Atlántida (12 page)

Read Atlántida Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

—Sí.

Pues las plumas son como esas burbujas de cera coloreada que suben por el aceite cuando se calientan. Es posible que las plumas sirvan como mecanismo de disipación del calor del núcleo de la Tierra.

—Calor del núcleo. Sube formando corrientes de convección, ¿no?

—Así es. Pero cuando las plumas del manto suben cerca de la superficie, aunque sea en una zona donde no existan bordes de placas, también crean volcanes. Por ejemplo, los de las islas Hawaii, que fue donde estudié la carrera.

—Después de los fríos de Islandia, debió ser todo un contraste estudiar junto a las playas del Pacífico —dijo Gabriel.

Sin querer, se imaginó a Iris en biquini tumbada junto a una palmera. O paseando por una playa aún más paradisíaca y solitaria en la que ni siquiera le haría falta el biquini.

«Pon las neuronas a refrigerar», se ordenó a sí mismo.

Iris debió captar algo en su mirada, porque apartó los ojos, nerviosa. Gabriel aprovechó para apretar el botón de la cafetera. El ruido del vapor y de los chorros de café que caían sobre las dos tazas sirvió para romper aquel pequeño instante de tensión.

—A ver si he asimilado la lección. Tenemos volcanes en tres sitios: en los bordes de choque de placas, en las regiones donde aparece placa nueva y también encima de las plumas del manto, ¿es así?

—Bien resumido. En términos más precisos, diríamos los bordes de subducción, las dorsales oceánicas y los
hotspots,
los «puntos calientes» situados encima de las plumas del manto. Por lo demás, perfecto.

—Y en todo esto, ¿dónde aparecen los supervolcanes?

Al hacerle esa pregunta, Iris dejó de sonreír. Al parecer, se tomaba aquella amenaza muy en serio.

—Hay algunos geólogos a los que no les gusta ese nombre. Finnur… Mi novio dice que el nombre de «supervolcanes» sólo sirve para la televisión y la prensa sensacionalista.

«Prefiere decir "mi novio" que individualizarlo con su nombre», pensó Gabriel. Era una forma de alejarlo de ella. Algo así como quitarse el anillo de casada si lo hubiera llevado.

«Estás extrapolando demasiado, señor Ragnarok», se dijo Gabriel, mientras le ofrecía a Iris la taza de café.

—¿Tienes leche?

—En el frigorífico.

Gabriel se arrepintió de haberlo dicho en cuanto Iris lo abrió. El frigorífico de Herman era el ideal de un soltero, en las baldas superiores se hallaban las fiambreras de la señora Petro, y en las inferiores había un surtido de cervezas tan variado y abundante como para que diez varones sedientos como cosacos sobrevivieran durante una final entera del Mundial de fútbol con prórroga y penaltis.

—A Herman le gusta cuidarse —se apresuró a decir.

—¿Herman?

—Es el que te abrió la puerta. La casa es suya.

«No vayas a pensar que yo soy un borrachuzo como él», sugería el tono de Gabriel. Luego se dio cuenta de que sus palabras implicaban otras preguntas. ¿Vives con tu amigo? ¿A tus años tienes que compartir piso con alguien? ¿O es que tu casa es peor que ésta y te avergüenza recibir a tus «clientas» en ella?

El catastrofismo geológico acudió en su ayuda. Al tiempo que sacaba la leche y se apresuraba a cerrar la nevera, Gabriel preguntó:

—Aunque a tu novio no le guste el nombre, ¿a qué llamáis un supervolcán?

—Un supervolcán es un volcán a una escala mucho mayor —continuó Iris—. Increíblemente mayor, de hecho. La erupción más potente de la historia fue la del monte Tambora en 1815. Las cenizas y los gases que expulsó el Tambora cambiaron el clima de toda la Tierra, hasta tal punto que al año siguiente lo llamaron «el año sin verano».

—Parece una amenaza grave, pero no creo…

—No me he explicado bien. La de Tambora fue una erupción devastadora, pero no un supervolcán. Un supervolcán puede ser diez, veinte, treinta veces más potente que el Tambora y expulsar miles de kilómetros cúbicos de magma y material volcánico. Ya no estamos hablando de un año sin verano, sino de muchos. ¿Qué crees que ocurriría si, durante varios años seguidos, las nieves de las montañas y los hielos de los casquetes polares no llegaran a fundirse en verano y siguieran avanzando en invierno?

—Una glaciación —aventuró Gabriel.

Iris asintió con gesto serio.

—O sea —dijo Gabriel—, que después de tanto preocuparnos por el calentamiento global, al final la peor amenaza podría ser el frío.

—No sabes hasta qué punto. En realidad, en los tres últimos millones de años los periodos cálidos como el que vivimos han sido más una anomalía que la regla general.

—Si el hombre de Neanderthal supo adaptarse a los hielos, no veo por qué no podríamos hacerlo nosotros.

—¿Que por qué no? Entre otras razones, porque ahora somos más de siete mil millones de habitantes y hemos llenado todos los rincones de la Tierra como una plaga de langosta. Si los hielos cubren el norte de Europa y de Asia, Canadá, Estados Unidos…, ¿dónde crees que irá toda esa gente?

—Al sur, claro —murmuró Gabriel. De pronto se imaginó a casi trescientos millones de estadounidenses llamando a las puertas de México. Una ironía histórica. Pero algo le decía que los mexicanos no iban a recibir a sus vecinos gringos con los brazos abiertos. Simplemente, no tendrían sitio ni recursos para todos ellos.

¿Y qué pasaría en España cuando se produjera una nueva invasión de los bárbaros del norte, cientos de millones de refugiados desesperados huyendo del avance de los hielos?

Para empezar, que Herman podría despedirse de sus cervezas.

—¿De verdad un volcán puede causar una glaciación?

—Ya ha ocurrido en el pasado. Hace 70.000 años se produjo una súpererupción en la isla de Sumatra, en un lugar llamado Toba. Las temperaturas de toda la Tierra bajaron cerca de ocho grados, y de resultas de ello murió el noventa y cinco por ciento de la población humana mundial. En realidad, nuestra especie estuvo a punto de extinguirse.

Gabriel hizo unos cálculos mentales.

—Si ocurriera ahora algo parecido, morirían siete mil millones de personas y quedarían vivas poco más de trescientos millones.

—No es la única vez que ha ocurrido algo así. Los supervolcanes han provocado extinciones aún mayores. Hace 250 millones de años, a finales del periodo pérmico, desaparecieron el 95 por ciento de las especies marinas y el 70 por ciento de las terrestres. La razón fue una inmensa erupción en Siberia que alteró de forma drástica el clima de la Tierra.

«Cincuenta millones de años después, más de la mitad de las especies se extinguieron, y dejaron un hueco que ocuparon los dinosaurios como animales dominantes. Esta vez la causante fue la llamada Provincia Magmática del Atlántico Central.

»Pero a los dinosaurios también les tocó su turno, y abandonaron el escenario hace sesenta y cinco millones de años.

—Un momento —la interrumpió Gabriel—. Que yo sepa, los dinosaurios se extinguieron por el impacto de un meteorito en el Yucatán.

—Muchos científicos siguen aceptando esa hipótesis, pero cada vez hay más pruebas de que la verdadera causa fue la actividad volcánica en la llanura del Decán, en la India.

—De modo que es un modelo que se repite cíclicamente. Supervolcán y extinción.

Iris asintió.

—Así es. Es como si la Tierra mudara su piel cada cierto tiempo. Al hacerlo, aunque no lo intente, acaba con sus parásitos. Que somos nosotros, los seres vivos.

—No resulta muy halagador imaginarnos a los humanos como piojos…

—Pero así es, desde el punto de vista de la Tierra. ¿Qué crees que va a ocurrir ahora?

Iris suspiró y se cruzó de brazos, como si quisiera protegerse de algo.

—Mi temor es que se avecine algo mucho peor que todo lo anterior. Normalmente los movimientos geológicos son muy lentos, pero ahora se están acelerando. Las plumas están subiendo del manto a mucha más velocidad de la prevista, y han aparecido otras nuevas. Las cámaras que hay bajo Long Valley, Yellowstone, los Campi Flegri, el Krakatoa y Santorini están recibiendo inyecciones de magma fundido.
Todas a la vez.
Es como si la Tierra entera estuviera acumulando presión, igual que una caldera gigante a punto de estallar.

—¿Qué está ocurriendo allí abajo?

Gabriel empezaba a preocuparse de verdad. Iris llevaba un rato sin sonreír. Era evidente que se tomaba muy en serio lo que decía, y la corriente inconsciente de feromonas que flotaba entre ambos se había interrumpido.

—El flujo de energía de la Tierra se ha acelerado de forma exponencial. No es normal que disipe calor con tanta rapidez como ha empezado a hacerlo. Algo… algo extraño está pasando en las profundidades, más abajo incluso del manto. Es como si el núcleo de la Tierra fuera un corazón, y ahora le hubiera entrado taquicardia.

Gabriel recordó las noticias que había visto en el tren.

—¿La perturbación magnética de esta noche tiene algo que ver?

Iris asintió, y volvió a coger la taza para dar un sorbo de café.

—Sin duda. El campo magnético de la Tierra se debe a los movimientos del metal fundido que forma el núcleo externo. La Tierra es una dinamo gigante que se ha vuelto errática.

—He oído que, si se invierte el campo, se producirá una gran extinción.

—Una inversión del campo magnético puede causar enfermedades, y seguramente problemas en nuestra tecnología. Pero ésa será la menor de nuestras preocupaciones.

—A mí no me parece tan menor…

—La verdadera extinción masiva se producirá cuando la 'I'ierra expulse de golpe decenas de miles de kilómetros Cúbicos de magma. Prácticamente todo el planeta quedará cubierto por una capa de cenizas. No se podrá cultivar nada. Cuando respiremos, las cenizas se mezclarán con las mucosidades de nuestros pulmones para convertirse en cemento dentro de nuestro cuerpo. Las tinieblas se extenderán por todo el mundo y las temperaturas se desplomarán.

—El final de la vida en la Tierra…

—Eso es casi imposible. Las bacterias sobrevivirán, y tal vez algún que otro organismo pluricelular. Los nanobios que viven bajo la superficie no se verán afectados.

—¿Los nanobios? —se extrañó Gabriel.

Pero Iris, ensimismada en sus lúgubres pronósticos, no le escuchó y prosiguió.

—Pero nosotros… La humanidad sobrevivió a duras penas al supervolcán de Toba. Contra la combinación de varios supervolcanes no tenemos nada que hacer.

Los dedos de Gabriel repiquetearon sobre la taza como si rasgueara una guitarra. Como Ragnarok, se suponía que era él quien tenía que ofrecer respuestas sobre el futuro, pero no pudo evitar preguntar:

—¿Cuándo ocurrirá todo eso?

—No lo sé. Puede que se produzcan varias crisis volcánicas separadas a lo largo de unos meses. Pero, por la forma en que se está acelerando el flujo de energía, sospecho que las erupciones van a estar mucho más concentradas. Puede ser cuestión de semanas…, quizá de días. No nos queda mucho tiempo.

—Tiempo ¿para qué?

Iris volvió a sonreír, pero esta vez no había la menor alegría en su gesto.

—En realidad, para nada. Si la amenaza procediera del espacio, si fuera un asteroide o un meteorito gigante, podríamos intentar desviarlo con cohetes nucleares.

—Como Bruce Willis… Ella negó con gesto triste.

—Ante una reacción en cadena de supervolcanes y un cambio climático como jamás se ha visto en este planeta, no hay nada que hacer. O algo desconocido hace que la dinámica de la propia Tierra cambie, o estamos condenados. Aquí no hay Bruce Willis ni héroes que valgan.

Una lástima, pensó Gabriel. Cuanto más se abismaba en aquellos ojos azules, más le habría apetecido ser el héroe que salvara al mundo para ganarse un beso de la protagonista.

Cuando Gabriel iba a salir de casa, recibió un mensaje de Herman.

Estoy con Enrique en el ruso. Nos invita a cenar. Aprovecha.

El restaurante ruso se encontraba a unos cuatrocientos metros de su casa, en una calleja escondida. Gabriel, que vivía en el barrio, había oído rumores sobre los negocios turbios del cocinero y dueño, un tal Vassily. Pero la comida era buena y abundante, y siempre disponía de mesas libres.

El local era una especie de laberinto, con varios comedores pequeños unidos en ángulos desconcertantes. Al no encontrar a sus amigos, Gabriel tuvo que bucear hasta el fondo culebreando entre las mesas. Por fin los vio solos en el último comedor, un lugar penumbroso y tan recóndito que los móviles perdían la cobertura.

—El hapkido es mucho más útil que el karate —estaba diciendo Herman. No encontrarlo discutiendo habría sorprendido y decepcionado a Gabriel—. El karate es una chorrada. Por eso lo dejé. En cuanto empecé a entrenar con mi maestro de hapkido me enseñó técnicas útiles de verdad para sobrevivir en la calle.

—¿Como cuáles?

—Por ejemplo, ¿a que a ti en karate no te enseñaron a pelear en una cabina usando el cable del teléfono para estrangular al rival?

—Hombre, pues no.

—¿Y a luchar dentro de un coche que se ha caído al agua?

—¡Por favor, Herman! —Enrique levantó las manos en gesto de desesperación—. ¡Ya ni siquiera hay cabinas telefónicas! ¿Y quién quiere pelear en un coche dentro del Manzanares?

Tras decir esto, Enrique se volvió hacia Gabriel y le estrechó la mano por encima de la mesa. Siempre lo hacía al saludar y al despedirse, aunque se vieran tres días seguidos. También devolvía instantáneamente las llamadas, los mensajes y los correos electrónicos, se acordaba de los cumpleaños de todo el mundo y a los amigos que tenían hijos les preguntaba por sus pañales y sus biberones y, cuando se hacían mayores, por sus estudios.

En suma, todos aquellos detalles sin importancia que a Gabriel siempre se le olvidaban.

—Bienvenido de nuevo a la urbe.

—Me gusta tu camiseta —respondió Gabriel.

Sobre el pecho de Enrique se movía un cartel con efectos 3D creado por nanofibras luminiscentes o alguna otra tecnología que, en cualquier caso, empezaba por «nano». Unas letras explotaban como bengalas.
Morpheus.
Después las sustituía un eslogan, frase por frase, cada una en un color diferente.
«Haz el sueño realidad. Sueña. Cuando quieras. Donde quieras».

—Veo que ya habéis empezado con el marketing —añadió Gabriel—. ¿Cuándo pensáis comercializarlo?

—Aún tenemos que pasar un par de pruebas, y luego conseguir la autorización sanitaria. Pero creo que estará listo para navidades.

Other books

Spring Fires by Wright, Cynthia
Finders Keepers by Andrea Spalding
The Quest of Kadji by Lin Carter
The Concrete River by John Shannon
Stuart by Alexander Masters
Influx by Suarez, Daniel
The Sworn by Gail Z. Martin
Her Homecoming Cowboy by Debra Clopton
Zendikar: In the Teeth of Akoum by Robert B. Wintermute