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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (16 page)

«Yo no soy culpable», se repitió. Durante lo que mentalmente llamaba
aquello
no había sido dueño de sus actos. Por supuesto, era lo mismo que alegarían muchos violadores. Pero Alborada sabía que lo que le había ocurrido no tenía nada que ver con sus propios impulsos.

Cuando pensaba en ello —algo que intentaba evitar, en vano—, se decía que no había sido exactamente una posesión mental, porque en el interior de su cerebro sus pensamientos seguían siendo independientes. Pero un instinto animal que parecía salir de sus entrañas se había apoderado de su cuerpo, y un torrente de emociones primarias y tan intensas como un ciclón tropical había dominado sus actos.

Ignoraba cómo lo había hecho Sybil. Lo que sí sabía era que no podía ser natural.

Y también sospechaba el motivo de que Sybil lo hubiera manipulado para convertirlo de repente en una bestia viólenla y lasciva. «Eres un hombre de una pieza», le había dicho ella en la limusina. Probablemente hablaba en serio y creía que él era alguien íntegro y fiel a su propio código.

Y por eso mismo, como un niño caprichoso y malvado que ve a otro construir en la playa un hermoso castillo de arena, Sybil se había empeñado en destruirlo.

Cosa que conseguiría si divulgaba el vídeo que el Sousa Malo le había enviado al móvil.

Ahora, Sybil se acercó a él, vestida con una bata de seda.

—Perdona por sacarte de casa a estas horas, Alborada.

—No importa. Pero te advierto de antemano que no soy experto en criptografía ni documentos antiguos.

Sybil se acercó más a él y estiró el cuello para darle un rápido beso en los labios. Alborada sintió un arrebato de cálida ternura que no se correspondía en absoluto con lo que estaba pensando.

«Me está manipulando de nuevo», se dijo. ¿Cómo lo hacía? ¿Tenía algún aparato electromagnético que inducía estados de ánimo o se trataba de un don natural?

—El Códice no tiene tanta importancia. En realidad, estoy buscando a una persona. El dueño de este libro.

La televisión del salón se encendió. La imagen que apareció en pantalla era de un manuscrito antiguo. Alborada se acercó, y comparó las letras con las capturas del códice Voynich que había guardado en el móvil.

—Es la misma caligrafía, desde luego-dijo.

Lo más curioso era la ilustración. Una isla con un volcán en el centro, y bajo el volcán una pirámide rematada por una cúpula amarilla. Sobre la pirámide, un sacerdote le arrancaba el corazón a una víctima, ante la atenta mirada de un hombre con cuernos en la cabeza y una mujer vestida con una falda de campana.

Por alguna razón, sintió un escalofrío, como si aquel dibujo representara una amenaza real para él.

—¿Qué significa esa ilustración?

—Es la Atlántida poco antes de su hundimiento.

—¿Qué tiene que ver la Atlántida con el Códice Voynich?

—Que la persona que lo escribió es un superviviente de la Atlántida.

Alborada miró a Sybil a la cara para saber si hablaba en serio.

«De verdad se cree lo que me está diciendo», concluyó.

—¿Quieres que lo entrevistemos para que diga: «Yo sobreviví a la Atlántida»? Yo ya no trabajo en
Ultrakosmos.
Si tu idea es que le…

—Ese hombre tiene algo que me pertenece. Quiero que vayas a buscarlo y lo traigas aquí.

—¿Dónde?

—Estados Unidos.

—¿No puedes precisar más?

—Lo sabrás en su momento.

Alborada se volvió hacia el Sousa Malo, que aguardaba a unos pasos con los brazos cruzados. Después miró de nuevo a Sybil y bajó la voz.

—¿Por qué debo ir yo? Soy un ejecutivo, no un ejecutor. Seguro que conoces gente mucho más persuasiva y eficaz que yo.

—Es un asunto importante para mí, Alborada. No puedo confiar en cualquiera. Y tú me dijiste que eras un hombre de principios. Sé que me puedo fiar de ti.

Sybil se acercó más a él. A Alborada le pareció sentir, a través del aire, la tibieza de su piel bajo la bata.


Aquello
no tuvo importancia —susurró, como si le hubiera leído la mente—. Ven conmigo ahora. Te daré lo que cogiste por la fuerza, y mucho más.

Sybil lo tomó de la mano y tiró de él hacia la puerta de su alcoba. Aunque por el momento no había vuelto a utilizar su extraño poder, Alborada decidió que era inútil resistirse.

Antes de llegar al dormitorio, Sybil se soltó la bata, que resbaló sobre su cuerpo. Alborada se volvió y vio que Adriano Sousa estaba mirando. Debía estar ya muy acostumbrado a esas escenas, pero él se sintió avergonzado. Esto no está bien», se dijo. «Soy un hombre casado».

Era mejor olvidar sus principios por un rato.

—Si quieres que haga bien las cosas —dijo mientras entraban a la habitación—, tendrás que darme más información, Sybil. ¿Qué tiene ese hombre que te pertenece?

La joven se volvió y le sonrió.

—Algo diminuto y muy valioso, Alborada. Se trata de ADN.

Alborada se quedó sorprendido. ¿ADN?

Pero no tardó mucho en olvidar las palabras de Sybil. Lo que ocurrió en aquella alcoba hizo que la violación anterior pareciera un juego de niños.

Clínica Gilgamesh, al norte de Madrid

El taxi tomó una salida lateral de la carretera de La Coruña poco antes de llegar a Villalba. Después paró ante la clínica Gilgamesh.

—Son ochenta y cuatro euros, señor.

«Para qué le habré devuelto el dinero a Enrique», pensó Gabriel.

—Por ese dinero, podría haberme ido a la playa en tren.

—Es la tarifa.

Cuando Gabriel dejó en la bandeja dos billetes de cincuenta, el taxista los miró como si le hubiera ofrecido una muestra de heces.

—¿No tiene electrocash o tarjeta, señor?

—Lo siento. La policía me tiene bloqueadas las cuentas.

Gabriel se acercó a la mampara de plexiglás y añadió en susurros:

—Tráfico de armas.

—Señor, este taxi incorpora una cámara conectada con la policía.

—¡Pues dese prisa! ¡Cóbreme antes de que aparezca el coche patrulla!

A regañadientes, el taxista le devolvió un billete de diez, otro de cinco y un euro en calderilla. Gabriel, que no estaba para dispendios, lo recogió todo y salió del coche.

La clínica Gilgamesh era una instalación de aire moderno, con dos edificios de tres plantas unidos por un pabellón alargado. Los techos estaban sembrados de placas fotoeléctricas y las ventanas también eran solares. Ahora emitían una suave luminiscencia azul; una manera de malgastar la energía acaparada durante el día, pero ofrecían una imagen muy vistosa. «Aquí hay dinero», pensó Gabriel.

Se acercó a la verja de entrada y llamó al portero automático. En la pantalla apareció el rostro moreno de una empleada de seguridad.

—Vengo a ver a Celeste del Moral.

—¿Su nombre?

—Gabriel Espada.

La mujer tecleó algo en una terminal y, al cabo de un rato, dijo en tono adusto:

—Espere un momento. La doctora del Moral saldrá a buscarle.

«Qué hospitalidad». Gabriel se arrebujó en la cazadora. El viento parecía arreciar cada vez más y traía consigo la seca gelidez de la sierra. No debía haber mucho más de diez grados. Se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros. Enrique le había regalado en navidades uno de sus gadgets, unas bolsitas de nanotejido que se guardaban en los bolsillos y que, al apretarlas varias veces, desprendían un calor muy agradable. Quién le iba a decir que le habrían venido bien en el mes de mayo.

Se acordó de que Enrique le acababa de dar otro regalo. Abrió el paquete y dentro encontró un llavero plateado. Tenía un botón y una especie de pantalla circular. Gabriel pulsó el botón y, para su sorpresa, apareció ante él, flotando en el aire, un holograma de la Tierra de unos dos palmos de diámetro. España y Europa estaban sumidas en las sombras, pero en la parte occidental de América aún no había anochecido. Conociendo a Enrique, el holograma estaría recibiendo en aquel preciso instante datos en tiempo real de toda una red de satélites.

«Es preciosa», pensó, extasiado ante el majestuoso giro del planeta virtual.

La Tierra. La Gran Madre.

«Creo que los humanos vamos a desaparecer de la faz de la Tierra».

Por una parte, a Gabriel le había gustado tanto la joven islandesa que deseaba creerla y no pensar que se trataba de una histérica con arrebatos paranoicos.

Por otra, de aceptar sus palabras, el fin del mundo era inminente. Una perspectiva poco prometedora. Aunque en los últimos tiempos Gabriel había pensado más de una vez «que paren el mundo, que me bajo», los detalles desagradables concretos que podían acompañar a una catástrofe global —frío glacial, hambrunas, guerras, canibalismo— no le atraían en absoluto.

Mientras esperaba a Celeste, Gabriel activó una búsqueda con las palabras clave «alerta», «volcanes» y «cámara de magma». Después refinó resultados y comprobó que varios artículos científicos mencionaban actividad geológica no sólo en los Campi Flegri de Nápoles, como había visto por la mañana en el tren, sino también en otros volcanes de Estados Unidos, Japón y Java. En las primeras frases se repetían términos como
new magmatic injections,
que hablaban por sí solos, o
resurgent domes,
que se referían a cúpulas de lava cada vez más altas. Sin embargo, nadie parecía estar poniendo en común esos datos. ¿Existía algún tipo de autocensura o de silencio oficial para evitar un pánico general?

Tal vez no fuese algo voluntario. Recordó unas líneas de
La llamada de
Cthulhu
que se le habían quedado grabadas. Según Lovecraft, los humanos vivimos engañados en una isla de ignorancia y evitamos juntar los fragmentos dispersos de nuestro conocimiento, porque la visión total de la realidad que descubriríamos bastaría para enloquecernos.

Un fantasma pálido apareció en la periferia de su visión. Gabriel casi dio un respingo, pero al apartar la vista del móvil comprobó que no era ninguna criatura lovecraftiana, sino Celeste, que venía andando hacia la verja. El viento hacía revolotear su bata blanca y le agitaba el cabello teñido de rubio. Lo que más le llamó la atención era que cojeaba y se apoyaba con el brazo derecho en una muleta de codo. Algún problema con el menisco o los ligamentos de la rodilla, pensó. A Celeste siempre le había gustado el deporte, jugaba muy bien al tenis y el pádel, y esquiaba siempre que podía. «Ya no tenemos edad para ciertas cosas», pensó Gabriel.

Estudió su figura con ojo crítico. Las caderas se veían un poco más anchas. Comprensible después de tener dos hijos.

Gabriel no los conocía. Tampoco había asistido a su boda. Habría sido una situación incómoda. Había empezado a acostarse con Celeste cuando ella, que por entonces llevaba el pelo de color natural, empezaba a plantearse romper con Pedro, su pareja. Se trataba de la típica crisis de los treinta que Gabriel había utilizado durante la lectura en frío de Iris. Sólo que, en el caso de Celeste, ella había salido de su encrucijada vital reforzando su relación. Al menos, desde el punto de vista legal.

En parte, si Celeste había emprendido la huida adelante casándose con su novio era porque Gabriel no se había atrevido a seguir con ella. Una noche, después de hacer el amor, Celeste encendió un cigarrillo, se tumbó boca arriba en la cama y le dijo:

—Se lo he contado todo a Pedro.

Aquello hizo dar marcha atrás a Gabriel, y más aún cuando ella añadió: «Te quiero». Una de Las primeras cosas que ella y Gabriel habían pactado era que estaba prohibido enamorarse. Típicas palabras que a la larga nunca servían para nada.

Celeste plantó la mano izquierda sobre una cerradura dactilar y la verja se abrió. Después aguardó sin trasponer el límite, mientras trataba de arreglarse el peinado. Ahora comprendía Gabriel por qué había tardado tanto en aparecer. Venía maquillada como quien sale a cenar, no como quien tiene guardia en una clínica.

—Tienes buen aspecto —dijo ella.

—El tuyo es mucho mejor que bueno —respondió Gabriel, con sinceridad.

Se besaron. Ella seguía haciéndolo igual que cuando se conocieron en aquella fiesta: le besó en las mejillas, pero rozándole las comisuras de los labios. Olía al mismo perfume de Verino que usaba diez años antes, y Gabriel se dio cuenta al instante de que seguía habiendo química entre ambos.

«Danger, danger, danger»,
le avisó su alarma interior.

—Hace frío —dijo Celeste, apoyando un momento la muleta en la verja para cerrarse mejor la bata—. Vamos dentro.

Cuando vio que volvía a coger la muleta, Gabriel se decidió.

—¿Cómo ha sido, esquiando o jugando al tenis?

—Oh, no pasa nada. Ya está mucho mejor. Voy recuperando poco a poco, con rehabilitación.

Atravesaron un camino asfaltado con una especie de tartán rojizo y rodeado por un jardín muy cuidado. Las puertas de cristal se abrieron. Al ver a Gabriel junto a Celeste, la guardia de seguridad le saludó con más amabilidad.

—Si hubieras venido mejor vestido, a lo mejor te habría dejado pasar —susurró Celeste con una sonrisa traviesa.

Todo en el vestíbulo se veía nuevo, luminoso y de tonos alegres. Más que un centro para estudios geriátricos podría parecer una maternidad. Había mármol brillante, cuadros minimalistas de colores vivos y un par de estructuras retorcidas de metal plateado que quizá representaran algo. O quizá no.

—No conocía esta clínica —dijo Gabriel.

—Pertenece a la fundación del mismo nombre. El Proyecto Gilgamesh nació para combatir la mayor enfermedad del siglo XXI: el envejecimiento. Este es su primer centro en España, y uno de los más importantes que tiene en el mundo.

—Gilgamesh era un héroe babilonio, ¿no?

—Sumerio —le corrigió Celeste mientras llamaba al ascensor—. Gilgamesh tenía tanto miedo a la muerte que atravesó el mundo buscando al único hombre inmortal, un anciano llamado Utnapishtim que había sobrevivido al diluvio universal.

Al oír mencionar aquella catástrofe mítica, Gabriel tuvo una sensación de
deja vu.
La puerta del ascensor se abrió. Celeste siguió hablando, de forma casi automática. Debía de ser un discurso ensayado para los visitantes a los que querían sacar donativos.

—Utnapishtim le dijo que no podía enseñarle el secreto de la vida eterna, pues él sólo era inmortal por voluntad de los dioses. A cambio, le hizo un regalo: una planta con la que podía recuperar la juventud.

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