Atlántida (15 page)

Read Atlántida Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Que una anciana con la mente devastada soñase con la Atlántida tal vez no significara nada. Si la buena señora había sido aficionada a las lecturas esotéricas, el nombre «Atlántida» podía habérsele grabado en la memoria. Por eso ahora brotaba de sus labios, mezclado con balbuceos inconexos que alguien podría tomar por un idioma desconocido.

Pero Celeste era una persona inteligente y de pensamiento compacto, poco dada a fantasías. Como psiquiatra, debía haber visto de todo. Si ella pensaba que allí había algo interesante, sin duda tenía razones fundadas.

Quizá se debía al desazonante sueño de la noche anterior, al momento de comunicación mental con Iris o a la acumulación de referencias y recuerdos sobre la Atlántida en un mismo día. O, simplemente, a que estaba a dos velas y necesitaba sacar dinero de cualquier parte. Lo cierto era que Gabriel se encontraba en un estado de lo más receptivo, así que, mientras caminaba tras sus amigos de regreso a sus cuarteles de invierno en el Luque, llamó a Celeste.

—¡Hola! —contestó una voz alegre tras apenas tres pitidos—. No esperaba recibir tu llamada tan pronto.

«Porque siempre has sido un impresentable y un informal», comunicaba el subtexto.

—Te habría contestado incluso antes, pero es que el restaurante no tenía cobertura.

—¡Qué excusa más buena para no coger el teléfono!

«Cuando uno tiene mala fama, no hay remedio», se resignó Gabriel.

—He visto en el mensaje que llevabas la bata. ¿Estás de guardia? Por cierto, se te ve estupenda.

—Gracias. Pues sí, estoy de guardia este fin de semana. Trabajo en la clínica Gilgamesh. Cuando quieras, puedes venir a verme.

—¿Qué te parece ahora mismo?

—¡Caramba! Sí que te interesa la Atlántida. Te mando la dirección.

Gabriel no sabía muy bien en qué podía desembocar aquello. Pero si el caso de aquella anciana con Alzheimer resultaba interesante, o al menos lo parecía, tal vez podría sacarle provecho.

Recordó la melodramática frase de Alborada: «Para volver a trabajar en televisión tendrás que hacerlo por encima de mi cadáver».

Cierto era que Gabriel no había dejado muy buena fama en el mundillo de la comunicación. Demostrar en directo que los poderes telepáticos de una estrella mediática como Sbarazki eran una patraña no había sido una de sus mejores ideas. Pero todo se olvida, y los medios tan poderosos como Kosmovisión siempre tenían enemigos. Alguno de ellos podía darle trabajo si le llevaba un reportaje interesante.

—Chicos, me voy a casa —dijo a sus amigos cuando ya se veía el cartel luminoso del Luque. La calle estaba llena de grupos que salían de cenar o de tomar cañas y se dirigían a los locales de copas.

—¡Pero tío, que llevamos un montón sin verte! —dijo Herman.

—Estoy hecho polvo, de verdad. Anoche no pegué ojo. Pero no has comido nada —dijo Enrique—. Por lo menos pica algo.

—Tranquilo, se me ha quitado el hambre —respondió Gabriel, aunque tenía un agujero negro en el estómago.

De pronto se le ocurrió algo. Fuera verdad o mentira la existencia de la Atlántida, había una persona que lo sabía todo sobre ella: Valbuena.

—Herman, tú sigues en el Socialnet del instituto, ¿verdad?

—¿Qué marrón me quieres colocar ahora? —Averigua si nuestro querido profesor Valbuena sigue vivo.

—¿Para qué demonios quieres saberlo? —preguntó Herman sin pensar. Luego añadió—: Ah, es por lo de la chica islandesa…

Gabriel habría querido fulminarlo con los ojos. Pero Enrique también le estaba mirando, así que interrumpió a Herman antes de que revelara más.

—Tú búscalo. No creo que esté en el Socialnet, pero seguro que hay algún antiguo profesor que te puede dar su dirección.

—¿Por qué no entras tú mismo?

—Porque yo no estoy en el Socialnet.

—Pues apúntate —respondió Herman, y añadió con cierto retintín—: Es gratis.

—¿Para qué? ¿Para humillar a todos mis ex compañeros cuando vean que soy el único de la clase que ha triunfado en la vida? Mañana te llamo para preguntarte.

Gabriel se despidió con un cabeceo de Herman. Este no dejaba de refunfuñar, pero Gabriel estaba seguro de que lo primero que haría al día siguiente sería entrar en el Socialnet para buscar la información que le había pedido.

A Enrique le estrechó la mano, y al hacerlo le dio los cien euros que había recogido de la mesa, mientras pensaba: «Mira que soy idiota».

—¿Qué haces?

—Si te parece, después de que el ruso nos haya amenazado en plan Jack el Destripador todavía le dejamos propina.

Enrique meneó la cabeza, pero se guardó el dinero. Después rebuscó en su bandolera y le dio a Gabriel un paquetito envuelto en papel burdeos.

—¿Y esto?

—Feliz cumpleaños.

Enrique se dio la vuelta y se alejó hacia el Luque, siguiendo a Herman. A Gabriel le pareció ver que se había vuelto a poner colorado.

Madrid, la Castellana

Una de las normas del código Alborada era: «Controla siempre la situación». Pero ahora, mientras subía en el ascensor privado que llevaba al ático de Sybil Kosmos, Alborada se dio cuenta de que no tenía la menor idea de lo que iba a ocurrir en los próximos minutos. Mucho se temía que no dependía de él. Todo se le había ido de las manos después de
aquello.

Cuando se abrió el ascensor, el hombre que le había llamado le estaba esperando.

—Adriano Sousa —se presentó, estrechándole la mano.

—Creí que lo conocía ya —aventuró Alborada—. Pero cuando le he visto en el móvil me ha despistado.

—¿Se refiere usted a esto? —preguntó Sousa, señalándose los dientes.

Alborada asintió. El hombre que conducía la limusina de SyKa era idéntico al que tenía delante, pero tenía implantes de cristal bioluminiscente en la dentadura.

—A quien vio fue a Fabiano, mi hermano.

—¿Gemelos?

—Nuestra madre era la única que nos distinguía. Decía que yo era el Sousa Malo, y él el Sousa Peor.

Alborada sonrió como si aquel comentario fuera una broma. Pero Adriano Sousa, el Malo, tenía aspecto de ser un hombre muy peligroso, lo cual le hizo preguntarse cómo sería el Peor.

—Acompáñame al living, por favor.

El llamado living era un salón de casi cien metros cuadrados. Las paredes estaban pintadas de blanco y decoradas con cuadros que, calculó Alborada en un rápido barrido, debían valer entre cinco y diez millones de euros. En el centro había una estantería con antigüedades griegas y egipcias. Sin duda eran auténticas, pero ignoraba su cotización.

Adriano le ofreció algo de beber. Alborada pidió agua mineral mientras esperaba a Sybil. La puerta del baño más cercano al salón estaba entreabierta y se oía correr el agua en la ducha.

Pasados los cuarenta años, Alborada consideraba que se había ganado el derecho a no esperar por nadie. No era la primera vez que abandonaba la antesala de alguien que se creía un pez gordo por hacerle aguardar más de dos minutos.

Pero con Sybil Kosmos era diferente. Alborada podía conseguir reservas de un día para otro en los restaurantes más exclusivos, y los presidentes de las compañías y los secretarios de estado le cogían el teléfono. A SyKa tan sólo le hacía falta aparecer por la puerta para que el maître perdiera el trasero buscándole mesa, y eran ministros y jefes de estado quienes la llamaban a ella.

Además, hablando en plata, Sybil lo tenía cogido por los huevos.

Se oyó el deslizar metálico de la mampara al abrirse y después el zumbido del secador. Sybil salió del baño poniéndose una bata. Terminó de cerrársela en el mismo instante en que cruzaba la puerta, ofreciéndole a Alborada una fracción de segundo de cuerpo desnudo.

«Qué exhibicionista», pensó. Sybil medía uno sesenta y cinco, pero sus miembros estaban tan proporcionados que parecía más alta, efecto que procuraba reforzar usando tacón hasta en las zapatillas de baño. Tenía el pelo de color cobre, los ojos muy oscuros y algo juntos, la nariz ligeramente aguileña y los labios carnosos. Por separado no eran rasgos perfectos. Sin embargo, las cámaras la adoraban. Y su efecto en vivo resultaba aún más devastador.

Pero lo que más sorprendió a Alborada era que, tan sólo siete días después, en su rostro no quedaba la menor huella de los golpes.

Alborada había conocido personalmente a Sybil tres semanas antes, cuando asistió a su primera reunión como miembro del consejo directivo de Kosmovisión. Alguien llamó para decirle que no llevara coche, que pasarían a buscarlo.

Cuando la limusina llegó a la puerta de su casa, el chófer bajó y le abrió. Alborada recordaba haber pensado que aquel tipo tenía aspecto de matón, y cuando le sonrió luciendo unos dientes de cristal que brillaban como bengalas de colores, pensó que era como un malo de película. «Fabiano Sousa, el Peor», se apuntó ahora.

En la parte trasera de la limusina iba sentada la mismísima SyKa. Mientras el coche se dirigía a la Torre de Cristal, donde se encontraban las oficinas de Kosmovisión en Madrid, Sybil, sin tan siquiera presentarse, se arrodilló delante de Alborada y le abrió la bragueta.

Durante un par de segundos, Alborada tuvo la tentación de dejarse hacer. ¡Una felación de Sybil Kosmos, nada menos!

Probablemente, las cosas le habrían ido mejor de haberlo permitido.

—No, por favor.

El se subió de nuevo la cremallera y se deslizó a un lado en el asiento. Agarrar a la joven millonaria de la cabeza para apartarla de su entrepierna le habría parecido excesivo.

Sybil lo miró con un destello de ira en los ojos. Fue una fracción de segundo, pero provocó en Alborada una punzada de miedo que le subió desde los riñones hasta la nuca y que ni él mismo comprendió. De alguna manera, se dio cuenta de que era un temor innatural.

—¿Por qué no? —preguntó ella.

—Estoy casado.

—¿Y eso qué tiene que ver?

La joven se lo preguntó con incredulidad e incomprensión totales, como si Alborada le hubiera dado alguna razón peregrina: «No me puedes hacer una mamada porque la ballena azul está en peligro de extinción».

—Soy fiel a mi mujer.

—¿Siempre lo eres?

—Estoy comprometido con ella. Y siempre soy fiel a mis compromisos.

Sybil se sentó junto a la puerta y se recompuso la falda, que se le había arremangado al arrodillarse.

—Me habían dicho que eres muy íntegro. Un hombre de una sola pieza.

—Así me gusta considerarme —respondió él, con cierta vanidad—. Siempre he seguido mi propio código.

—Un hombre de una sola pieza… —repitió Sybil, mirando por ventanilla con aire ausente.

Alborada no sospechó entonces que desde ese mismo momento SyKa había empezado a planear su demolición.

El 24 de abril, dos semanas después de su primer encuentro, Sybil lo había citado en su despacho de la Torre de Cristal. Alborada sospechaba que quizá intentaría seducirlo de nuevo, pero venía mentalmente preparado. No porque la joven SyKa no lo atrajese. Como cualquier otro varón, sentía impulsos sexuales por otras mujeres, y no sólo por la suya. Pero el código Alborada le prohibía permitir que los impulsos primarios guiaran su conducta. Eso se lo dejaba a los tarambanas con complejo de Peter Pan como Gabriel Espada.

Sybil estaba apoyada en el ventanal. Eran las cinco de la tarde de un día otoñal y el sol empezaba a declinar. Su luz hacía que el vestido malva que llevaba la joven se transparentara ligeramente.

Cuando oyó los pasos de Alborada, Sybil dejó sobre el escritorio la copa de champán que estaba bebiendo y se acercó a él contoneándose.

—Quiero pedirte disculpas por lo que te hice el otro día en la limusina. Respeto a los hombres íntegros.

Olía a perfume de violetas, y a algo más que flotaba en el aire como una nube fantasmal en forma de mano.

— Mejor dicho,
respetaría
a los hombres íntegros si hubiera conocido a uno solo en mi vida —prosiguió Sybil—. No creo que tú seas tan honesto como crees.

Sybil Kosmos era directora general de Kosmovisión, una mujer que cortaba cabezas pulsando una sola tecla de su móvil. Pero en ese momento Alborada no fue capaz de pensar en la empresa, ni en su carrera profesional, ni siquiera en la ley.

De pronto las ingles le ardieron de lujuria. Eso lo habría podido comprender. Lo que no entendía era el odio irracional que se había apoderado de él. Sólo quería borrar la sonrisilla condescendiente del rostro de aquella niñata rica.

—Te vas a burlar de quien yo te diga —dijo, y le dio un bofetón.

El golpe fue tan violento que restalló como un trallazo y ladeó la cabeza de Sybil. La joven se llevó la mano al labio, que empezó a sangrar al momento, y lo miró con un genuino gesto de terror.

—¿Qué demonios pretendes?

«¿Demonios?», pensó Alborada. Esa era la palabra apropiada. De pronto se sentía poseído por algo o alguien que, desde luego, no era él. Era como si unos dedos invisibles hurgaran dentro de su cuerpo y arrancaran emociones primarias y violentas de sus mismas vísceras, como si los hilos de un titiritero escondido manejaran sus miembros a su antojo.

Cuando se quiso dar cuenta, tenía a Sybil en el suelo. Con una fuerza que ni él mismo sabía que poseía, le desgarró el vestido de arriba abajo,
riiiiiiiip.

—¿Qué estás haciendo? —dijo ella.

«La estás violando», se contestó él mismo. «Crimen. Cárcel». Pero no podía detenerse, sólo quería poseerla con la mayor humillación posible, hacerle daño y escuchar su llanto y sus gritos. Cuando terminó, su orgasmo fue casi sobrenatural, tan intenso que le dolió como si le hubieran clavado un tizón en las entrañas.

Y, de pronto, el odio y el deseo habían desaparecido. Sólo vio a una muchacha desnuda, tendida sobre los restos de su propio vestido, con el cuerpo lleno de contusiones y marcas de dientes en los pechos. Alborada comprendió de golpe la enormidad de lo que había hecho, se levantó, se colocó la ropa como mejor pudo y huyó de allí.

Antes de salir por la puerta un extraño impulso, como un imán que atrajera la carne, le hizo volverse. Sybil se había puesto en pie y le miraba, con los brazos cruzados sobre sus pechos desnudos. Pero no era un gesto para protegerse. Aunque tenía el rostro ensangrentado, SyKa estaba sonriendo.

«Sólo he hecho lo que ella quería», se dijo.

Desde ese momento, Alborada comprendió que se había convertido en esclavo y rehén de Sybil Kosmos.

Alborada sacudió la cabeza, pero no consiguió ahuyentar de su mente la escena.

Other books

When Dreams Come to Life by H.M. Boatman
Area 51: Excalibur-6 by Robert Doherty
Smog - Baggage of Enternal Night by Lisa Morton and Eric J. Guignard
None So Blind by Barbara Fradkin
Waters Run Deep by Liz Talley