Atlántida (35 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

En segundo plano oyó a su padre blasfemando y comentando algo sobre la chingada que había parido a la policía de fronteras. Normalmente su queja era la contraria, pues no tenía problemas para entrar en México, sino para volver a Estados Unidos.

«Ahora los mexicanos se están vengando», pensó Joey.

—Aguarda, hijo, que te paso a tu papá —le dijo su madre.

—¿Qué tal, Joey? Espero que a ti…

La imagen y la voz se cortaron. Joey pulsó la rellamada, pero el mensaje que recibió fue el mismo que llevaba dos días escuchando.
El móvil solicitado está apagado o fuera de cobertura.

Al menos sabía que sus padres estaban vivos. Los niños que habían viajado con ellos en el avión no podían decir lo mismo.

Santorini

«Lo escalofriante de esta erupción»,
continuó la presentadora del reportaje,
«no es sólo que haya arrojado en un solo día más material que el monte St. Helens en dos meses, sino la increíble violencia con que lo expulsa. Los penachos volcánicos han llegado a casi cincuenta kilómetros de altura, un récord que supera a cualquier otro volcán de tiempos históricos. Incluso han caído fragmentos de roca de varios kilogramos de peso a más de mil kilómetros de Long Valley».

La imagen mostró un coche con el capó perforado por una de aquellas piedras. A continuación intervino Dolores Pendergast, una vulcanóloga americana con la que Iris había coincidido en varios congresos.

«A juzgar por la distancia que han alcanzado estos fragmentos volcánicos, la presión en el interior de la cámara de magma debe ser increíblemente alta. Tanto que quizá algunos proyectiles hayan superado los 11,2 kilómetros por segundo».

«¿Por qué esa velocidad en concreto?»,
preguntó la presentadora.

«Es la velocidad de escape de la gravedad terrestre. Significa que esos fragmentos se han convertido en pequeños cohetes espaciales que han abandonado nuestro campo gravitatorio, y que podrían acabar en la Luna o Dios sabe dónde».

—Velocidad de escape, Iris —dijo Eyvindur desde el móvil—. ¿Sabes lo que implica eso?

—Que la erupción es incluso más violenta de lo que esperábamos.

—Eso ya lo ha dicho incluso la periodista, Iris. Piensa un poco, por favor.

—No sé a qué te refieres…

—Iris, por favor, ¿no te parece que ya has hablado suficiente?

Finnur se había vuelto a levantar. Pero, en vez de agarrarla por el codo como antes, la esperaba a metro y medio de distancia, con los brazos cruzados y tamborileando en el suelo con la puntera de la bota derecha.

Iris le hizo un gesto para que se apartara un poco.

—Vamos, Iris —dijo Eyvindur—, lo único que tienes que hacer es relacionar. No te ciñas tan sólo a lo evidente.

—Déjate de enigmas. —Iris se tocó la cuenca del ojo izquierdo. Empezaba a dolerle allí, lo que vaticinaba una buena jaqueca en cuestión de una hora o menos—. Explícame qué quieres decir.

—Ah, no, Iris. Tú misma tendrás que averiguar la respuesta si quieres que te cuente más…

Eyvindur la había seducido con juegos intelectuales y emocionales de ese tipo. Pero Iris no se encontraba de humor para acertijos.

—Mira, Eyvindur, dímelo o no me lo digas, pero no me hagas pensar más. No me encuentro en condiciones.

—La mente de un científico debe estar siempre en condiciones. Cuando estés dispuesta a pensar, vuelve a llamarme —dijo Eyvindur, y colgó.

De repente, su voz había sonado gélida, como la de un catedrático encaramado en su tarima. Cuando no le seguían el juego, Eyvindur solía enfurruñarse como un niño consentido. «Malditos hombres», se dijo Iris, pensando tanto en él como en Finnur, que seguía mirándola ceñudo.

Cuando se iba a guardar el móvil, sonó una llamada. En la pantallita apareció el número de Ragnarok.

«Malditos hombres», se repitió Iris. Rechazó la llamada y empezó a escribir un mensaje mientras volvía a la mesa. Apenas reparó en la mirada de furia de Finnur.

Madrid, La Latina

Gabriel sabía que Iris había recibido el mensaje, pues así lo certificaba el informe de entrega. Una voz interior, la racional, le dijo que si ella no se apresuraba a contestarle era porque probablemente tenía algo más importante que hacer en ese momento. Pero otro impulso que no tenía voz, que más bien era una sensación irracional aferrada a las tripas, le hizo sentirse menospreciado, y mientras seguía viendo el informativo de la NNC se dio cuenta de que las pulsaciones se le habían acelerado. En aquel instante sintió un odio intenso e instantáneo por Iris, una mujer a la que apenas conocía.

«Oh, oh», le avisó una segunda voz, susurrando por debajo de la primera y tratando de elevarse por encima de aquel impulso de adrenalina y latidos. «Si la odias por una tontería así es que estás…».

«¡Silencio!», ordenó a todas sus voces e instintos.

Trató de concentrarse en las imágenes del reportaje, y casi lo consiguió durante la estremecedora secuencia de la nube ardiente que devastaba el pueblo de Mammoth Lakes. Pero sus pensamientos volvían de nuevo a Iris, y también a la visión de la Atlántida.

Notaba una extraña desazón en su interior. De algún modo, se veía a sí mismo en el centro de una vasta red tejida por el azar, como si el azar lo hubiera señalado a él con su dedo implacable para decirle: «Tienes una misión».

Gabriel había estudiado suficiente psicología para saber que la sensación de ser el protagonista de acontecimientos importantes, una especie de elegido, era típica de muchos delirios paranoides.
«¿Cree que hay una conspiración global contra su persona? ¿Siente que el futuro inmediato de todo el mundo depende de usted?»
eran preguntas típicas de cuestionario para detectar tales psicopatías.

Sin embargo, se habían producido demasiadas coincidencias a su alrededor como para no pensar que sobre él se cernía algo grande, un destino que lo sobrepasaba. Como si las Parcas quisieran encomendarle a él, a un cuarentón fracasado que tenía que trampear para llegar a mediados de mes, una misión digna de Superman.

Pero ¿cómo no pensar que lo que le había ocurrido en los últimos días ocultaba un significado? Primero había conocido a Iris, una vulcanóloga que trabajaba en Santorini. Al hablar con ella, se le había vuelto a despertar la capacidad telepática, algo que sólo había experimentado una vez en su vida, hasta el punto de que él mismo dudaba si no se trataría de un recuerdo adornado o inventado con el paso del tiempo.

Esa capacidad se había vuelto a manifestar horas después con Milagros. Una mujer cuyo cerebro devastado debería haber sido una pizarra en blanco, y que sin embargo soñaba con la Atlántida, situada en Santorini y destruida por su volcán.

Volcán que lo llevaba de nuevo hasta Iris, la geóloga que le había alertado del fin de toda la especie humana debido a la amenaza de supervolcanes como el que estaba viendo en directo en la televisión.

Iris, la Atlántida, la telepatía, Santorini, los volcanes, otra vez Iris… Era imposible no ver allí algún tipo de designio.

«Voy a llamarla», decidió, saltándose su propio manual de relaciones con las mujeres. Artículo 1: «Nunca manifiestes demasiado interés por ellas».

Para su sorpresa, Iris le rechazó la llamada. «Puede estar en una reunión o…». ¿O tal vez dándose un revolcón en la cama con su novio? Censuró ese pensamiento, que debería serle indiferente, y fingió ante sí mismo que se concentraba en el reportaje.

Tienez un menzaje, gorunko,
le avisó el móvil.

Sé quién eres, Gabriel Espada. Tu propio libro me ha hecho ver que he sido una tonta estafada. Contarás en otro libro cómo engañaste a una crédula islandesa? Gracias por la lección que me has enseñado. Vale de sobra los cuatrocientos euros.

P.S. Eres un fraude.

—Mierda —dijo Gabriel, y se guardó el teléfono. ¿Cuántas veces lo habían llamado «fraude» en los últimos días? «Será que es verdad», se dijo.

—¿Pasa algo? —le preguntó Herman, que había estado más atento a sus movimientos que al volcán de la tele.

—Nada. Otra cagada de las mías.

En ese momento, Luque cambió de canal.

—¡Eh, vuelve a poner eso, que no ha terminado! —protestó Gabriel.

—¿Estás tonto? —respondió el camarero—. Va a empezar el partido del Madrid.

Cuando Gabriel intentó persuadir al resto de la parroquia de que lo que estaba pasando en California era más importante que una semifinal de la Copa de Europa, fracasó de forma lamentable, incluso con Herman. Uno de los clientes, el señor Eugenio, opinó que todo aquello del volcán era un rollo de los americanos para llamar la atención como siempre, y que, en cualquier caso, que se jodieran.

En ese momento sonó el teléfono de Gabriel.

«Es Iris», pensó, y se apresuró a sacarlo del bolsillo.

Pero se trataba de su ex mujer. Aunque Gabriel no estaba de humor para hablar con ella, sabía lo insistente que podía ser Marisa, de modo salió del bar para oír mejor. Al hacerlo, se cruzó con Enrique, que entraba guardándose el móvil en el bolsillo.

—¿Te vas ya? —preguntó Enrique, con cara de desilusión.

—No, sólo salgo a hablar.

Una vez fuera, Gabriel aceptó la llamada.

—Hola, Marisa. ¿Qué tal estás?

Era evidente que muy preocupada, a juzgar por su gesto.

—Alborada está allí —respondió ella. Siempre lo llamaba por su apellido.

—¿Dónde?

—En California. ¿No lo estás viendo por la tele?

—¿En California? ¿Qué demonios hacía allí?

—El domingo salió de viaje de repente. Era un encargo personal de ese zorrón de Sybil Kosmos, pero no me explicó para qué.

En la mente de Gabriel se encendió un diodo luminoso. ¿Más coincidencias? Apenas unos días antes había hablado de Sybil Kosmos con Herman y Enrique.

—Cuando intento llamarle al móvil me sale una voz diciendo que las comunicaciones están colapsadas por culpa de la erupción.

«Con un poco de suerte, el chorro volcánico habrá enviado a Alborada directo a la estratosfera», pensó Gabriel. Pero Marisa tenía los ojos hinchados y se notaba que hacía esfuerzos por contener las lágrimas, así que trató de tranquilizarla.

—Seguro que habrá ido a San Francisco o Los Ángeles. Allí hay problemas con la ceniza, pero no creo que haya muerto nadie. —Ni él mismo estaba muy convencido de lo que decía.

—No me dijo adonde iba.

—Cuando la gente va a California, va a esas ciudades, no a Long Valley. ¿A que ni siquiera sabías que existía un sitio llamado así?

—No, pero…

—Seguro que él está intentando llamarte o volver cuanto antes, pero ya sabes cómo son los americanos. Apuesto a que han restringido las comunicaciones y los vuelos.

—Ojalá tengas razón —dijo Marisa.

«Bueno, parece que sólo ha llamado para que la tranquilice un poco», pensó Gabriel. Pero se equivocaba. Mansa cambió de tema sin transición y le dijo:

—Me he enterado de que has visto hace poco a Celeste.

Gabriel enarcó una ceja.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ella y yo hablamos a veces. Deberías tener cuidado con ella.

—Sé protegerme yo solo, no te preocupes.

—Lo digo por ella, Gabriel, que nos conocemos.

—También es mayorcita.

—Mira, Gabriel. Tú eres material radiactivo, y lo sabes. Toda mujer a la que te acercas acaba jodida, y lo digo en todos los sentidos. Celeste está hecha polvo y como tú…

—¿Hecha polvo? ¿Por qué, si está felizmente casada?

Hubo un segundo de silencio.

—¿Es que no te has enterado?

—¿De qué?

—Su marido y ella tuvieron un accidente de tráfico hace unos meses. El murió en el acto.

La sorpresa de Gabriel duró sólo unos segundos. De pronto, comprendió por qué Celeste llevaba muleta y por qué, cuando él le había comentado algo sobre su esposo, ella había cambiado de tema y desviado la mirada.

—No lo sabía, de verdad. De todos modos, se trata de un asunto profesional. Ahora, si no te importa…

Pero a Marisa sí le importaba. Estaba nerviosa y tenía ganas de hablar. Una de las características de su ex mujer era que no captaba fácilmente las señales que suelen dar por terminada una conversación. «De todos modos, Luque ha cambiado de canal», pensó Gabriel, y se resignó a escucha r a Marisa otro rato.

—Estoy preocupado por Gabriel —dijo Enrique, mirando hacia la ventana del bar. Al otro lado de los cristales, Gabriel hablaba por el móvil. Por los aspavientos que hacía con la mano izquierda, debía de estar discutiendo—. Deberíamos hacer algo.

—Ya. ¿Como qué?

Sin apartar la vista de la televisión, Herman tendió la mano hacia la jarra de cerveza. Enrique se la quitó y la colocó en su parte de la mesa, casi en el borde. Los dedos de Herman tan sólo agarraron aire. No tuvo más remedio que volverse hacia Enrique, con cara de sorpresa.

—Como olvidarnos unos minutos del partido y hablar de ello.

—Tío, que es una semifinal…

—Seguro que Gabriel vuelve enseguida. Quiero hablar ahora que no está delante. ¿No te das cuenta de que está más callado que nunca? Le pasa algo.

—Será la depresión de los cuarenta, que todavía le dura. —Herman se encogió de hombros—. Ya saldrá de ella, como todos.

—No lo creo. La gente se suele replantear su vida a esa edad. Incluso cuando te va bien, tiendes a preocuparte de más y a pensar que has fracasado. Pero piensa en los palos que se ha llevado Gabriel últimamente.

—El los aguanta bien. Está acostumbrado a vivir con poco dinero. Yo le veo igual que siempre.

Enrique meneó la cabeza.

—Tienes menos empatía que un cactus de plástico, Herman.

—Será porque yo no voy por la vida de
sensible
como vosotros.

Enrique pensó que el «vosotros» debía incluir a todo el colectivo gay, pero no embistió contra aquel capote.

—Tengo la impresión de que Gabriel puede desmoronarse de un momento a otro —dijo Enrique—. Aunque cuando está contigo le gusta decir burradas y hacerse el insensible como tú, te aseguro que es más frágil de lo que parece. Si se hunde en una depresión, va a ser muy difícil sacarlo de ella.

—¿Y qué se te ocurre para evitar que se hunda?

—No sé, una nueva relación sentimental. —Enrique enrojeció un poco. «Se me va a notar demasiado. Y sabes de sobra que Gabriel no es de ésos», pensó—. O un éxito profesional. Si acertara a escribir sobre un tema interesante…

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