El móvil sonó. Eyvindur, que estaba sentado en una silla de camping delante de la caravana, se volvió a la derecha. El teléfono estaba encima de la nevera portátil. Para cogerlo tenía que levantarse, y en ese momento no le apetecía.
Eyvindur se cruzó los dedos sobre el vientre y dejó que el móvil sonara un rato, mientras observaba el paisaje que lo rodeaba. El resol que reverberaba en la explanada blanca de la Solfatara le hizo entornar los párpados. Sus ojos nórdicos, evolucionados para ver bajo la mortecina luz del Septentrión, no acababan de acostumbrarse a los brillos duros y cortantes del Mediterráneo.
El teléfono seguía sonando. Ya debía llevar más de un minuto dando timbrazos. Eyvindur suspiró, se levantó de la silla y miró la pantalla del móvil. Quien llamaba era Adriana Mazzella, directora del Osservatorio Vesuviano. Su jefa.
—Hola, Adriana.
—¿Dónde estás, Eyvindur?
—Al pie del cañón. Como siempre.
Adriana y él habían sido amantes durante un mes. Era la única persona del Osservatorio que sabía que Eyvirndur padecía un cáncer incurable. En otras circunstancias, ella tal vez le habría sugerido que dejara de trabajar un domingo y se dedicara a disfrutar del tiempo de vida que le quedaba. Pero ahora su voz sonaba tan sulfurosa como los chorros de gas que brotaban del suelo del cráter.
—Quiero que vengas ahora mismo a las oficinas.
—Me encantaría complacerte, Adriana, pero los antiinflamatorios me están volviendo impotente.
—No estoy para bromas, Eyvindur. Si no he hablado contigo hasta ahora es porque no he parado de hacer llamadas para apagar los fuegos que has encendido con esa entrevista tan irresponsable. ¿Cómo se te ocurre recomendar a la gente que evacué la región sin encomendarte a nadie?
Eyvirndur reprimió una sonrisa. Le encantaba ver a los directivos en apuros burocráticos.
—¿Cuánta gente crees que ha abandonado la región? En la radio he oído que cerca de doscientas mil personas.
—Lo dices como si estuvieras orgulloso de desatar el pánico.
BRRROARRRR
El suelo trepidó bajo sus pies durante unos segundos y las latas de cerveza repiquetearon al sacudirse dentro de la nevera. Eyvindur abrió los brazos como un funambulista, aunque el temblor no fue tan potente como para hacerle perder el equilibrio. Cuando el pequeño seísmo se calmó, los turistas que contemplaban los charcos de lodo, a unos cien metros de la caravana de Eyvindur, empezaron a gritar y a bracear, como si pidieran explicaciones a la agencia de viajes.
—¿Has notado eso, Adriana?
—¿Qué ha pasado?
—Un temblor. —Eyvindur entró en la caravana y miró el sismógrafo—. Tres coma cinco. Y el foco está a sólo nueve kilómetros de profundidad.
—¿Crees que eso te da la razón? ¿Que es motivo suficiente para provocar el pánico entre la gente?
—Lo que menos quiero es llevar la razón. Prefiero equivocarme y que no ocurra nada, aunque yo quede como un viejo tonto.
Eyvindur no era del todo sincero. A una parte de él le horrorizaba la perspectiva de una catástrofe que podría matar a cientos de miles de personas. Pero otra parte quería presenciar una erupción colosal como grandioso colofón a sus días sobre la Tierra.
—Tú siempre has querido llevar la razón, incluso cuando defiendes teorías inverosímiles.
—No quiero hacerte perder el tiempo, Adriana. Si lo que quieres es que me presente allí para firmar mi dimisión, puedes aceptarla por teléfono.
—No es lo que yo habría querido, y lo sabes.
—No te preocupes por mí. Si crees que ser expulsado de una organización burocrática supone un borrón para terminar mi carrera, es que no me conoces.
—Eyvindur, eres injusto y…
«Y lo sabes», repitió mentalmente Eyvindur mientras apretaba el botón rojo para cortar la llamada.
Sí, había sido injusto con ella. Como directora del Osservatorio, Adriana tenía que terciar entre los políticos, con sus corruptelas y sus servidumbres, y los científicos, con sus teorías contradictorias y sus egos muchas veces más hinchados que las burbujas de barro que reventaban en las charcas ardientes de la Sulfatara.
En noviembre de 2012, se había producido en Pozzuoli un seísmo de 5,2 en la escala de Richter. En aquel entonces el director del Osservatorio Vesuviano era Aldo Baressi. Cuando un periodista le preguntó si los Campi Flegri podían entrar en erupción, Baressi cayó en la trampa de ofrecer respuestas ambiguas como «no es imposible», «si se cumplieran las condiciones que usted dice podría ocurrir», «no podemos descartarlo al cien por cien».
Los titulares de los medios más sensacionalistas rezaron:
«La catástrofe de 2012 empezará en los Campi Flegri».
Sin encomendarse ni al Osservatorio ni a Protección Civil, la alcaldesa de Pozzuoli decretó la evacuación inmediata. Casi cien mil personas trataron de abandonar la ciudad a la vez. Las carreteras se colapsaron y se produjeron saqueos, suicidios, asesinatos y todo tipo de desmanes. Al final, cuando no ocurrió nada, los medios —los mismos que habían provocado la alarma— hablaron de una
«grandiosa scorreggia»
o «colosal flatulencia» que había costado decenas de muertos. Baressi fue despedido; pero, curiosamente, la alcaldesa (ir)responsable mantuvo su puesto.
La primera consecuencia de aquella falsa alarma fue que Adriana Mazzella, hasta entonces jefa de geodesia, se convirtió en nueva directora del Osservatorio. La segunda, que desde entonces nadie del centro vulcanológico estaba dispuesto a ser el primero en dar la voz de alarma a no ser que se abriera bajo sus pies una grieta conectada directamente con el centro de la Tierra.
Para Eyvindur, la moraleja de aquella historia era muy clara, el público exige certezas a los científicos y no puede entender que, aunque el mundo se rija por leyes más o menos conocidas, su conducta es tan compleja y depende de tantas variables que es imposible prever con exactitud lo que va a ocurrir en cada momento. ¿Cómo hacer comprender que, por mucho que se mejoren las previsiones del clima, el tráfico, la economía o la propia vulcanología, siempre hay elementos que, con una mínima variación, pueden causar un comportamiento impredecible y aparentemente caótico y desatar un tornado, un atasco o una crisis financiera? O una erupción.
Eyvindur estaba convencido de que la catástrofe iba a producirse en cuestión de días. Pensó que, ahora que ya no tenía trabajo, podría alejarse de la zona. Pero ¿para qué? Llevaba diez años en el Osservatorio. ¿Iba a huir ahora que se acercaba la erupción que había estado esperando durante todo ese tiempo? Además, si las cosas se ponían muy feas y se veía en peligro de morir abrasado por un flujo piroclástico o ahogado en sus propias flemas por culpa de las cenizas y los gases, siempre podía recurrir a la cápsula de cianuro.
Todo apuntaba a un final inminente. En un momento así, uno debía pensar en los herederos. Eyvindur tenía dos hijas y un hijo de dos ex esposas y una amante. A todos les había pagado las pensiones correspondientes, los llamaba una vez al mes y los visitaba de vez en cuando. Ya se repartirían sus cuentas y sus propiedades, que no le aportarían a cada uno más de cincuenta mil euros. Pero lo que realmente importaba a Eyvindur era su herencia intelectual.
Tenía una hipótesis sobre lo que estaba a punto de ocurrir, sobre el motivo por el que el corazón de la Tierra se había puesto a bombear magma fundido como si estuviera al borde del infarto. De todas las teorías peregrinas que había defendido en su vida, ésta era la más descabellada. Sólo se le ocurría una persona a la que sugerírsela.
Pero, por supuesto, no se la iba a exponer así, sin más ni más. Como cuando era su estudiante de postgrado, Iris tendría que llegar a la respuesta por sí misma.
Iris solía llegar con tiempo de sobra a todas partes. Ya había pasado por el control de la Guardia Civil y el detector de metales y, sentada ante la puerta de embarque, esperaba a que llegara el momento de formar la cola para subir al avión. Aún quedaba más de una hora para que despegara el vuelo a Atenas, donde tomaría el pequeño reactor de turbohélices que la llevaría a Santorini. Sentada frente a los enormes ventanales que daban a la pista, Iris observaba distraída los aterrizajes y despegues bajo un cielo de un azul impoluto.
La mente se le iba constantemente a la lectura de tarot de la víspera y al individuo que se hacía llamar Ragnarok. ¿Qué tenía aquel hombre? Era como si hubiera conocido a dos personas en una, y ambas la habían marcado. Estaba el que se escondía en las sombras y con voz profunda desgranaba los secretos de Iris. Y también el hombre de rasgos afilados y ojos verdes y melancólicos al que ella le había endosado una lección magistral de vulcanología.
«Dios mío, he hablado como una cotorra», pensó. Pero Ragnarok parecía haber escuchado con atención aquella larga disertación geológica.
«¿Qué más te da si no le vas a volver a ver?».
Iris pensó que debía haber muchas otras personas que hubiesen tenido experiencias similares con las cartas. Para comprobarlo, sacó del bolso su tableta. Cuando la pantalla se iluminó, Iris escribió en ella algunas palabras clave. No Solo «tarot», sino también «telepatía», pues se preguntaba si no se habría producido ese fenómeno entre Ragnarok y ella. ¿Cómo si no había podido averiguar cosas tan personales sobre ella, su familia y su profesión? Sobre todo, ¿de qué modo había descubierto que Iris trabajaba precisamente en Santorini?
Entre los resultados, uno rezaba «telepatía en la lectura del tarot». Lo pulsó, buscando algo que la reafirmara en su impresión. Pero el texto completo decía «aparente telepatía en la lectura del tarot».
Iris no quería que nadie le estropeara la ilusión, así que pensó en buscar otra página. Pero, cuando ya tenía el dedo sobre el botón
Atrás,
recordó que era científica y que, como tal, no debía taparse los ojos a la verdad, de modo que amplió el artículo.
El texto era un extracto de
Desmontando la Atlántida y otros mitos,
un libro escrito por un tal Gabriel Espada. «Qué coincidencia», pensó Iris, recordando la vieja teoría según la cual la Atlántida estaba emplazada en Santorini. Pagó los dos euros que costaba el libro y se lo bajó. Decidió reservar la parte de la Atlántida para el vuelo y acudió directamente al capítulo sobre el tarot.
Apenas llevaba unos minutos leyendo cuando se dio cuenta de que le ardían las mejillas. Levantó la mirada de la pantalla y miró a su alrededor con gesto avergonzado, como si los pasajeros que se sentaban en los asientos de la sala de espera pudieran leer en su rostro que era una crédula que se había dejado engañar.
Según el libro, lo que Ragnarok había hecho con ella era conocido como «lectura en frío». La palabra «lectura» resultaba muy apropiada, ya que los buenos videntes leían a sus clientes como si fueran manuales de párvulos.
Para ello, se basaban en parte en el lenguaje corporal; pero, sobre todo, en la propia información que pescaban gracias a la colaboración de los clientes.
«La clave»,
afirmaba el libro,
«radica en que los clientes que han pagado un dinero quieren creer que lo están empleando en algo útil. Por eso colaboran de buen grado y ofrecen información al vidente a poco que éste la insinúe».
A Iris la había sorprendido que Ragnarok supiera que la enfermedad de su padre tenía que ver con el pecho.
Ahora descubrió que aquél era un recurso de manual: más de la mitad de las enfermedades mortales se situaban en el pecho o las inmediaciones. Al fin y al cabo, explicaba el libro, la muerte se acababa produciendo por un paro cardíaco, así que de algún modo el vidente siempre llevaba razón. Que era lo importante.
«Qué idiota he sido», pensó, apartando la mirada de la pantalla libro. Fuese quien fuese Gabriel Espada, parecía que hubiera escrito aquellas páginas pensando en ella, en la pobre crédula de Iris Gudrundóttir, compungida por la muerte de su padre, recién entrada en la crisis de los treinta y replanteándose la relación con su novio y su futuro personal.
Y, sin embargo, Iris no conseguía explicarse cómo Ragnarok había sabido que ella trabajaba en Santorini. ¿Por qué no en Hawaii o en su Islandia natal o en cualquier otra región volcánica del mundo? Eso no lo explicaba el libro.
«Quieres creer en él porque te resulta atractivo», se dijo. Pero lo cierto era que le había pagado a aquel hombre cuatrocientos euros por que le tomara el pelo. Menos mal que, aunque la idea se le había pasado por la cabeza, no había llegado a besarlo. «Dios mío, ¿y si me hubiera acostado con él?», pensó, ruborizándose todavía más.
El timbre del teléfono «extraoficial» la sacó de sus pensamientos.
Iris tenía dos nokias iguales de color blanco, cada uno con un número y una cuenta bancaria diferentes. Había decidido comprar el segundo hacía un par de años, harta de que Finnur le trasteara con el móvil. Su novio no sólo le cogía las llamadas cuando ella estaba en la ducha, sino que le leía los mensajes y a veces los respondía por ella. También le borraba o le cambiaba los móviles de antiguos compañeros de clase o de amigos que considerase atractivos y, por tanto, peligrosos.
Desde entonces, Iris siempre dejaba al alcance de Finnur el móvil oficial y se guardaba junto a ella el otro, con el que se ponía en contacto con todas aquellas personas que su novio no habría aprobado.
Entre ellos, el hombre que la estaba llamando ahora: Eyvindur Freisson. Vulcanólogo y biogeoquímico, y profesor de postgrado de Iris en el Osservatorio Vesuviano.
Iris dudó un segundo. No le quedaban muchas ganas de hablar ahora, pero Eyvindur siempre tenía algo curioso que contar, y le vendría bien para olvidarse del estúpido engaño que había sufrido el día anterior. De modo que contestó.
—¿A que no sabes el lío que he organizado esta vez? —dijo Eyvindur sin más preámbulos.
—Pues no, la verdad. He tenido unos días algo agitados. Mi padre ha muerto.
—Ah —se limitó a contestar Eyvindur.
Iris no se ofendió por su laconismo, pues lo conocía de sobra. Eyvindur debía estar pensando en lo que
él
quería contarle a Iris, no en lo que podía escuchar. Aunque era un hombre atractivo y un auténtico encantador de serpientes, cuando su mente se concentraba en algo, su empatía se reducía a cero y no le importaba un comino lo que su interlocutor pudiera sentir o pensar.