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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (17 page)

—Qué detalle.

—Nosotros intentamos hacer lo mismo. De momento, no tenemos una fórmula mágica para convertir a los humanos en inmortales. Pero podemos paliar los efectos de la vejez mientras esa fórmula llega.

—¿Cuántos años vivió Gilgamesh?

—Por desgracia, cuando se estaba bañando una serpiente le robó la planta. Por eso las serpientes se renuevan cambiando la piel. —Celeste sonrió con cierta melancolía—. La mayoría de la gente no me pregunta el final de la historia. Me la has estropeado un poco.

Salieron del ascensor en el piso 3 y recorrieron un pasillo impoluto, decorado con más cuadros minimalistas y con plantas.

—Parece que aquí hay dinero.

—Lo hay. Uno de nuestros principales patrocinadores es Spyridon Kosmos. Tiene casi noventa años, así que está más que interesado en que hallemos cuanto antes una forma de detener el envejecimiento. Aunque no creo que a él le llegue a tiempo.

—Spyridon Kosmos. Qué curioso —murmuró Gabriel. Habían hablado de él esa misma noche. Las coincidencias parecían acumularse.

—¿Por qué lo dices?

—Por nada. Pero entonces no tenéis dinero sin más, sino
muchísimo
dinero.

—¿Te molesta?

—¿Y por qué iba a molestarme?

—Hay gente que critica que se invierta dinero en estudios geriátricos. He llegado a leer artículos de periodistas que aseguran que existe un nuevo
lobby
de ancianos adinerados, y que por su culpa se desvían fondos que serían más útiles tratando otras enfermedades. Lo más gracioso es que esos tipos hablan como si no fueran a pasar por el mismo trance.

—A lo mejor pretenden suicidarse cuando cumplan los sesenta y cinco. Sería un gran alivio para el erario público.

—No lo sabes tú bien.

Se cruzaron con un enfermero, y Celeste cruzó unas breves palabras con él. Después, siguió dándole explicaciones a Gabriel, como si fuera un inversor ante el que justificara los gastos.

—Ya ha empezado a jubilarse oficialmente la vanguardia de nuestro
babyboom.
Ahora mismo hay un veinte por ciento de la población española que tiene más de sesenta y cinco años.

—Un país de jubilados.

—Todavía no. El grueso de los
babyboomers
se encuentra en edad de cotizar, como tú. De hecho, estrictamente hablando perteneces a la última generación del
babyboom.

—Siempre llegué el último a todo.

—Lo cual significa que dentro de veinte años te tocará jubilarte.

«No sé de qué me voy a jubilar», pensó Gabriel.

—Para entonces —siguió Celeste—, nuestra pirámide de población parecerá más bien una seta. Además, el número de octogenarios superará al de mujeres de entre cuarenta y cinco y sesenta años.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Quién cuida a los ancianos? —preguntó Celeste, abriendo la puerta de la habitación 321.

«Las mujeres», pensó Gabriel, pero no dijo nada, temiéndose que le cayera de rebote algún comentario sobre la inmadurez o el egoísmo masculinos.

—En ese caso, no entiendo por qué tanto empeño en alargar la vida. No es que defienda la eutanasia, pero si me lo pintas tan negro…

—No se trata de prolongar la vida sin más. Lo que queremos es retrasar el envejecimiento lo bastante como para que todos tengamos vidas activas más largas.

—¿Pretendéis hacerme trabajar hasta los setenta y cinco años?

—Aquí sólo hacemos milagros, Gabriel. Lo imposible se lo dejamos a Dios —dijo Celeste.
«Touché»,
pensó Gabriel.

La habitación no era muy grande, pero se veía tan limpia y nueva como el resto del edificio. Había una cama con una mujer durmiendo, y una mampara extensible tras la que se recortaba la sombra de otro lecho.

—No se trata sólo de trabajar más años —dijo Celeste—, sino de que los ancianos puedan valerse solos durante más tiempo. De lo contrario, la Seguridad Social será inviable. Ahora mismo hay grandes dificultades para mantenerla en pie, y mucha gente se está quedando fuera del sistema. Como estas dos mujeres.

Se acercaron al pie de la primera cama. La mujer tenía la cara cubierta por una máscara blanca de un material brillante que la hacía parecer un androide de película de ciencia ficción.

—¿Ésta es tu octogenaria con Alzheimer?

—No. Es una indigente a la que apalearon en un paso subterráneo. Después, por si era poco, le arrojaron ácido en la cara.

—Qué hijos de Satanás. —Por el moldeado que dibujaba la sábana sobre su cuerpo, Gabriel dedujo que no era ninguna anciana. De hecho, parecía tener buena figura—. No parece mayor. ¿Qué hace aquí?

—Tengo una amiga en Urgencias del Gregorio Marañón. Allí siempre están colapsados. Cuando mi amiga intentó averiguar quién era esta mujer, le fue imposible averiguar incluso su nombre. Tiene amnesia global. No sólo no se acuerda de nada de su pasado, sino que es incapaz de fijar los recuerdos recientes.

—¿Síndrome de Korsakov? —Al ver que Celeste enarcaba las cejas, añadió—: Recuerda que empecé Psicología.

—Se parece mucho a un Korsakov. De hecho, sufre amnesia retrógrada y anterógrada. Pero el Korsakov auténtico suele ser resultado de alcoholismo crónico, así que esta mujer debería tener las transaminasas y otros indicadores por las nubes. Sin embargo, su sangre está limpia. Es un caso interesante.

—No acabo de entender qué pinta esta paciente en un centro de estudios sobre el envejecimiento.

—No es tan complicado de entender.

—Ilumíname.

—Mi papel en la clínica Gilgamesh es estudiar el deterioro de la memoria. Un Korsakov o un pseudoKorsakov en una persona joven pueden ayudarnos a comprender mejor los mecanismos del recuerdo y el olvido. Mi amiga sabe que me interesan esos casos, y por eso me ha derivado a esta mujer. Sólo lleva aquí tres días, pero cuando se cure un poco le pondremos los electrodos para monitorizar sus ondas cerebrales y le haremos una resonancia.

—Muy bien, madre Teresa. ¿Por qué no me enseñas a tu otra paciente, la que sueña con la Atlántida?

Pasaron al otro lado de la mampara. La mujer que dormía en la segunda cama era realmente anciana, y olía a la mezcla inconfundible de la edad y los hospitales, aunque la habían perfumado con una colonia de bebés que tenía un toque a limón.

—Se llama Milagros Romero. Alzheimer terminal, como te dije. Ni se levanta ni habla. Tampoco tiene medios económicos, así que ahora está bajo la tutela del Estado, que paga su estancia aquí gracias a un convenio con la clínica.

—¿No tiene familia?

—Vivía con un hijo, su único pariente vivo, que sufría una psicosis depresiva y se tiró de un sexto piso.

Milagros tenía en la cabeza unos electrodos que monitorizaban su sueño y mostraban las ondas cerebrales en una pantalla situada sobre el cabecero de la cama.

—Éstas son ondas theta. Y esto de aquí son los complejos K —dijo Celeste, señalando unos picos que destacaban del trazado general—. Nos indican que Clara se encuentra en la fase 2 del sueño. Si ocurre como anoche, cuando entre en la fase 4 y aparezcan las ondas delta, empezará a hablar en sueños.

—Un momento. Si no recuerdo mal, el sueño se produce en la fase REM
[3]
, no cuando uno está en la fase 4, durmiendo como un tronco.

Celeste sincronizó la pantalla con su móvil. El electroencefalograma quedó minimizado en una ventana lateral, mientras la imagen principal mostraba un vídeo de Milagros. Por la fecha, Celeste lo había grabado la noche anterior.

La cámara hizo un zoom muy rápido sobre los párpados de la anciana. Estaban cerrados y bajo ellos no se apreciaba movimiento ninguno de los globos oculares, como habría ocurrido en sueño REM. En un barrido que mareó a Gabriel —Celeste no tenía futuro como directora de cine—, La imagen se centró en el electro.

—¿Ves? Ésas son ondas delta, así que cuando Milagros empezó a hablar estaba en la fase 4. El sueño más profundo de todos. Pero observa estos picos.

Alternando con las delta, que eran muy amplias, se veían episodios muy breves de ondas que parecían los dientes de una sierra diminuta.

—¿Eso es normal?

—No. Nunca había visto esta mezcla de ondas —respondió Celeste—. Ahora, escucha lo que pasó.

La grabación volvió a centrarse en el rostro de la anciana, que había empezado a hablar. Lo que decía resultaba ininteligible, pero parecía un lenguaje articulado. A ratos cambiaba de tono, como si varios personajes dialogaran en su interior. Gabriel pensó en los endemoniados de la Biblia —
«Mi nombre es Legión»
— y sintió un escalofrío. Habia visto supuestos casos de posesión diabólica, pero esto era mucho más estremecedor.

—Impresiona un poco, ¿verdad? —dijo Celeste.

—Es como si hablara desde el más allá.

Celeste aceleró un poco la imagen.

—Vamos al minuto 16. Escucha esto.

Gabriel acercó la oreja al pequeño altavoz de la pantalla. Pudo distinguir por dos veces, claramente pronunciada, la palabra
Atlántida,
separada por diez segundos de más jerigonza incomprensible.

—A ver si sé resumirlo —dijo, enderezándose y apartándose un poco de la anciana—. Una mujer que hace semanas perdió la capacidad de hablar se dedica a soltar parrafadas en la fase más profunda del sueño, cuando según todos los manuales no debería ser capaz de soñar. Además, lo hace en un idioma desconocido y mencionando un lugar que nunca existió.

Así es. Investigue lo oculto, señor Espada. Es su trabajo. Yo no sé qué pensar.

—¿Se lo has contado a alguien?

—No. Ya te he dicho que esta grabación la tomé anoche. Aún no lo he comentado con nadie, más que contigo.

—¿Has hecho dos guardias seguidas?

—Y hasta tres. —Celeste puso cara de circunstancias—. Quiero mudarme de casa.

—Entiendo. Así que a tu marido le toca cuidar de los niños.

Celeste suspiró. Gabriel observó que apretaba la empuñadura de la muleta con fuerza, hasta que los nudillos se le ponían blancos.

En ese momento, el móvil de Celeste emitió un pitido.

—Perdona, tengo que dejarte un momento.

—Tranquila. Si alguna de las dos sufre una crisis le haré un bypass modular sinérgico. Es mi especialidad.

—No lo dudo. —Celeste le tiró de la oreja, en un gesto muy suyo—. Madura, Gabriel Espada. Madura.

—Sí, mami. Por cierto, ¿no tendrás una chocolatina? El restaurante donde he cenado era algo tacaño con las raciones.

—Veré lo que puedo hacer.

Frente a ambas camas había un sillón tapizado en color crema que estaba pidiendo a gritos que alguien lo usara. Cuando Celeste salió de la habitación, Gabriel se sentó en él, pulsó un botón que tenía junto al brazo derecho y comprobó que al hacerlo salía una extensión para estirar las piernas. Habían diseñado el asiento para alguien más bajo que él y el reposapiés apenas le llegaba por debajo de las rodillas, pero resultaba bastante cómodo.

Gabriel cerró los ojos. Mientras pensaba en ondas del sueño, las beta propias de la vigilia se convirtieron en alfa y su respiración empezó a acompasarse. Sus pensamientos empezaron a vagar en asociaciones libres, apenas controlados por su voluntad. Iris, Celeste y la jovencísima C le hablaban de volcanes que hundían continentes perdidos, mientras el camarero le traía una y otra vez un steak tartar achicharrado y se lo volvía a llevar.

Sus ondas se hicieron más lentas y amplias, su respiración se volvió más profunda y su cabeza se venció sobre la mullida oreja del sillón. Cuando aparecieron los complejos K, Gabriel ya no podía pensar en ellos. Se había hundido en las oscuras aguas de Morfeo, y estaba tan cansado que siguió buceando en picado hasta las ignotas profundidades de las ondas delta.

Y fue entonces, en el momento en que su mente debía hallarse en vacío y reposo absolutos, cuando empezó a soñar.

O algo parecido a soñar.

En algún tiempo y lugar

Extraño. Ajeno.

Fuera. Dentro.

Todo era distinto. Las dimensiones. Las formas. Los huecos. Los salientes. Erróneos.

Gabriel levantó los brazos sobre la cabeza, y al hacerlo notó que eran más cortos. «¿Me he vuelto más pequeño?», pensó.

A su alrededor se oían voces. Muchas. Decenas de voces hablando en un idioma desconocido y que, sin embargo, entendía.

Gabriel quiso mirar a la derecha, pero giró el cuello a la izquierda. Se dio cuenta de que no controlaba los movimientos.
Los
movimientos. No
sus
movimientos. Estaba escondido detrás de unas pupilas que no eran las suyas, agazapado entre unos tímpanos que no le pertenecían.

Estaba
dentro
de otra persona.

Por alguna
razón,
Gabriel pensó que aquella persona se hallaba tan desorientada como él. Era como si a ambos, a Gabriel Espada y a su anfitrión, los hubieran trasladado allí desde otro lugar.

No. En el caso de la persona en cuyo cuerpo se había aposentado Gabriel no había «otro lugar». Un pensamiento teñido de perplejidad y miedo resonó en el interior de su cabeza, y Gabriel captó sus reverberaciones como si aquel pensamiento lo hubiera concebido él mismo:

«No recuerdo nada antes de este momento».

Los ojos de su anfitrión giraron en derredor, explorando su entorno. Se encontraba en un patio de suelo enlosado, rodeado por una columnata de dos pisos e iluminado por antorchas que arrojaban luces y sombras cambiantes entre los pilares pintados de rojo y ocre. Las paredes del piso inferior se veían decoradas con hermosos frescos que representaban paisajes. Una balaustrada de madera rodeaba la galería del segundo piso, y sobre ella se acodaban decenas de personas, tal vez más de cien, hombres y mujeres mezclados. Era de noche, pero Gabriel no podía saber si lucían las estrellas o había nubes, pues el cielo se veía como una mancha negra e indistinta contra el perfil crepitante de las llamas.

Los hombres, de cabellos largos y trenzados, llevaban el torso al descubierto, salvo algunos más ancianos que vestían túnicas largas. Las prendas más comunes eran faldellines o taparrabos largos, muchos de ellos con taleguillas ceñidas que marcaban los genitales. Las mujeres, maquilladas y adornadas con diademas, collares y ajorcas de oro, vestían largas faldas de volantes de colores y vistosos corpiños que algunas llevaban abiertos para exhibir sus pechos.

El anfitrión de Gabriel siguió girando sobre sí mismo con los brazos en alto. Se hallaba en el centro del patio, pisando las losas frías con los pies descalzos. Pese a que aquella persona, fuese quien fuese, no recordaba cómo había llegado allí, sabía al menos que ese suelo era resbaladizo y que debía tener cuidado si no quería correr un grave peligro.

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