contento se va a poner tu papá!
Joey se mordió los labios. Lo de mancharse sólo era el principio. Luego empezarían las toses, la asfixia… Cuando el reactor consiguió alejarse de la erupción, Joey le había preguntado a Randall qué ocurriría si seguía cayendo ceniza y más ceniza.
—A la larga, la ceniza es incompatible con la vida —le había contestado su amigo.
Por supuesto, no se lo dijo a su madre. Bastante angustiada se la veía mientras apuntaba con el móvil hacia aquella masa tan negra como las montañas de Mordor.
—No hay derecho —se indignó Joey—. ¿Por qué no abren la frontera y les dejan pasar a todos ustedes? ¡Es una emergencia!
—Eso es lo mismo que decimos nosotros, Joey —respondió su madre—. Pero aquí nadie nos atiende ni nos hace caso.