—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó Herman. Al parecer, llevaba más de una hora viendo la camiseta de Enrique y no se le había ocurrido preguntarle por ella.
—El Morpheus es el mayor avance científico que verás en los próximos diez años —aseguró Enrique.
Mejor que así fuese, pensó Gabriel. El Morpheus era un proyecto de Onirocorp, una empresa cuyo fundador era íntimo amigo de Enrique, y éste había invertido un dineral en su desarrollo.
Y la palabra «dineral» referida a Enrique no tenía el mismo significado que si se hubiera tratado de Gabriel.
—Vale, muy bien —dijo Herman—. Pero ¿para qué sirve?
—Ya lo dice la camiseta —contestó Enrique, señalándose al pecho—. Para soñar.
—No lo entiendo.
—A ver, ¿cuánto dinero te gastas al año en pastillas para dormir?
—¿Yo? Ni un euro. Esas mariconadas son para las tías y la gente fina como tú.
—El único somnífero que conoce Herman es la birra —intervino Gabriel, que a veces había tenido que despertarlo a pescozones para sacarlo del bar.
—Pues hay gente que no es tan afortunada y tiene que tomar barbitúricos —dijo Enrique—. Ahora, gracias al Morpheus, pasarán a la historia. ¡Adiós a las adicciones y a los intentos de suicidio de los adolescentes que asaltan el botiquín de mamá!
—Entonces, ¿no se trata de una pastilla?
—No. Es un aparato que induce ondas cerebrales para que el usuario se quede dormido al instante. Basta con ajustarse el Morpheus y programarlo para disfrutar en menos de un minuto de un sueño profundo y reparador, o echarte una cabezada más ligera si sólo quieres sacudirte el sopor.
Gabriel aplaudió.
—¡Bravo! Veo que te tienes bien aprendido el rollo para venderlo.
—Y se venderá. Puedes estar seguro. Y si era así, se dijo Gabriel, su amigo se haría aún más rico.
Diez años atrás, Enrique había atravesado una crisis personal cuando salió del armario y tuvo que confesárselo a sus padres, unos señores encantadores, pero de derechas de toda la vida. Ahora, aunque él no lo reconociera, se hallaba en pleno proceso de abandonar un segundo armario y reconocer abiertamente que era rico.
Aparte de invertir en los proyectos de otros, como el Morpheus, Enrique poseía su propia empresa, V20, dedicada a crear efectos especiales más reales que la vida misma. Hacía tan sólo cuatro años la había sacado a la venta en bolsa y le había ido tan bien que, por el simple acto de firmar un documento, se había convertido en millonario entre las doce y veinte y las doce y veintiuno del mediodía. A sus amigos se lo había contado poco a poco, siempre enmascarando las cifras. Gabriel y Herman le calculaban un patrimonio de sesenta millones de euros, pero Gabriel empezaba a sospechar que se habían quedado cortos y que tal vez la cifra tenía tres dígitos más los seis ceros de los millones.
Enrique quería seguir viviendo como siempre, o al menos fingía quererlo. De ahí que todavía tuviera pendiente su segunda salida del armario. Por el momento, le daba miedo vivir con demasiado lujo y atraerse la envidia ajena, y además se sentía culpable cuando pagaba por lujos en los que antes ni siquiera había soñado.
Gabriel sabía que Enrique empezaba a concederse ciertos caprichos. Por ejemplo, comprarse un jet privado, aunque fuese de segunda mano. Tras sonsacarlo, Gabriel había averiguado que le había costado cinco millones de euros.
¡Cinco millones! Gabriel sabía que esas cifras existían. Al menos, en teoría. Desde que se divorció, los mayores números que había visto en sus cuentas tenían cuatro dígitos, y el primero de ellos raras veces había subido de 5.
Al pensar en dinero, se palpó el bolsillo y notó el bulto de los billetes plegados y apretados.
Cuatrocientos euros, un dinero más negro que el alma de Stalin. Al recibirlo, Gabriel le había devuelto a Iris una moneda de cincuenta céntimos.
—Es simbólica —le dijo con el tono solemne de Ragnarok.
No mentía del todo: esos cincuenta céntimos tenían algo de simbólico. Si a Iris o cualquier otra clienta se le ocurría denunciarlo por considerar que sus vaticinios eran una estafa, los tribunales tan sólo lo podrían condenar por falta, ya que el valor del dinero estafado sería inferior a 400 euros, frontera a partir de la cual se habría adentrado en el terreno mucho más peligroso del delito.
«Cuatrocientos euros en el bolsillo y ahora una cena gratis», hizo cuentas Gabriel. Al menos, sobreviviría un par de días.
Sus amigos ya habían acabado con un par de entrantes. Gabriel sabía positivamente que el ochenta por ciento reposaban en el estómago de Herman. Enrique, que medía menos de uno setenta y no era de complexión fuerte, comía con mucha más moderación que ellos.
—¿Quieres que pidamos otros dos entrantes, Gabriel? —preguntó Enrique.
—Yo ya no tengo tanta hambre —dijo Herman.
—Me ha preguntado a mí. Además, al final te los vas a comer igual.
Herman se palmeó la barriga, como diciendo «Tengo que ponerme a dieta», y luego meneó la cabeza procrastinando la decisión. La historia de siempre.
Finalmente, Enrique pidió unos blinis de caviar de beluga y unas setas con nata y huevo. De segundo, Herman pidió un solomillo.
—¿Hecho, en su punto o poco hecho, señor? —preguntó el camarero, que efectivamente tenía acento ruso.
—
Muy
poco hecho. Quiero que cuando llegue al plato suelte un mugido, ¿de acuerdo? —dijo Herman.
—Como quiera el señor.
Gabriel eligió un steak tartar, mientras Enrique, que procuraba cuidar su silueta, pidió un bacalao.
La discusión había cambiado sin que Gabriel se diera cuenta. A él no le gustaba el fútbol, pero sus dos amigos eran madridistas acérrimos. Al parecer, la polémica se centraba en un delantero centro del Real Madrid. Llegaron los blinis y los huevos con setas, y Herman, que supuestamente no tenía mucha hambre, se las arregló para zamparse más de la mitad de cada plato sin parar de hablar.
—Pero ¿qué sabrá de fútbol alguien como tú, a quien le gustan los tíos? —dijo.
Enrique puso los ojos en blanco y musitó: «Ay señor, señor». Mientras, Gabriel se dio cuenta de que la segunda ronda de entrantes había desaparecido y él tan sólo había conseguido ensartar una triste seta. El camarero se llevo los platos, mientras el estómago de Gabriel emitía unos ruiditos similares a los gemidos de
Frodo.
—Ya que no me dejáis opinar de tíos musculosos que corren en pantalón corto porque soy marica, hablaré de mujeres atractivas. Ayer estuve en la presentación de la última película de James Bond y ¿adivináis con quién tomé una copa de champán? ¡Con la mismísima SyKa!
—¡Dios da pañuelo a quien no tiene narices! —exclamó Herman.
Gabriel asintió.
SyKa,
alias de Sybil Kosmos, era jefa suprema de Kosmovisión, división audiovisual del imperio Kosmos a la que pertenecía la productora que realizaba
Ultrakosmos,
el antiguo programa de Gabriel. El no la conocía en persona, y por supuesto Sybil tampoco debía saber quién era él. Probablemente se había limitado a rascarse una oreja antes de firmar la autorización de su despido cuando se la pusieron delante.
—¿Está tan buena en directo como en pantalla? —preguntó Herman.
—¡Mucho más! Incluso a mí me estaba poniendo nervioso, Enrique miró a Gabriel y bajó la voz, ligeramente ruborizado—. No hacía más que rozarme el brazo, y os juro que empecé a notar cómo… Vamos, que casi tengo una… Ya me entendéis.
—¿Que te empalmaste con una tía? —dijo Herman—. No jodas, a ver si te estás curando de tu perversión.
Normalmente, a Enrique le excitaban tanto las mujeres como a Gabriel las canciones de Julio Iglesias. Pensando que una hembra que había conseguido tal proeza debía tener algo especial, Gabriel quiso saber más sobre ella, y Enrique le puso en antecedentes.
Sybil Kosmos era nieta del multimillonario griego Spyridon Kosmos. Y, en teoría su única heredera, pues Kosmos sólo había tenido una hija: Alexia, madre (soltera) que murió al dar a luz a Sybil, algo casi inverosímil en las postrimerías del siglo XX. Hasta los dieciocho años, el señor Kosmos había tenido a su nieta oculta y encerrada, como una perla exquisita a la que trató de cultivar educándola con los mejores profesores, entre ellos un par de premios Nobel.
Al llegar a la mayoría de edad, la joven Sybil había irrumpido en la jet-set mundial con el fulgor de un bólido; con la diferencia de que siete años después su brillo todavía no se había apagado.
SyKa era una exhibicionista nata. Había desfilado como modelo en las mejores pasarelas luciendo transparencias que no dejaban nada a la imaginación y había aparecido en la portada de varias revistas, como el
Vogue,
donde posó ataviada tan sólo con un bolso de Hermès y unos zapatos de tacón decorados con diamantes.
Al ver precisamente las fotos del
Vogue
en el móvil de Herman, Gabriel comentó:
—Vaya con la presidenta de Kosmovisión. Tiene un cuerpazo.
—En realidad, Sybil es directora general —dijo Enrique—. Su abuelo ejerce la presidencia de todas las divisiones de sus empresas.
—¿Y qué opina el abuelito Kosmos de que su nieta se exhiba?
—Que yo sepa, no dice nada. —Enrique se encogió de hombros—. Los megarricos tienen una moral y una mentalidad que no podemos entender.
—¿Y lo dices tú, que estás forrado? —preguntó Herman.
Enrique torció el gesto. Le molestaba más que Herman sacara a relucir sus millones que sus comentarios homófobos.
—Kosmos no tiene nada que ver conmigo, con vosotros o con el resto de los mortales. Ahora mismo está en el puesto número 4 de la lista
Forbes.
Se le calculan casi cien mil millones de dólares de patrimonio personal.
«Y yo tan contento con mis cuatrocientos euros en el bolsillo», pensó Gabriel.
—A ver cuánto le duran a su nieta —dijo Herman.
—No creo que ella dilapide la fortuna familiar. Aunque tenga pinta de modelo, no es ninguna cabeza hueca. Cuando habla en las reuniones del consejo de administración de Kosmovisión, nadie se atreve a rechistarle.
Enrique miró a los lados y bajó la voz, aunque no había nadie más en el pequeño comedor.
—Hace unas semanas nuestra joven y frívola SyKa tuvo una agarrada nada menos que con un ex ministro que pertenece a veinte consejos de administración.
—Un chupóptero, vamos —dijo Herman.
—SyKa lo puso firme delante de todo el mundo. Al final, al ex ministro tuvieron que sacarlo de allí entre otros dos consejeros, porque sufrió tal crisis de ansiedad que creyeron que le había dado un infarto. Perdonad, porque estamos cenando, pero me han contado que se le soltaron los esfínteres.
—¡Se cagó encima! —dijo Herman—. Esos parásitos arrogantes se quedan en nada en cuanto les quitan el coche oficial.
Gabriel se quedó pensativo. Así que Sybil era una mujer que conseguía que un gay tuviera una erección y que un antiguo ministro se ensuciara los pantalones.
Cuando empezó a indagar sobre la telepatía, una de las pistas que había seguido era la emisión de feromonas. No había tardado en abandonarla, porque tenía la impresión de que aquellas sustancias químicas transmitían mucha emoción, pero muy poca información. En cambio, en sus brevísimas experiencias telepáticas —eran dos con la de Iris— él siempre había recibido datos muy concretos.
Aun así, se preguntó si Sybil Kosmos no tendría la capacidad innata de emitir feromonas capaces de provocar en otros humanos emociones tan primarias como deseo sexual o pánico. Aquel procedimiento un tanto primitivo equivaldría, en la práctica, al control mental.
—Disculpadme un momento —dijo Enrique, levantándose—. Voy al baño.
Aprovechando su ausencia, Gabriel bajó la voz y dijo:
—Me ha vuelto a pasar.
—Que te ha vuelto a pasar, ¿qué?
—Lo mismo que cuando estábamos en COU, ¿no te acuerdas de que te lo conté?
—Vamos, hombre, no jodas. Eso es imposible.
—Te lo digo yo, Herman. Le he
leído
la mente a esa chica.
Gabriel, Herman y Enrique habían estudiado en el Galileo, un colegio privado del centro de Madrid. Se antojaba incoherente que Gabriel, hijo del director de un instituto público, recibiera clases en la enseñanza privada. Pero, como nunca había sido un estajanovista de los estudios, sus padres habían decidido matricularlo en un centro donde lo tuviesen más controlado.
En COU les había tocado como profesor de Historia del mundo contemporáneo César Valbuena, conocido simplemente como «el Valbuena» o, más a menudo, como «el cabronazo del Valbuena». Aquel hombre sabía un poco de todo, pero su verdadera pasión era la historia de Grecia. Para su desgracia, el programa oficial sólo le permitía explicarla durante poco más de una semana a los alumnos de primero de BUP, cuyas mentes eran todavía inmaduras para captar las excelencias de la cultura helénica.
—Y no se crean que las suyas están mucho más formadas —les decía a los de COU, mientras se atusaba las guías de su bigote imperial.
En clase, el profesor Valbuena solía hacer largos paréntesis para hablar de Alejandro Magno, las guerras médicas y, sobre todo, Platón, de quien era un fanático. Mientras que al explicar la asignatura oficial de Historia lo hacía con tanta desgana que contagiaba su aburrimiento a los alumnos, Gabriel aún recordaba la impresión que le habían dejado sus apasionadas versiones del mito de Er, el de la caverna y, sobre todo, de la Atlántida.
Con aquellas digresiones, Valbuena perdía casi un tercio de las clases. Después, cuando recordaba que la Selectividad se cernía sobre los alumnos como la sombra de un patíbulo, pisaba el acelerador y explicaba el reparto de África o la política de alianzas de Bismarck a más velocidad que un copiloto de rallys dando instrucciones al conductor.
A la hora de hacer exámenes, Valbuena era partidario de plantear preguntas breves que se pudieran responder en apenas diez palabras.
—Bastante tiempo intelectual me hacen perder ustedes intentando desembrutecer sus mentes —les decía a sus alumnos—. No pretenderán que, cuando regreso a la paz de mi hogar, deje de leer al divino Platón para sufrir las necedades que acostumbran escribir en los folios de examen.
Los exámenes de Valbuena demostraban un matiz de refinado sadismo. Siempre hacía diez preguntas, y para corregirlas utilizaba la lógica implacable de un circuito eléctrico. Todo o nada. O se acertaba o no. Con cinco aciertos, como era de esperar, se obtenía un cinco. Con cuatro, se suspendía.